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Cuando le lees en voz alta a un niño de 7 años y empiezas a utilizar una voz determinada para los diálogos de un personaje, ya te quedaste con esa voz para el resto del libro. Y cuando ese libro es la epopeya de alta fantasía de J. R. R. Tolkien, El señor de los anillos, hay tiempo de sobra para arrepentirse de una elección descuidada tomada en los primeros capítulos. Mi padre, sabiamente, solo usaba su propia voz cuando me lo leía. Cincuenta años después, aún puedo oír su particular pronunciación errónea de algunos nombres; élfica con acento de Nueva Jersey. Aun así, cuando llegó el momento de presentarle la Tierra Media a mi hija, Rhys, y más tarde a mi hijo, Mitchell, intenté que las palabras de cada personaje tuvieran su propia personalidad.
Luego llegamos al Concilio de Elrond, una reunión de los pueblos libres de la Tierra Media y el eje sobre el que gira la trama del primer libro. Habría necesitado 23 voces.
Intentar inventar más de veinte acentos habría agotado tanto mi repertorio que algún desafortunado elfo probablemente habría terminado sonando como si fuera de Pittsburgh, no de Mirkwood. Afortunadamente, mi hijo no me obligó a intentarlo. Había nacido una voz de elfo genérica.
Sin embargo, la multivocalidad de El señor de los anillos incluye lo que se dice y quién lo dice. Durante su consejo, el sabio semielfo Elrond afirma que si Frodo acepta la misión de destruir el peligroso y poderoso Anillo Único, su estatura y fama serán comparables a las de “Hador, y Húrin, y Túrin, y el propio Beren”. Los lectores solo pueden reconocer el nombre de Beren —los otros “poderosos amigos de los elfos de antaño” son un misterio—, pero en este mundo, estos nombres son un conocimiento cultural normal. El señor de los anillos está plagado de alusiones similares: un ariete se llama Grond, por el “Martillo del Inframundo”; cuando cabalga hacia la batalla, un rey se parece a “Oromë el Grande”.
Estas menciones se presentan sin explicación, pero el lector no puede entenderlas; es como si un gran abismo de tiempo separara al lector contemporáneo de su público original. Son referencias rotas, y también son un ejemplo de una de las razones por las que El señor de los anillos ha perdurado: tanto por intención como por providencia, Tolkien escribió un mundo que es bello porque está tan roto como el nuestro.
Esta sensación de solidez y realismo se ve acentuada por la impresión de que el libro mismo está erosionado y dañado por la edad, descubierto y remendado. La experiencia de leer El seños de los anillos, para los fans, se parece menos a hojear una novela y más a entrar en un mundo diferente, uno en el que no escapamos de nuestro dolor, pero en el que podemos imaginar que algún día estaremos curados.
No es raro, sobre todo después de Tolkien, que los escritores de fantasía y ciencia ficción inserten en sus obras referencias rotas ilusorias a manera de textura, mencionando casualmente el Martillo de Grabthar o la Maldición de Valyria. Pero con Tolkien las alusiones no son ilusiones, y originalmente su intención no era que sus referencias fueran confusas.
Estas son referencias reales a lo que Tolkien consideraba la verdadera obra de su vida: un inmenso archivo de poemas, relatos en prosa y anales cuasihistóricos que empezó a componer con empeño en 1917 en un hospital provisional mientras convalecía de la fiebre de las trincheras que contrajo en la batalla del Somme. Siempre tuvo la intención de que los lectores pudieran leer esta obra antes de El señor de los anillos o, al menos, al mismo tiempo. Sin embargo, nunca logró domesticar ese material indómito y darle una forma publicable.
Pero en todas sus extensas correcciones Tolkien nunca eliminó las numerosas alusiones a un legendarium que no se publicó sino hasta después de su muerte, con el título de El silmarillion. Estos vínculos rotos y pistas indirectas contribuyen a crear la impresión de profundidad que atrae a tantos lectores, porque no son simples falsedades improvisadas. Son referencias a un mundo imaginario plenamente construido, con su propia cosmología, historia y lenguas.
