La hazaña literaria que don Juan Manuel nos brinda en esta novela es, por mucho, digna de elogios, fijaciones, y otras tentativas de estimación por parte de afables cervantistas y quijotistas que en nuestra época desabundan, pero que obras experimentales como Don Quijote en Yanquilandia sonsacan a tales interesados, que suelen aventurarse a la empresa de estas controversias bibliofílicas. El libro narra la descabellada y cínica ocasión en que el Tío Sam, quien todo lo que quiere lo consigue, cual señor de Norteamérica, vuelve a la existencia al ilustre manchego Don Quijote y a su fiel escudero Sancho Panza; de quienes pondrá a prueba sus ya celebrados temperamentos y nobles correrías contra un mundo diferente, encantado por los avances tecnológicos, y desconocido por el irracional actuar de las nuevas gentes, gracias a las cuales lograrán recordado y renovado martirio aventurero. Sin duda, intenso trabajo aguarda al lector, a quien esta edición respaldará con debidas notas léxicas y correctivas para alivio del seso y mejora del intelecto a quien convenga en mejor modo.
LA SOMBRA DIVERSA DEL TÍO SAM:
LA BURLA EN JUAN MANUEL POLAR
La intención lúdica de Don Quijote en Yanquilandia(1925), continuación heterodoxa del peruano Juan Manuel Polar, está muy clara desde el prólogo («Al que leyere»):
Compuse este libro […] para gente aficionada a burlas y divertimiento, para palurdos taimados y plebeyos follones, para mozos alegres y si acaso para malandrines y amigos de embustes y aventuras, todos los cuales quiero creer que hallarán solaz y esparcimiento en esta inocente y peregrina historia.
Sin darse cuenta de «las curiosas muecas que hacían los renglones del zarandeado libro conteniendo la risa», el Tío Samuel, lector del libro de Cervantes, se siente retado «en son de burlas» por don Quijote. Según explica aquel a sus súbditos, este le ha sugerido en sueños que le resucite junto con su escudero. Asistido por un grupo de científicos, quema el libro para que sus cenizas sean el «primer componente de organismo humano en aquella famosa manipulación química» y alguien cree percibir en las llamas el efecto de una lengua burlona. Es el momento en que intervienen los espiritistas del equipo del Tío Samuel, que logran con sus invocaciones que los mismísimos don Quijote y Sancho Panza aparezcan ante todas las personas instruidas por su resucitador, a quien don Quijote, según lo que en él es costumbre, confunde inicialmente con un encantador.
Desde el primer momento es evidente la intención burlesca del Tío Samuel, que visita a sus huéspedes con su bella hija, «la muy celebrada doña Águila Americana, joven rubia y hermosa sobre toda ponderación», inmediatamente identificada como la enamorada Dulcinea por un don Quijote arrebatado por la cólera al que hay que reducir a base de manguerazos para diversión de todos.
Los protagonistas logran escapar del chalet en el que su anfitrión los tenía confinados para poder controlar mejor las burlas que urdía, y encuentran a dos jinetes de cuyas monturas se incautan convencidos de que se trata de Rocinante y el rucio (y ello aunque son dos caballos). De esta forma se topan con unos huelguistas que se manifiestan frente a su fábrica, y don Quijote, fiel a su misión de socorrer a los desvalidos, asume sus reivindicaciones y arremete contra el dueño, a quien derriba lanza en ristre, e incluso ataca a uno de los policías a caballo que venían a asistir al empresario con tan rara suerte que ambos terminan bajo las patas de los animales mientras los huelguistas se ríen sin tasa por el enfrentamiento entre su paladín y los agentes de la ley.
Mientras tanto, el Tío Samuel descubre la fuga de sus forzosos huéspedes y reacciona con estupefacción planteándose la posibilidad «de que viniese a resultar el burlador burlado, cosa que le sacaba de sus casillas» y ordena, pocas líneas después, que sean devueltos a su residencia y conducidos a la entrada del gran parque que la rodeaba con el fin de someterlos a «encuentros y aventuras que serían de grande novedad y esparcimiento». La primera peripecia será el encuentro con un caballo y un burro que el Tío Samuel había ordenado disponer en el parque y que Sancho Panza reputa sin reservas como los legítimos Rocinante y el rucio y como una evidencia de que han sido desencantados. Don Quijote se estrena en su nueva montura con una caída que contemplan el Tío Samuel y sus acompañantes, siempre ocultos entre el follaje para divertirse con las ocurrencias y dislates de los protagonistas.
