martes, 15 de abril de 2025

Cita DCCCXLI: Mario Vargas Llosa. Sus mejores libros

Tiempos recios es una historia de conspiraciones en plena Guerra fría. Se desarrolla en la Guatemala de 1954 alrededor de un golpe militar realizado por Carlos Castillo Armas, con el apoyo y auspicio de los Estados Unidos, para derrocar a Jacobo Arbenz, presidente democráticamente electo, con el pretexto de que estaba propiciando la entrada del comunismo en América Latina .

Esta novela nos recuerda una dura realidad que permanece hasta nuestros días y que en la coyuntura actual se muestra totalmente presente: el grave problema de las élites de los Estados Unidos y de los gobiernos americanos para entender la realidad latinoamericana.

También nos recuerda de qué manera en la realidad se mezclan la política con los negocios y con los medios de comunicación. 

No es exagerado afirmar, como lo hacía Mario, que este suceso cambió la historia de América Latina. Es una obra cuya increíble actualidad nos recuerda la sensibilidad del autor con la realidad latinoamericana , así como su rigor investigativo en la producción de la ficción literaria.

~Andrés Cardó

Sé que entre las grandes obras de Vargas Llosa, pocos mencionarán a La tía Julia y el escribidor, primera novela suya que leí y que aún recuerdo, como los primeros amores, con esa aura de ilusión que rodea todo aquello que nos hizo felices. No fue, sin embargo, la historia de amor de Varguitas lo que más emocionó, sino los textos de Pedro Camacho, que me mostraron –de forma extraordinaria para mí, que era una adolescente al leerla– la que debería ser la primera voluntad de la literatura, a mi juicio: la seducción por la palabra.

De Varguitas  me ilusionó, como me imagino que a todos, esa otra voluntad: la del escritor, la de quien busca empecinadamente seguir su vocación, porque quienes decidimos dedicarnos a este oficio sabemos que ese llamamiento no debe traicionarse. Y eso, esencialmente, significa para mí Mario Vargas Llosa: la lealtad irrenunciable a la vocación.

~Malva Flores

En La ciudad y los perros (1963), publicada cuando Mario Vargas Llosa tenía 27 años, hay una pluralidad de narradores, incluido uno omnisciente que no es tan omnisciente. Pero que sabe, por ejemplo, que el coronel de la Escuela, después de reunirse en su despacho con el capitán Garrido y el teniente Gamboa, “se quedó mirándolos, con expresión solemne, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Entonces, se rascó la barriga”. Si la novela entera hubiera empleado este tipo de narrador omnisciente, nos tendría que haber aclarado cómo y por qué murió el cadete al que los demás llaman “El Esclavo.”

Esa habría sido otra novela. Ocurre que la trama de esta novela incluye una zona de indeterminación que es consustancial a ella. Lo que sabe Alberto se contradice con lo que sabe Gamboa. Y lo que vale para ese nudo de la trama –¿muerte accidental o asesinato del Esclavo?– vale para muchos otros momentos de la novela. Más que lo que ocurre, interesa el impacto de esos hechos en los personajes. Se quiere mostrar no solo lo que conocemos de una historia, sino lo que no llegaremos a saber de ella. En otras palabras, si la incertidumbre está en el núcleo de la historia que se nos quiere contar, es necesario que el modo de narrar sea conjetural y diverso.

Esta pluralidad de perspectivas sólo se puede sostener si hay narradores-personajes, cada uno de los cuales conoce sólo un aspecto de la historia y ninguno su totalidad. Faulkner parece ser un modelo.

Vargas Llosa quiere hacernos sentir la simultaneidad de la experiencia. La escritura es lineal. Cuando contamos algo elegimos una línea causal y omitimos otras. Flaubert trabajó muchísimo su escena de los comicios agrícolas en la que se entrelazan el discurso y los premios del presidente de esa feria con la conversación íntima de Emma y Rodolphe, que están en un balcón. Aunque se trata de cadenas causales independientes, la conversación de los amantes es modificada por las interrupciones del discurso del presidente entregando premios. El lector entra y sale de la intimidad que buscan los amantes y no puede dejar de sentir un cierto distanciamiento respecto de ellos. En sus cartas hay muchas referencias a esta escena, lo que indica que Flaubert estaba consciente de lo innovadora que era. Porque lo que logra con ese entrelazamiento es sugerir la simultaneidad. Joyce fue mucho más allá en ese mismo sentido.