Tolkien le escribió a W. H. Auden que había encontrado “algo en el aire” en el Kalevala finlandés, una sensación inefable que quería captar en su propia escritura. Esa sensación procedía del hecho de que el Kalevala, Beowulf y otras epopeyas del norte eran ruinas textuales. Las cicatrices de siglos de cambios lingüísticos y culturales —daños solo parcialmente reparados por el paciente trabajo de los estudiosos— les otorgaban a estas obras su poder estético.
Poéticamente, la larga lucha de Tolkien por materializar su visión —la duda que lo llevó a hacer largas pausas en la escritura, sus frustraciones con los editores y su incapacidad general para sentirse lo bastante satisfecho con sus creaciones como para dejar de retocarlas— contribuyó a dotar a sus obras de algunas de las características de sus inspiraciones medievales.
Aunque las referencias rotas están en la superficie, subyace otra característica de las obras genuinamente antiguas. Las sutiles variaciones en el estilo de escritura de Tolkien a lo largo de sus 62 capítulos, generan la impresión de que El señor de los anillos es una recopilación de otros textos. En general, este patrón es invisible incluso para los lectores cuidadosos, pero los nuevos métodos de análisis asistido por computadora lo dejan muy claro. Un algoritmo puede comparar los vocabularios de los capítulos y agrupar los que son similares.
Algunas novelas tienen un estilo consistente, por lo que no hay mucha agrupación. Otras se agrupan en función del personaje desde cuya perspectiva se narra una sección concreta. Si divides El ruido y la furia de William Faulkner en trozos arbitrarios de 3000 palabras, esos trozos se agruparán por perspectivas de personajes, al igual que casi todos los 72 capítulos de Juego de tronos de George R. R. Martin.
El señor de los Anillos es diferente. Sus capítulos se agrupan en una jerarquía compleja, con tres agrupaciones mayores y varias más pequeñas, un patrón de agrupación que no es típico de una novela moderna. Su forma se asemeja más a los textos compuestos por varios autores en la Edad Media. Las agrupaciones no solo no coinciden con los puntos de vista de los personajes; tampoco parecen estar relacionadas con el volumen, el libro, el escenario, el tipo de acción o el ritmo.
Resulta que el historial de correcciones es lo que revela la estructura. En cualquier secuencia de capítulos, aquellos que solo requirieron un borrador son los más parecidos; los capítulos más corregidos se agrupan, y el resto se organiza en patrones más complejos. Esta variación estilística fue, al menos al principio, totalmente involuntaria, un resultado del laborioso y agonizante esfuerzo de 17 años que le llevó a Tolkien completar el libro.
Tolkien pretendía que El señor de los anillos pareciera como si hubiera sido descubierto y ensamblado; la narrativa que enmarca al libro es que se trata de la traducción de un diario que fue ampliado hasta convertirse en una historia y aumentado posteriormente por estudiosos. Sus dificultades, de manera providencial, lo ayudaron a lograr ese efecto. Así, aunque está escrito en un lenguaje generalmente contemporáneo y emplea todas las técnicas de una novela moderna, El señor de los anillos tiene una textura particular. Parece desgastado y erosionado, dañado por el tiempo y solo parcialmente restaurado.
Una ruina conserva el recuerdo de lo que fue, al costo de hacer que sea imposible no reconocer la permanencia de la pérdida. Cuando Tolkien tenía 4 años, su padre murió repentinamente, dejando a su joven familia en la pobreza. La madre de Tolkien fue apartada de su familia tras convertirse al catolicismo, lo que hizo aún más precaria su situación económica. Su salud empeoró por la presión, y murió cuando Tolkien tenía 12 años, dejándolo a él y a su hermano menor al cuidado de un sacerdote. A la espera de ser enviado a luchar a Francia, en una guerra que mataría a todos sus amigos cercanos menos a uno, Tolkien escribió que “porque la Muerte estaba cerca”, su percepción de la belleza se intensificó, aunque cargada de pesar: “Todo era intolerablemente hermoso, perdido antes de ser captado”.
Este tipo de pesar es la emoción dominante en todas las obras de Tolkien. Es un dolor que comienza cuando Frodo echa la vista atrás y se pregunta si algún día volverá a ver su hogar, y nunca termina, ni siquiera en la última línea del libro: “Bueno, estoy de vuelta”, que deja sin expresar el duelo de Sam, el compañero fiel de Frodo, ante su separación. Pero junto a esa tristeza desgarradora también hay una grandeza en esta manera de entender la vida humana, en la ruina que persiste mucho después de que la torre ha caído. Profunda y esencialmente verdadera, la visión de Tolkien puede dar forma y sentido a esas penas de las que, como humanos, no podemos escapar.