La siguiente burla maquinada por los malintencionados anfitriones es el encuentro con el Caballero del Dóllar [sic], quien explica a don Quijote los propósitos que le mueven a él y a sus acompañantes: «hartos de oír hablar de cierto malhadado o malandante caballero que se dice invencible, andamos buscándolo por estos mundos y ¡pese a tal! que habremos de encontralle hasta vencelle y rendille». Don Quijote no tarda en saber que, por descontado, él es el caballero en cuestión. El enfrentamiento se produce y, pese a las fallidas previsiones de los burladores, que se las prometían muy felices, el Caballero del Dóllar es acometido y derribado por su rival, cuya clemencia imploran los acompañantes del vencido ante el riesgo de que la fiereza de don Quijote tenga un desenlace indeseado. Inmediatamente después sabemos por el narrador que el Caballero del Dóllar es el hijo del Tío Samuel, erróneamente convencido, junto con su padre, de que «entre los muchos jinetes de la comitiva atinarían sin peligro alguno a repetir una escena semejante a la del Caballero de la Blanca Luna».
Una nueva burla se presenta ante los ojos de los protagonistas con todos los ingredientes de una aventura caballeresca que se ajusta a la impenitente cosmovisión literaturizada de don Quijote, quien llega junto con Sancho Panza a las inmediaciones de una laguna en donde
vieron que había en la orilla un bajel, a modo de góndola veneciana, todo enlutado, con velas negras y caídas y con una bandera del mismo color, la cual bandera tenía en el medio un escudo bordado de oro con muchos cuarteles y lambrequines. Sentado en la proa estaba un barquero que parecía el propio Carón, según su aspecto más de fantasma que de hombre, con enlutados ropajes y en actitud tan dolorida y meditabunda como si allí estuviese esperando las almas de los difuntos para llevarlas al otro lado del Aqueronte.
Como cabe suponer, el barquero está aguardando desde hace siglos la aparición del caballero para quien, según las profecías, está reservada la aventura del desencanto del reino de Quivira, cuyos «sucesos famosos» y «desaforadas pendencias» comenzarán no bien don Quijote llegue a la orilla opuesta, y cuyo principal premio será la mano de la princesa encantada. Como también cabe suponer, Sancho Panza expone sus habituales dudas y reservas sobre la pertinencia de emprender una aventura tan incierta, aunque el oráculo insiste en que el desencantamiento de Quivira solo será posible si el escudero de don Quijote cumple la parte que le toca en «la misión que los oráculos le tienen encomendada». Las desconfianzas de Sancho dicen mucho de su perspicacia cuando afirma que «me están oliendo estas músicas a engañifa y artimañas de burladores y embusteros», pero la burla que han urdido el Tío Samuel y sus adláteres está muy bien elaborada y, no bien tomada la orilla, leemos pocas líneas después que, como respuesta al sonar de la trompeta del barquero, surgen de los árboles «seis mozos pintarrajeados, vestidos con calzas encarnadas y amarillos jubones» que amenazan con maniatar al escudero y poco después desaparecen al son de la misma trompeta que los convocó para demostrar al escéptico Sancho que su participación en la aventura no admite excusas.
Ya desembarcados en el fingido reino de Quivira, los protagonistas son recibidos por la «romería de las dueñas», que urgen a don Quijote a salvar a la princesa y, ante el compromiso que este renueva declinando en todo caso su mano por razones obvias, la tristeza del comité de bienvenida se torna en alegría y danza en torno al caballero y su escudero con desigual suerte para cada uno de los dos: al primero, las dueñas le dedican reverencias y al segundo le dispensan «golpecitos en las mejillas a uno y otro lado con unos abanicos de plumas que abrían y cerraban al compás de la música» y, por si fuera poco y pese a su indisimulada incomodidad, le llevan en volandas hasta llegar a la presencia del alcaide de un palacete, que certifica que, según la profecía, al día siguiente debería acometerse la aventura que conduciría al desencantamiento del reino. Es el punto en el que la ficción de los burladores se apoya en la pseudohistoricidad que sustentan «antiguos pergaminos recién hallados» según los cuales sabemos que el encantador pudo ser Merlín o Fristón, si no ambos. En todo caso, el alcaide remata la profecía en términos que, en sus primeras palabras, remiten muy claramente al estilo del original:
Nada más tengo que decir […] sino que mañana, así que Febo asome por Oriente su rubicunda faz, vuestra merced en este punto y hora, saldrá, si así lo dispone, en su caballo Rocinante y seguido del señor Panza, y tomando por la ruta de los Desafueros, que así se llama, se encontrará con enjambres de enemigos hasta topar con el monstruo que cuida del encantado reino Quivireño, trabando con él encarnizada batalla hasta vencelle o ser por el monstruo devorado, lo mismo que su escudero.
Para mayor garantía, las monturas de los protagonistas, que habían quedado en la otra orilla, han llegado a esta otra transportados en una nube de fuego bajo la protección de un encantador que protege a don Quijote. Todo está listo, pues, para librar la batalla contra el monstruo, a la que se dirigen animados en su momento por un grupo de enmascarados que, entre saltos y gritos, los instan a no deponer su determinación y seguir avanzando, y son relevados poco más adelante por otro grupo compuesto por figurantes vestidos como divinidades del bosque (mujeres gráciles y hermosas y hombres coronados con cornamentas de macho cabrío) «al estilo de la antigüedad pagana, detalle que pareció ser muy de gusto en el plan urdido por el Tío Samuel» que huyen despavoridos a tiempo de iniciarse una descarga de artillería de fogueo disparada con el ánimo de menguar el de don Quijote.
