En 2011, impartí una clase universitaria sobre el significado y el valor del trabajo. Era una clase de educación general, del tipo que los estudiantes dicen que tienen que “quitarse de en medio” antes de pasar a sus asignaturas principales. Pocos de los alumnos eran ávidos lectores, y muchos tenían trabajos que limitaban su tiempo de estudio.
Les asigné nueve libros. Sabía que era mucho pedir, pero los alumnos lo hicieron muy bien. La mayoría superó con buenas notas sus pruebas de lectura sobre Walden de Henry David Thoreau y La República de Platón. En clase, con los pupitres en círculo, mantuvimos animados debates.
Después de 13 años que incluyeron una pandemia y la llegada de la inteligencia artificial generativa, aquella lista de lecturas parece no solo ambiciosa, sino absurda. No he asignado un libro entero en cuatro años.
En todo el país, los profesores universitarios reportan un fuerte descenso en la disposición y capacidad de los estudiantes para leer por su cuenta. Para adaptarse, los instructores están asignando menos lecturas y dando a los alumnos tiempo en clase para completarlas.
Es tentador lamentar la muerte de una vía fiable de aprendizaje e incluso de placer. Pero empiezo a pensar que los alumnos que no leen responden racionalmente a la visión de la vida profesional que les vende nuestra sociedad. En esa visión, la productividad no depende del trabajo, y un sueldo tiene poco que ver con el talento o el esfuerzo. Durante décadas, se ha dicho a los estudiantes que la universidad trata de la preparación profesional y poco más. Y la tarea de descifrar el argumento de un autor no preparará a los estudiantes para prosperar en una economía que parece funcionar a base de vibras.
Los recientes anuncios de Apple Intelligence, una función de inteligencia artificial, dejan clara esta visión. En uno, la actriz Bella Ramsey utiliza la inteligencia artificial para encubrir el hecho de que no ha leído la propuesta que le envió su agente por correo electrónico. Funciona, y parece que el proyecto está en marcha. ¿En realidad es bueno el proyecto? No importa. Las vibras lo resolverán.
Incluso en las representaciones aparentemente verídicas de la vida laboral que ven los estudiantes, como los videos de “un día en mi vida” que fueron populares en TikTok hace un par de años, el trabajo intelectual parece opcional y los puestos corporativos de nivel básico parecen una serie de reuniones en azoteas, almuerzos gratuitos y horas felices de trabajo en equipo: menos un trabajo que un estilo de vida. Y, por supuesto, el trabajo de estilo de vida definitivo es ser un influente, una tentadora perspectiva que parece estar siempre a una sola publicación viral de distancia.
Los estudiantes universitarios más visibles son los grandes atletas, quienes hoy en día pueden ganar dinero —en algunos casos, millones de dólares— mediante acuerdos de patrocinio. Pero por mucho que estos estudiantes se esfuercen, sus ganancias no son oficialmente por su trabajo en el campo, sino por su comerciabilidad fuera de él.
Cuando los estudiantes se gradúan, los trabajos que más desean son los que ellos llaman con orgullo “campos para venderse” de las finanzas, la consultoría y la tecnología. Para los de fuera, estas industrias son abstractas y opacas, y se basan en la fanfarronería y la jerga. Sin embargo, una cosa es cierta: ahí es donde está el dinero.
En definitiva, parece como si el éxito no fuera fruto del conocimiento y la habilidad, sino de la suerte, la propaganda y el acceso a las empresas adecuadas. Si esa es la economía en la que los estudiantes creen que están entrando, ¿por qué deberían esforzarse en leer? De hecho, ¿cómo les preparará cualquier esfuerzo escolar para carreras en las que, aparentemente, no se recompensa el esfuerzo?
Ante todo esto, es fácil perder la fe en el aprendizaje humanístico. Las propias universidades ofrecen poco consuelo. Promueven constantemente la idea de que un título tiene que ver con el poder adquisitivo por encima de todo lo demás. Adoptan la cultura de los influentes y probablemente se benefician de fenómenos virales como Bama Rush. Desde luego, no ahuyentan a los reclutadores corporativos.
Pero la enseñanza es una profesión inherentemente esperanzadora, y por mucho que los estudiantes me preocupen, también me dan esperanza. A menudo veo a mis alumnos de escritura ir más allá de lo que es fácil o racional. Se entusiasman con sus proyectos de investigación; a veces incluso se plantean si utilizar un punto o un punto y coma para separar dos frases.
El hecho es que no todos los alumnos pretenden navegar en las vibras. Algunos quieren hacer un trabajo que genere algo más que dinero. Algunos licenciados en finanzas también. Y otros, Dios los bendiga, solo quieren aprender lo que puedan y preocuparse del trabajo después.
Depende de los estudiantes decidir si se resisten a la inercia intelectual. Lo único que puedo hacer es demostrar que merece la pena leer, hacer una pausa, pensar, revisar, releer, debatir y volver a revisar. Puedo, en el tiempo que los alumnos están conmigo, ofrecerles oportunidades de desafiar sus incentivos y ver qué ocurre.
Tengo que volver a asignar libros. Nueve son demasiados. ¿Pero uno? Pueden leer uno. El próximo semestre, lo harán.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Jonathan Malesic es autor de The end of Burnout. Enseña escritura en la Universidad Metodista del Sur.
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