En esta escena de La ciudad…, el cadete Alberto ha resuelto denunciar al asesino del Esclavo. Leamos con cuidado:

Llega a la puerta del bar y entra. El ruido lo amenaza de todas direcciones, la luz lo ciega y pestañea varias veces. Consigue llegar al mostrador entre cuerpos que huelen a alcohol y a tabaco. Pide una guía telefónica. “Se lo estarán comiendo a poquitos, si comenzaron con los ojos que son tan blandos, ya deben estar en el cuello, ya se tragaron la nariz, las orejas, se le han metido dentro de las uñas como piques y están devorando la carne, qué banquete se deben estar dando. Debí llamar antes que empezaran a comérselo.”

El bullicio lo martiriza, le impide concentrarse lo suficiente para localizar, entre las columnas de nombres, el apellido que busca. Finalmente, lo encuentra. Levanta de golpe el auricular, pero, cuando va a marcar el número su mano queda suspendida a milímetros del tablero; en sus oídos resuena ahora un pito estridente. Sus ojos perciben a un metro, tras el mostrador, una casaca blanca, con las solapas arrugadas. Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien, en una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando, con intervalos idénticos. “¿Quién es?”, dice una voz. Queda mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que está al frente se mueve, se aproxima. “El teniente Gamboa, por favor”, dice Alberto. “Whisky americano”, dice la sombra, “whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky.” “Un momento”, dice la voz. “Voy a llamarlo”. Tras él, el hombre que brindaba, ha iniciado un discurso. “Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola, muchachos.” “Whisky”, insiste la sombra. “Scotch. Buen whisky. Escocés, inglés, da lo mismo. No americano sino escocés o inglés.” “Aló”, escucha. Siente un estremecimiento y separa ligeramente el auricular de su cara. “Sí”, dice el teniente Gamboa. “¿Quién es?”. “Se acabó la jarana para siempre, muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder. Y a trabajar duro para hacer dinero y tener contenta a la chola.” “Teniente Gamboa”, pregunta Alberto. “Pisco Montesierpe”, afirma la sombra, “mal pisco. Pisco Motocachy, buen pisco.” “Yo soy. ¿Quién habla?”. “Un cadete”, responde Alberto. “Un cadete de quinto año”. “Viva mi chola y vivan mis amigos”. “¿Qué quiere?”. “El mejor pisco del mundo, a mi entender”, asegura la sombra. Pero rectifica: “O uno de los mejores, señor. Pisco Motocachy”. “Su nombre”, dice Gamboa.”Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, solo los nombres de ustedes”. “A Arana lo mataron”, dice Alberto. “Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?” “Su nombre”, dice Gamboa.”¿Quiere usted matar a una ballena? Dele pisco Motocachy, señor. “Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera sección. ¿Puedo ir?”. “Venga inmediatamente”, dice Gamboa. “Calle Bolognesi 327. Barranco”. Alberto cuelga.

En este fragmento magistral se entrelazan varias líneas narrativas: lo que va haciendo Alberto (“Pide una guía telefónica…); lo que piensa (“Debí llamar antes…”); lo que dice el hombre de delantal blanco, la sombra en el bar (“El mejor pisco del mundo a mi entender”); lo que habla en el bar un tipo que está con sus amigos y que se va a casar (“Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos”); y la conversación telefónica del cadete con su teniente (“Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?”. “Su nombre”, dice Gamboa”).

La yuxtaposición de líneas narrativas sugiere la multiplicidad de lo que está ocurriendo allí a la vez, es decir, la pluralidad que es cada instante. Esto fácilmente se vuelve confuso. Para evitarlo, el autor crea contrapuntos, momentos en que dos líneas narrativas parecen contestarse o hay palabras o sentidos que resuenan en una y otra: “¿Qué quiere?”. “El mejor pisco del mundo”… “Su nombre”, dice Gamboa. Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis hijos, muchachos”…”A Arana lo mataron”, dice Alberto”.