Mi hijo, Mitchell, murió de una sobredosis de fentanilo en junio de 2022. Tenía 18 años.
Le leí a Mitchell El hobbit cuando tenía 5 años, y se lo volví a leer junto con El señor de los anillos y El Silmarillion cuando tenía 7. Conforme fue creciendo, empezó a interesarse más por el deporte y por hacer cosas que por la fantasía y por leer sobre cosas, pero seguía asistiendo a mis clases y viajaba conmigo a conferencias.
Cuando tenía quince años, se llevó de mi despacho unos ejemplares maltratados en edición de bolsillo de los tres tomos de El señor de los anillos. Los guardaba junto a su cama y, junto con un ejemplar nuevo de El hobbit, estaban entre las cosas que regresaron de su departamento después de que murió. Ese ejemplar nuevo de El hobbit me hace preguntarme si volvió a leer los libros en sus últimos meses. Espero que sí.
En los terribles primeros días que siguieron a la muerte de Mitchell yo solo podía caminar de un lado al otro, intentando no ser arrastrado por la gran ola oscura de angustia que nos pasó por encima. Cuando se acerca al final de su misión, Frodo intenta explicar lo que la terrible y voraz carga del Anillo Único le ha hecho: “No me queda sabor de comida, ni sensación de agua, ni sonido de viento, ni recuerdo de árbol o hierba o flor, ni imagen de luna o estrella”, dice. “Estoy desnudo en la oscuridad”. Para mí tampoco había nada más que una oscuridad amorfa.
En 1939, cuando comenzaba a trabajar de lleno en El señor de los anillos, Tolkien dio una conferencia titulada “Sobre los cuentos de hadas”, en la que sostenía que la fantasía puede ser una vía de escape frente al dolor, incluso una fuente de alegría, gracias a lo que llamó “eucatástrofe”: el giro repentino e inesperado que desemboca en un final feliz.
Tolkien cierra el ensayo con un pasaje de El toro negro de Norroway, un cuento de hadas escocés en el que la hija de una lavandera, tras soportar una serie de pruebas terribles, recibe tres oportunidades para despertar a su verdadero amor de su sueño encantado. Dos veces su canto no logra despertarlo. Desesperada, termina su canción con un lamento: “¿No despertarás y te volverás hacia mí?”. Él la oye y se vuelve hacia ella.
Este es el momento de la eucatástrofe, cuando, a pesar de la certeza de que no puede haber un final feliz, lo hay. Pero en nuestra historia, en el peor día, cuando las lágrimas de su madre, de su padre y de su hermana cayeron sobre su rostro, Mitchell no despertó ni se volvió hacia nosotros. No esbozó su enorme sonrisa ni rió su profunda carcajada ni preguntó por qué llorábamos. No estábamos en ese tipo de historia. No vivimos en ese tipo de mundo.
Pero podemos imaginar ese mundo, uno en el que obtenemos, como dice Tolkien en el ensayo, “un destello punzante de alegría, y el anhelo del corazón, que por un instante se sale del marco, desgarra incluso la propia urdimbre del relato y deja pasar un resplandor”. Podemos imaginar ese mundo porque él lo creó para nosotros: un mundo en el que los cuernos de Rohan resuenan al canto del gallo, en el que un estandarte desplegado en una nave de velas negras muestra un árbol blanco y siete estrellas, en el que Gandalf proclama: “El reino de Sauron ha terminado”, y así es.
Que la misma Tierra Media esté llena de dolor y pérdidas irrecuperables —que la propia obra parezca maltratada por el tiempo y el cambio— solo nos ayuda a creer que tal vez el repentino giro hacia el bien pueda producirse en nuestra propia existencia caída. Una luz brota en las sombras, una sola estrella brilla en lo alto por encima de las nubes, y vislumbramos la alegría que está más allá de los muros del mundo porque es real. Vemos un camino hacia un lugar no exento de tristeza, pero en el que las lágrimas son benditas, sin amargura, porque más allá de los círculos del mundo, hay algo más que memoria. Ahí encontramos esperanza.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Michael D. C. Drout es profesor de inglés en el Wheaton College, editor de la revista Tolkien Studies y autor de The Tower and the Ruin: J.R.R. Tolkien’s Creation.
