jueves, 21 de noviembre de 2024

Poeta 759: Beethoven ante el televisor de José Hierro

JOSÉ HIERRO

Nació en Madrid en 1922 y en la misma ciudad murió el 21 de diciembre de 2002, aunque se consideraba santanderino de adopción y fuera titulado como Hijo adoptivo y Poeta de Cantabria. En su obra, tan rica en matices rítmicos como en empaque conceptual, se han fraguado las tendencias más válidas de la poesía española de posguerra. Sus primeros versos aparecieron en distintas publicaciones del frente republicano. Acabada la guerra civil padeció cuatro años de cárcel, y esta experiencia lo marcó para siempre. Hierro ha conseguido los galardones más relevantes de la literatura española: Premio de la Crítica en tres ocasiones, Premio Nacional en dos, el Príncipe de Asturias (1981), el Premio Pablo Iglesias (1986), el Nacional de las Letras Españolas (1990), el Premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana (1995) y el Cervantes (1998). También fue elegido académico de la Real Academia Española (1990), cuyo discurso de ingreso sobre Juan Ramón Jiménez no llegó a pronunciar. 

Fuente: https://audiolibrosencastellano.com/jose-hierro


BEETHOVEN ANTE EL TELEVISOR

El alemán de Bonn identificaba 
todos los sones de la naturaleza: 
el del mar, el del río, el del viento y la lluvia, 
el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco. 
Un día, cantó un ave, y él no oía su canto: 
fue la primera señal de alarma. 
Luego avanzó implacable la sordera 
hasta desembocar en la noche de los sonidos. 
Compuso, desde entonces, imaginándolos. 
Nunca pudo escuchar su misa en Re, 
sus últimos cuartetos, su última sinfonía. 

Luis van Beethoven murió en mil ochocientos veintisiete 
(es lo que piensan los desinformados), 
pero yo lo he visto en el Lincoln Center. 
Fue en los años noventa. Ocupábamos 
asientos contiguos. Yo lo reconocí 
por su expresión huraña y tierna y feroz. 
Y también por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos. 
Escribí en mi programa estas palabras: 
“Excelente concierto”. Y él asintió: 
“No se moleste en escribir, oigo perfectamente”. 
Después, en el descanso, hablamos de su música, 
(sin duda se dio cuenta 
de que acababa de reconocerlo.) 
Avisaron que había que volver 
a las sala para escuchar el plato fuerte, 
la Novena. Pero él, van Beethoven, 
dio medio vuelta, y se marchaba. 
“Pero, ¿precisamente ahora?” le pregunté. 
“Yo regreso al hotel. Voy a escuchar 
la Novena Sinfonía en el televisor, 
la transmiten en directo”, contestó. 
“¿Me permite que le acompañe?”, dije. 
Y se encogió de hombros. 

Pues aquí acaba todo. 
Nos sentamos ante el televisor. 
Escuchamos el golpe de la batuta 
sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió. 
Entonces, Ludwig van Beethoven 
se levantó y apagó el sonido. 
Ahora sí que el silencio era absoluto. 

Canturreaba a veces, levantaba la mano 
para indicar la entrada a los timbales 
en el Scherzo. Lloró con el adagio, 
enardeció cuando cantaba el coro 
las palabras de Schiller. 
Yo nunca podré oír, nadie podrá, 
lo que él oía. Finalizó el concierto. 
Fue entonces cuando se levantó, 
y se acercó al televisor, 
recuperó el sonido. 
Las cámaras enfocaban ahora 
al público enardecido. 
Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa, 
los aplausos que no podía oír en Viena, 
en mil ochocientos veinticuatro.


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