Mientras un futuro padre piensa en sus futuros diez hijos, el lector está pensando en el padre de Arana, que ha perdido a su hijo. “A Arana lo mataron”, dice Alberto”. … ¿Quiere usted matar una ballena?” Las diversas líneas narrativas se interrumpen e interpenetran. En Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa llama a este procedimiento “los vasos comunicantes”.

Todos estos cambios –o “mudas del narrador”, para usar otra expresión de Vargas Llosa– surgen de lo que se quiere contar. Entonces, lejos de parecer artificios que muestran la fábrica y, por tanto, al fabricante, más bien crean la ilusión de que la vida que se narra emerge así, sin más.

~ Arturo Fontaine

Decidir cuál es mi novela preferida de Vargas Llosa significa decidir qué cualidad literaria prefiero: la complejidad de La casa verde, la parodia del poder en Pantaleón y las visitadoras, la lograda experimentación de Los cachorros, la estructura perfecta de Conversación en La Catedral, la astucia narrativa de La fiesta del Chivo, la malicia de Travesuras de la niña mala, la fabulación lúdica de La tía Julia y el escribidor… Podría continuar la enumeración con cada una de sus novelas, cada una admirable por un motivo distinto y uno compartido por todas: la maravillosa capacidad de narrar. Vargas Llosa es, sobre todas las cosas, un narrador inmenso que no seduce con el estilo, sino con el mundo que va construyendo palabra por palabra, con la sencilla solidez del ladrillo.

Pero debo quedarme con una, vaya crueldad. Me quedo, entonces, con La guerra del fin del mundo. Se me escapan ahora los pormenores de su trama y sus muchos personajes por lo que veo no tan memorables, pero aún no se disipa, y dudo que alguna vez lo haga, la impresión que me produjo cuando la leí: la de asistir al surgimiento de un mundo contenido e inspirado en este, pero distinto por estar hecho sólo de palabras.

Sé que es una novela importante por su retrato del fanatismo y su crítica del poder, tema central en la obra del peruano. Sé que es una obra admirable por su estructura y por su realismo, detallado y desmesurado. Pero eso me da igual en estos momentos. Me quedo con ella por haberme revelado una cualidad de la literatura que trasciende la técnica y la historia literarias: por haberme hecho habitar un mundo que no existe y que, sin embargo y desde entonces, también forma parte del mío. Ignoro si hay una palabra para nombrar ese concepto. Quizás bastaría con escribir “novela”. O quizás sólo se puede entender lo que quiero decir leyendo La guerra del fin del mundo.

~ Federico Guzmán Rubio

A Vargas Llosa hay que agradecerle muchas cosas, junto con su literatura y desde su literatura. Entereza y valentía. Y aunque haya muerto en la fama y el reconocimiento, no podemos olvidar que pasó décadas de soledad y ostracismo. La izquierda y el poder son epidemias que imponen cuarentenas a la sensatez y la cordura. Pero Vargas Llosa confió en la especie humana: no puede ser imbécil eternamente. Confió en su tiempo, pero también en quienes vendrán. ¿Cómo
leerán a Mayta, a Santiago Zavala, a Conselheiro, a Urania y los conspiradores? ¿Sabrán navegar en ese antiguo y agotador asunto del poderoso como fuerza de la naturaleza? Es verdad que ese ciclo que comenzó con Valle Inclán y su Tirano Banderas ha sido poblado por dictadores y tiranos miserables, incluso aquel telúrico Dr. Francia de Yo el supremo.

Pero Vargas Llosa, además de adquirir una narrativa femenina, disecta al Demonio hasta mostrarlo en su ridícula pequeñez. Lo llama con su apodo despectivo: Chivo, y el Chivo no podía contener la orina… No sé si sea su mejor novela; en todo caso, mi favorita es La fiesta del Chivo. A diferencia de otros, que habiendo subido tan alto, tan alto para estacionarse y repetirse, Vargas Llosa deja esta idea de arriesgar el cuerpo en cada novela, en sus artículos y ensayos. No solamente el riesgo de la creación narrativa, que comparte con otros: la estructura Faulkner, el flujo de conciencia, el tiempo no lineal, etc., sino el riesgo moral de plantarse frente a la verdad y dar testimonio.