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GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
(Gustavo Adolfo Domínguez Bastida; Sevilla, 1836 - Madrid, 1870) Poeta español. Junto con Rosalía de Castro, es el máximo representante de la poesía posromántica, tendencia que tuvo como rasgos distintivos la temática intimista y una aparente sencillez expresiva, alejada de la retórica vehemencia del romanticismo. La obra de Bécquer ejerció un fuerte influjo en figuras posteriores como Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y los poetas de la generación del 27, y la crítica lo juzga el iniciador de la poesía española contemporánea. Pero más que un gran nombre de la historia literaria, Bécquer es sobre todo un poeta vivo, popular en todos los sentidos de la palabra, cuyos versos, de conmovida voz y alada belleza, han gozado y siguen gozando de la predilección de millones de lectores.
Hijo y hermano de pintores, quedó huérfano a los diez años y vivió su infancia y su adolescencia en Sevilla, donde estudió humanidades y pintura. En 1854 se trasladó a Madrid, con la intención de hacer carrera literaria. Sin embargo, el éxito no le sonrió; su ambicioso proyecto de escribir una Historia de los templos de España fue un fracaso, y sólo consiguió publicar un tomo, años más tarde. Para poder vivir hubo de dedicarse al periodismo y hacer adaptaciones de obras de teatro extranjero, principalmente del francés, en colaboración con su amigo Luis García Luna, adoptando ambos el seudónimo de «Adolfo García».
Durante una estancia en Sevilla en 1858, estuvo nueve meses en cama a causa de una enfermedad; probablemente se trataba de tuberculosis, aunque algunos biográfos se decantan por la sífilis. Durante la convalecencia, en la que fue cuidado por su hermano Valeriano, publicó su primera leyenda, El caudillo de las manos rojas, y conoció a Julia Espín, según ciertos críticos la musa de algunas de sus Rimas, aunque durante mucho tiempo se creyó erróneamente que se trataba de Elisa Guillén, con quien el poeta habría mantenido relaciones hasta que ella lo abandonó en 1860, y que habría inspirado las composiciones más amargas del poeta.
En 1861 contrajo matrimonio con Casta Esteban, hija de un médico, con la que tuvo tres hijos. El matrimonio nunca fue feliz, y el poeta se refugió en su trabajo o en la compañía de su hermano Valeriano, en las escapadas de éste a Toledo para pintar. La etapa más fructífera de su carrera fue de 1861 a 1865, años en los que compuso la mayor parte de sus Leyendas, escribió crónicas periodísticas y redactó las Cartas literarias a una mujer, donde expone sus teorías sobre la poesía y el amor. Una temporada que pasó en el monasterio de Veruela en 1864 le inspiró Cartas desde mi celda, un conjunto de hermosas descripciones paisajísticas.
Económicamente las cosas mejoraron para el poeta a partir de 1866, año en que obtuvo el empleo de censor oficial de novelas, lo cual le permitió dejar sus crónicas periodísticas y concentrarse en sus Leyendas y sus Rimas, publicadas en parte en el semanario El museo universal. Pero con la revolución de 1868, el poeta perdió su trabajo, y su esposa lo abandonó ese mismo año.
Se trasladó entonces a Toledo con su hermano Valeriano, y allí acabó de reconstruir el manuscrito de las Rimas, cuyo primer original había desaparecido cuando su casa fue saqueada durante la revolución septembrina. De nuevo en Madrid, fue nombrado director de la revista La Ilustración de Madrid, en la que también trabajó su hermano como dibujante. El fallecimiento de éste, en septiembre de 1870, deprimió extraordinariamente al poeta, quien, presintiendo su propia muerte, entregó a su amigo Narciso Campillo sus originales para que se hiciese cargo de ellos tras su óbito, que ocurriría tres meses después del de Valeriano.
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Autor(es): Gustavo Adolfo Bécquer
Editorial: Cátedra
Páginas:
Tamaño: 16 x 21.5 cm.