Si hay un grupo de sonidos del español que me gusta más que los demás, este es, sin duda, el conformado por los sonidos oclusivos. El modo en el que se forman, la evolución que han sufrido desde sus antepasados latinos, la impresión que dejan en nuestros sentidos, todo en ellos me parece de una fuerza de algún modo novelesca. De todos los asuntos que me fascinan, permitidme que hoy hable del primero y que os lo cuente como yo lo veo.
Comencemos por el principio. Todo empieza, como siempre, con una corriente de aire procedente de los pulmones que avanza, inexorable, hacia la glotis. De forma irremediable, cuando alcanza su objetivo, la encuentra cerrada y no tiene más remedio que empujar para abrirse camino. Está bien así. De haberla encontrado abierta, la historia habría acabado antes de empezar, pues el ser humano por el que se desarrolla esta aventura no habría tenido voluntad de hablar y todo ese dióxido de carbono expulsado habría salido calladito, calladito, como simple fase de la respiración. Y es que el aire solo se transforma en sonido si nosotros así lo queremos.
Empuja la corriente de aire al llegar a la laringe, como digo, para abrirse paso. A veces lo hace, es verdad, sin pena ni gloria, como si lo hiciera con miedo a despertar a alguien dormido. La imagino de puntillas, avanzando silenciosa sin dejar de mirar al frente, con el objetivo de llegar a la faringe. Sin embargo, otras veces lo hace de un modo tan brusco, que la glotis se abre de golpe, dejando las cuerdas vocales temblando. Como cuando, en la pantalla del cine, los viejos vaqueros abrían con ímpetu las puertas del saloon y se oían golpear una y otra vez hasta que quedaban de nuevo en reposo. En estos casos, en los que la corriente de aire empuja y la glotis se abre, dejando las cuerdas vocales vibrando, justo ahí, en la laringe, se produce ya el milagro. Porque las partículas de aire que se acumulan junto a las cuerdas vocales vibran con ellas y lo que hasta entonces no era sino una corriente de aire se ha convertido ya en una onda sonora. En sonido.
Sea una simple corriente de aire, sea ya una auténtica onda sonora, la cosa es que su camino por el aparato fonador continua. Su único objetivo, en este momento, es salir del cuerpo del humano que la alberga. Pero cuando está a punto de conseguirlo, otra barrera se interpone en su camino. Puede ser justo antes de entrar en la cavidad bucal, en el velo del paladar o puede que sea incluso una vez dentro, cuando ya se vislumbraba el exterior. Sea donde sea, lo cierto es que, durante unos instantes, todo se detiene. La barrera, hecha de un material tan duro como los dientes o tan blando como los labios, se mantiene inalterable. Y la corriente de aire, esté convertida o no en onda sonora, cierra los ojos fuerte y contiene la respiración, temiendo, quizá, que este sea el final truncado de su existencia. Si no consigue franquear esa última puerta, está perdida.
Y, tras la quietud, simulando el inicio de los tiempos, la explosión creadora. De pronto, la barrera, hecha de dientes, de velo o de labios, se abre de par en par y el aire detenido sale exultante, bailando, formando una preciosa onda sonora oclusiva. Dependiendo de si pasó por la glotis en silencio o vibrando, lo llamaremos sonido oclusivo sordo (p-t-k) o sonoro (b-d-g). Y según la materia de la que se haya formado la barrera, hablaremos de oclusivos velares (k-g), dentales (t-d) o labiales (p-b). Seis sonidos, en total, que he querido traeros en esta columna de septiembre para celebrar los seis años que llevamos fieles a esta cita mensual con la Lingüística.
Fuente: https://letraslibres.com
Por: Mamen Horno. Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).
CADENA DE CITAS