~Julio Hubard

Hay algo maravillosamente ambiguo en La guerra del fin del mundo. En el tema y la época escogida, y en cómo hacer universal la historia de una rebelión religiosa y antimoderna, en un remoto confín de Brasil, a fines del siglo XIX.

El liberal y laico Vargas debería estar del lado de la república brasileña en su esfuerzo modernizador, guiado por el positivismo de Comte, sobre los fanáticos de la fe. Pero el novelista Vargas no está tan seguro, y nos introduce en la compleja maraña de historias que diferencian a la ideología de la vida real: los fieles de Canudos, los poderosos del Brasil naciente, los entrañables personajes de reparto como el periodista miope o el revolucionario escocés.

El resultado es una obra universal, gracias precisamente a lo particular de su escenario y sus personajes. Porque sus motivaciones y contradicciones pueden rastrearse en cualquier conflicto, en cualquier tiempo y lugar, en que entren en conflicto la fe y la razón, la idea y la realidad, el mundo etéreo del más allá y el concreto del más acá.

~Daniel Matamala

A diferencia de El otoño del patriarca (Gabriel García Márquez), El recurso del método (Alejo Carpentier) y Yo,el Supremo, de Augusto Roa Bastos, La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, no manifiesta la más mínima fascinación por la figura ubicua del dictador, el todopoderoso que ciñe el mundo a la altura de su cinturón.

En lugar de situar la historia desde el protagonismo del máximo líder, uno de los ejes  clave es Urania Cabral, una exitosa abogada residente en Estados Unidos, víctima de un gravísimo caso de abuso sexual: su padre, un alto funcionario del gobierno de Rafael Leónidas Trujillo, dictador de República Dominicana entre 1939 y 1961, se la “obsequia” a su jefe  como muestra de lealtad para que se divierta por una noche. La historia de Urania se entrevera con los últimos días del trujillismo y con la historia de los valientes soldados que decidieron poner fin a tantos desmanes.

En un época  en que el abuso sexual, la violación y el acoso están a la orden del día, es un texto indispensable para entender la maraña de complicidades que permiten que una jovencita de 14 años termine en la cama de un viejo con signos de impotencia. Pero su actualidad trasciende las temáticas políticas tan caras a América Latina: es una de las grandes novelas escritas en castellano por un escritor que siempre confió en la estética como el terreno propicio de la libertad, desde la plena consciencia de lo que significa narrar como oficio. 

~Gisela Kozak Rovero

La guerra del fin del mundo es para mí la novela más ambiciosa y extraordinaria de Vargas Llosa. El motivo principal de aquella guerra fue la aparición del Anticristo bajo la forma muy concreta de la nueva república brasileña, con sus valores liberales y sobre todo su fe en el positivismo de Auguste Comte. En ningún país como en Brasil prendió el positivismo como una religión de Estado que profesaban las élites políticas, militares e intelectuales. Ese es el corazón del libro, basado en Os Sertões, la obra clásica sobre la rebelión de la región de Canudos. Su autor, Euclides da Cunha, aparece como “el periodista miope” en la novela. 

Un lienzo humano digno de Brueghel o el Bosco rodea al mesías: asesinos brutales, bandidos de leyenda, cangaceiros implacables, curas pecadores, enanos de circo, prostitutas, beatos y beatas, comerciantes conversos. Es un lienzo de miseria humana. ¿Cómo no conmoverse? Cada personaje es desgarrador, aunque hablen poco, su vida y su silencio habla por ellos. Y algunos como el enano son narradores naturales que realmente deambulaban por Brasil narrando cuentos medievales. Y hablando de escribidores, está el invento del “León de Natuba”, esa cruza de humano deforme y felino reptante, con su inmensa cabeza y su vocación (dictada por Dios, ¿por quién más?) de ser el Boswell de Conselheiro que toma nota de cada frase, paso y gesto del santo redentor. Corrijo: no es un lienzo lo que presenciamos, es un desfile dantesco, pero también una marcha hacia la redención.

