En un café recién estrenado (en Buenos Aires brotan como hongos después de un diluvio), en falsa escuadra contra una esquina, su ventanal de alta montaña vuelve lógico que la música consienta a descender a bajísimo volumen. Prima la vista –luz de lectura–, no el oído, pero la discreción de la radio permite nutrir la curiosidad del espía auditivo. Espionaje a escala privada, se entiende, inteligencia barrial, que ofrece sus recompensas si uno es suficiente mal lector como para mantener un ojo en el libro y una oreja apuntando hacia las mesas vecinas.
El primer regalo llega de parte de un ejecutivo alto con cara de petiso, como si un enano hubiera aterrizado en una silla después de ser lanzado por un cañón de circo. Miente un “soy reservado” y confiesa sin puntos y aparte visibles una accidentada historia familiar, ramificada a parientes de parientes, como si su orgiástico desorden de detalles inútiles fuera un privilegio para el estoico amigo que busca un rescatista entre los paseantes. No hay selección ni montaje: lo larga todo en inimputable derrame.
Todo lo contrario que un novelista como Javier Marías (se cumplieron dos años de su muerte), que en los tres tomos de Tu rostro mañana, mediante un clima de desconfiables agentes ingleses, tantea con pericia, una vez más, el dilema de contar y callar, es decir contar o restar, y las múltiples y equívocas razones para la confidencia o la contención. De allí que cundan nombres cambiados, pasados adulterados, la digresión culposa, el doble fondo de la lealtad, la triangulación entre vida secreta, memoria y extranjería (no siempre es más difícil crear un mundo propio en otra parte), que logran que nunca termine de empezar y sus finales perduren abiertos. Igual que su prosa de elegante acopio y melodioso reparto.
"El de entonces soy yo todavía, o si no soy él soy su prolongación, o su sombra, o su heredero, o su usurpador. No hay ningún otro que se le parezca tanto. Si no fuera yo, cosa que a veces llego a creerme, entonces él no sería nadie y resultaría que no habría ocurrido lo que ocurrió. Soy lo más parecido que queda a él, en todo caso, y a alguien deben pertenecer esos recuerdos. Al que no se mata se le impone seguir adelante, pero hay quien decide pararse y quedarse allí donde se quedaron otros, mirando al pasado, haciendo que siga siendo ficticio presente lo que el mundo dice que es pasado. Y así, resulta que lo que ocurrió se convierte en imaginario. Pero no para él, sino para el mundo. Sólo para el mundo, que lo abandona", inscribía Marías en una novela y seguimos leyendo.
Ondulación y caracoleo del estilo de quien se relee y recorrige, hasta rematar con un giro más antes del final de cada oración. Marías le rogaba a la percepción (y por ende a la línea) un bucle adicional; un tic que adoptó de su maestro Juan Benet. Trucos de espiralamiento que acaso lo hacían sentirse autorizado a rumiar sin fin, a infiltrar ensayismo en un relato. La malicia diría que hizo carrera con un solo rasgo de Shakespeare: variar, apilar, recargar. ¿El diccionario de Julio Casares a mano y en las sombras? Ese fraseo repatentado busca abarcar y envolver el tiempo, hacia atrás y hacia adelante, pendulando entre unas huellas y un destino. La consistencia y constancia del tono hacen pensar en novelas redactadas en una noche.
Aprendí a omitir el nombre de Marías –ojeo la puerta del café de tanto en tanto– ante ciertos colegas de fácil crispación y ceguera electiva. Pude avistar a mentes brillantes de mi generación destruidas por la droga de la envidia, y el renegado español Marías (como Vila-Matas) fue un blanco privilegiado, castigado con cuchilladas por arriba y abajo de mesas demasiado cuadradas. Se han reído a mares del autor de Todas las almas; siempre hay motivo, real o imaginario, para mofarse de un autor, para impostar superioridad, y hacen bien si la carcajada impide que el recelo les plante otro nido de víboras en su abdomen.
Está visto, por otra parte, que a menudo se produce un desfase entre los gustos cruzados de lectores afines de países distintos y misma lengua. Pero es que nada revela con tanta claridad que uno es muchos como la variedad de lecturas que acomete, algunas de aspecto incompatible, incluso en el interior de un mismo día.
Altivo pero impiadoso consigo mismo, el coleccionista Marías cortejó existencias imaginarias en sus ficciones limítrofes y barrió biografías –siempre hay una vida más para agenciarse, para cursar– en Negra espalda del tiempo, Vidas escritas, etc.. Quizá su proyecto consistió en aprender a murmurar algo de una vida aunque falte todo el resto. Solía subrayar los obstáculos que conspiran contra una obra, y la suya demostró otra cosa: una vez realizada, una obra parece obvia. (En verdad finge su obviedad, la actúa o sobreactúa). En un café –allí donde se rozan tantas trayectorias ajenas– se comprende mejor que leemos biografías, sus derivados y reversos, aprontándonos para cambiar de vida.
Fuente: https://www.clarin.com/revista-n
Por: Matías Serra Bradford. Editor de las páginas de Literatura y Libros de Revista Ñ. Es ensayista, narrador y traductor. Algunos de sus libros son: Nunca una vida sola, La biblioteca ideal, Cómo falsificar una sombra, Trece pintores lectores, La ingratitud del monstruo, Diario de un invierno en Tokio y Los aprendices de París.
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