Es una bebida aromática y reconfortante y millones de personas la
disfrutan a diario en todo el mundo. Se cultiva en los trópicos, pero no
son sus frutos los que nos interesan, sino sus hojas. Como muchos ya
habréis adivinado estoy hablando del té que, como le sucede al café,
tiene una historia muy rica que se remonta miles de años atrás en el
tiempo. Desde sus humildes orígenes en las montañas de China hasta su
expansión por todo el mundo ya convertido como una de las bebidas más
populares, el té ha dejado una huella indeleble en la cultura, la
economía y la sociedad humana.
Del té sabemos que apareció en China, pero no exactamente cuando. Y
ahí surge la leyenda para echarnos una mano. Una de las leyendas más
conocidas atribuye el descubrimiento del té al emperador chino Shennong,
un sabio y herbolario que vivió hace unos cinco mil años. Según la
leyenda, Shennong estaba hirviendo agua bajo un árbol cuando algunas
hojas cayeron en el cuenco creando una infusión aromática que le agradó
mucho. Esta historia es legendaria, los primeros registros históricos
del té datan de algo más tarde, tiempos de la dinastía Han, es decir, de
hace unos dos mil años, pero sólo lo empleaban como remedio medicinal.
Siglos más tarde, ya durante la dinastía Tang el té se convirtió en una
bebida popular en toda China, y su consumo se extendió a otras clases
sociales. Durante este período, el té pasó a integrarse en la cultura
china, y su preparación y consumo se sofisticaron. Fue en ese momento
cuando apareció el primer tratado sobre el té, en el que se detallaban
todos sus aspectos, desde su cultivo, recolección y procesamiento hasta
su preparación y consumo.
La costumbre no tardó mucho en adoptarse en Japón y Corea, adonde
llegó de la mano de los monjes budistas que bebían té para prolongar sus
meditaciones. Primero lo adoptaron las élites y luego poco a poco fue
conquistando al pueblo. Nacieron así ceremonias muy elaboradas para
tomarlo. Los primeros testigos occidentales de esas ceremonias tan
refinadas fueron los viajeros medievales como Marco Polo, que todo lo
más que pudieron hacer fue consignar por escrito que a los chinos les
gustaba mucho aquella extraña infusión. No sería hasta algo más tarde
cuando los comerciantes portugueses decidieron llevarse el té a Europa.
En origen era algo exótico y muy costoso, por lo que sólo los ricos
podían permitírselo. En Europa tenía que competir, además, con el café,
que había conquistado ya el continente.
Pero, a pesar de su precio, consiguió abrirse camino y echar raíces,
especialmente en Gran Bretaña, donde el hábito de tomar té lo llevó una
infanta portuguesa, Catalina de Braganza, a quien casaron con Carlos II
en el siglo XVII. Unos años después el té ya era la bebida más
apreciada por los ingleses. Pero no se podía cultivar en Europa, había
que traerla de extremo oriente. La Compañía Británica de las Indias
Orientales empezó a importarlo desde China, pero pronto advirtieron que
se aclimataba muy bien en la India y Ceilán, lugares que controlaban
directamente. A finales del siglo XVIII ya era la bebida nacional hasta
el punto de que la revuelta en sus colonias de Norteamérica empezó por
un motín en el puerto de Boston a cuenta de los impuestos sobre el té.
Hoy el té es una infusión que se consume en todo el mundo de cientos
de maneras. Se cultiva en tres continentes y se han desarrollado varias
culturas del té nacionales y otras tantas internacionales. Es una
bebida patrimonio de la humanidad que no ha dejado de transformarse
hasta el momento presente.
Fuente: La ContraHistoria
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