Y sin embargo el mesianismo condujo al Apocalipsis. Precisamente así se entiende el mesianismo en la tradición judía. Por eso las corrientes racionalistas en la propia religión judía temían su advenimiento y rechazaban a los mesías. Vargas Llosa retrata muy bien al “periodista miope” que desde la razón comienza por condenar el fanatismo de los seguidores de Conselheiro, pero poco a poco, conforme avanza su experiencia directa de los hechos, comprende la lógica interna y la emoción de los mesiánicos y entiende que las categorías que se les aplican son inadecuadas, falsas. Y entonces, no solo el periodista, también Vargas Llosa matiza. Más que “fanáticos”, esos ejércitos de la fe son trágicos. Y finalmente, parece preguntarse legítimamente Vargas Llosa, ¿quiénes son más fanáticos, los fervorosos seguidores de Conselheiro o los intelectuales armados de teorías abstractas como la propia idea de la república representativa, no se diga la doctrina positivista? En todo caso, eran como él ha dicho “fanatismos recíprocos”, universos incomprensibles el uno para el otro. Por eso el título es perfecto: es la guerra del fin del mundo porque así la vivieron sus protagonistas, pero también porque una oposición así entre el llamado milenarista de la tribu y los preceptos racionales y modernos no puede llevar sino a una conflagración total, final. La guerra del fin del mundo es la guerra entre verdaderos condenados de la tierra, de nuestra tierra latinoamericana, y las élites que buscan imponerles un esquema racional.

Creo que en términos biográficos fue una novela de transición. Al escribirla y reescribirla, Vargas Llosa tuvo un cambio de piel. Pienso que entró siendo uno y salió siendo otro, porque se aventuró por las zonas más oscuras y bárbaras, las más reales, de la vida latinoamericana. Se volvió un liberal, como el periodista miope de su novela, en cierta forma. Por más místico o mágico que resulte el mundo encantado del mesianismo, con sus comunidades fervorosas y sus ancestrales creencias, si creemos en la libertad estamos obligados –como explicó Max Weber– a desencantarlo. No me refiero, obviamente, a reprimir u oprimir a quienes permanecen en la tribu. Me refiero a construir un orden en donde prive la razón spinoziana de la claridad, la separación de lo sagrado y lo profano, la libertad de pensar y publicar, la tolerancia. Por eso creo que de esa inmersión en el corazón de las tinieblas latinoamericanas salió el liberal Vargas Llosa.

~Enrique Krauze

La fiesta del Chivo, la novela en la que Mario Vargas Llosa reconstruye la dictadura y el ocaso del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, es una de las obras cumbre de la literatura latinoamericana. Publicada hace casi un cuarto de siglo, su retrato de la impunidad sin límites —de Trujillo, de sus hijos monstruosos, de la corte abyecta que los sostuvo— conserva intacta su capacidad de estremecimiento. Y su vigencia, dolorosamente, persiste.

Como tantas veces ocurre en la obra de Vargas Llosa, una escena terrible se me ha quedado grabada en la memoria y aún ahora la reencuentro en pesadillas: Trujillo, en el cénit de su dominio, viola a la niña Urania Cabral. En la evocación de Urania, el cuerpo degradado del dictador y el terror absoluto se funden en una alegoría feroz del poder latinoamericano desbordado.

Pero La fiesta del Chivo es también una obra mayor del arte del suspenso. Vargas Llosa —que tenía, entre sus múltiples herramientas narrativas, un ojo cinematográfico— entrega una secuencia memorable —digna del mejor Greengrass—: la conspiración, la emboscada palpitante y la caída final del tirano, reducido a la fragilidad de un cuerpo derrotado por las balas y el tiempo. En esas páginas, Vargas Llosa alcanza uno de los momentos más altos de su genio narrativo.

En una vida literaria consagrada a explorar el alma de la libertad y a denunciar los rostros del poder degradado, La fiesta del Chivo se alza como una de sus obras mayores: implacable, indispensable.

~León Krauze

Con la muerte de Mario Vargas Llosa se extingue por completo la época más gloriosa de la literatura latinoamericana moderna, con sus innumerables luces y sombras. Pésele a quien le pese, sobre todo a las nuevas generaciones de autores en lengua española que reniegan solo para cumplir con el rol tan obvio como tedioso del hijo que busca aniquilar al padre, la efervescencia creativa suscitada por el boom no va a conocer parangón: una conjunción de escritores de tal calado se produce una sola vez en la historia de un continente, como si fuera una misteriosa alineación planetaria que causa perplejidad a propios y extraños.

Dos novelas del boom que marcaron mi juventud lectora se publicaron en 1963: Rayuela, de Julio Cortázar, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Mientras que la primera se inclina por el espíritu lúdico para explorar el exilio latinoamericano en Europa, la segunda opta por quedarse en nuestro continente y específicamente en Perú para engendrar la que quizá es la primera gran Bildungsroman latinoamericana.

Se sabe que el manuscrito original de La ciudad y los perros rebasaba las mil páginas y que el crítico José Miguel Oviedo fue el responsable de bautizar esta novela con la que Vargas Llosa debutó con honores en el paisaje literario, echando mano de su propia experiencia como estudiante de secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado de Callao. La experimentación formal que implica el entrecruzamiento de las tres memorables voces protagónicas (el Poeta, el Esclavo y el Jaguar) y los continuos desplazamientos entre presente y pasado que instauran la noción de una temporalidad fracturada, la temporalidad que caracteriza los complejos años de aprendizaje en un contexto de rigidez autoritaria y violencia a flor de piel, sigue siendo lo que más me atrae de este ambicioso documento de época que trascendió por mucho el registro de un ámbito sociopolítico particular para ocupar un territorio infinitamente más vasto.

~ Mauricio Montiel Figueiras

El pez en el agua logra convertir un fracaso político en una joya literaria. Autorretrato en dos tiempos, es la historia del nacimiento de un escritor y de un político. Relato del hallazgo de la vocación literaria y de la entrega al demonio de la política. Una cuerda del libro recrea el descubrimiento feliz de la escritura como rebelión contra el déspota que fue su padre. Las letras como refugio, placer, insumisión y, quizá, venganza. La otra cuerda reconstruye su desventurada inmersión en la política cuando intentó ganar la presidencia de Perú. El poder como un ideal, un circo, una trampa.

Poco descubre el lector de la vida temprana de Vargas Llosa en este libro. En sus novelas está el mismo retrato del padre cruel, las memorias del encierro militar, el descubrimiento del placer y alcanzan, sin duda, más vuelo. Esa verdad es más rica en las mentiras del novelista, que en la sinceridad de la autobiografía. Pero lo que hay de único en El pez es la fuerza y la profundidad de la reflexión política desde la lúcida experiencia de un advenedizo. Vargas Llosa identifica el enredo de su impulso. ¿Qué es lo que lo lleva a renunciar a la tranquilidad de la escritura y la cátedra para entregarse al torbellino de una batalla? ¿Coherencia ética, deseo de aventura, vanidad? Mira el poder desde la orilla, siente su imán; advierte la repugnancia y fascinación que le produce. Instructivo de lo que un candidato no debe hacer, el libro es también es testimonio de una dignidad resistente. En el género de la memoria de campaña no hay ninguna que se le acerque a ésta en la severidad con la que el político pasa por el espejo, la gracia con la que trata sus improvisaciones y en el filo de su meditación ética.

El siglo del populismo comenzó, tal vez, en 1990 con la victoria de Fujimori sobre Vargas Llosa. Leer en este libro la denuncia del embrión y la autocrítica del liberal ingenuo es más pertinente hoy que nunca.

~ Jesús Silva-Herzog Márquez

Difícil elegir entre varias grandes novelas de Vargas Llosa, pero me quedo con Conversación en La Catedral. Hay maestría en la estructura y en los diálogos. Un lenguaje tan vigoroso y personal, que solo puedo llamar vargasllosiano. Es una novela muy política y muy humana, y tanto lo político como humano tienen vigencia hoy.  Sigue viva la pregunta de las primeras líneas; viva para el Perú y para muchos de nuestros países. Es una novela que he leído como lector que disfruta; también como escritor que aprende.

~David Toscana

Fuente: https://letraslibres.com

Autor: Varios

 

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