Este es el punto en el que la ficción autorial que despliega Polar, fiel al recurso a Cide Hamete Benengeli, se manifiesta con mayor originalidad describiendo las consecuencias que tiene en su labor de cronista su entusiasmo ante el arrojo de don Quijote, hasta el punto de que el narrador dice precisar el auxilio de especialistas para desentrañar el texto. La continuación de Polar, así, es la única del corpus estudiado en este trabajo en la que se pulsan expresamente los resortes de la metaficción:
Grandes encarecimientos hace Cide Hamete Benengeli al llegar a este punto de la historia de don Quijote, y se advierte que guiada su pluma por el natural entusiasmo que le inspiraba el andante caballero, trazó tan apriesa los signos arábigos […] que ha sido menester consultar calígrafos y peritos para poner en claro, si no el todo, al menos lo más sustancial y de mayor interés de esta parte de nuestro relato.
La descarga a la que antes nos referíamos anunciaba el ataque de un nutrido grupo de soldados de infantería, caballería y artillería que, a su debido tiempo, y como parte de la coreografía asociada a la burla, se retiran a toque de trompeta declarando la victoria de don Quijote. No ha tenido lugar aún la batalla con el monstruo del que habla la profecía, y los protagonistas se encuentran a continuación con una hermosa pastora a cargo de su rebaño que, siempre como parte de la misma maquinación burlesca, se encarga de contarles lo contrario de lo que hemos leído. Según su narración, don Quijote y Sancho Panza han sido derrotados por esos mismos ejércitos del reino que, según ya sabemos, se han batido en retirada. Sorprende la reacción sosegada y puesta en razón del caballero, curado de espanto ante «los embustes y supercherías que inventan aviesos malandrines que no se avienen con el ajeno merecimiento». No sorprende tanto, sin embargo, según todo lo que hemos leído hasta ahora, que los protagonistas sean llevados a una apacible granja para que don Quijote «pudiese descansar y reponerse de las fatigas del día, tomándose [el Tío Samuel] entre tanto el tiempo de que había menester para preparar nuevos planes y embelecos».
El día siguiente, por fin, será el de la batalla contra el monstruo, con el cual deberá encontrarse don Quijote en la ruta de los Desafueros y exactamente a mediodía. Todo tiene sentido, porque la ruta en cuestión es la línea del ferrocarril y la hora indicada es la del paso del tren, que aparece por el camino frente a los protagonistas «como bestia monstruosa, que echaba espesa y temerosa humareda»: el «fiero y alevoso vestiglo», en fin, que con el que don Quijote, sin ceder al temor, acepta enfrentarse para poner fin al encantamiento que pesa sobre el falso reino de Quivira mientras «multitud de espectadores asomaban sus cabezas entre los árboles del bosque contemplando en suspenso la nunca vista escena».
Todo vuelve a ser, por supuesto, parte de la misma coreografía burlesca, y el maquinista, advertido, es gracias a su pericia el artífice de «la simulación y apariencia de mayor interés y atractivo que jamás pudo verse». La bravura de don Quijote no cede ante una desproporción de la que, por supuesto, no es consciente en su desatino, y una y otra vez, caído y de nuevo a caballo, persiste en sus mandobles asestados a la locomotora hasta que los burladores, convenientemente caracterizados con el aparato que venimos viendo, lo declaran vencedor del vestiglo y autor del desencantamiento del reino y lo conducen ante «Su Majestad el Rey de Quivira y Yanquilandia y Señor de los Estados Unidos y sus dominios en las Américas», que no es otro que el mismísimo Tío Samuel convenientemente disfrazado, quien agradece su hazaña y despierta el recelo del avisado Sancho:
—No se ofenda la vuestra grandeza —contestó Sancho—, pero es la verdad que, salvando la pera y la peluca, cualquiera diría que nos dan gato por liebre o lo que es lo mismo, que vuesa merced es el propio Tío Samuel.
—¿Qué tío es ese? —preguntó el supuesto rey, mirando a sus cortesanos que ya empezaban a reírse.
—Pues es un Tío muy bellaco —contestó Sancho— y pícaro y encantador de los más fementidos y embusteros como que a mi amo y a mí nos han tenido embrujados.
Al final el Tío Samuel y don Quijote estrechan su mano y el primero ofrece al segundo acompañarle a bordo de un lujoso vagón del mismo tren que antes era vestiglo y que ahora, con tan ilustres ocupantes, inicia su marcha «con la majestad de una fiera descomunal y soberbia».
3.2. La recreación narrativa de Nicasio Pajares Don Quijote y Tío Sam (1930) no se presta fácilmente a la clasificación. De admitir alguna, se adscribiría a la categoría de las continuaciones heterodoxas toda vez que se basa en la intemporalidad de don Quijote sin que recibamos la menor explicación sobre las causas y circunstancias de esa intemporalidad y sin que podamos apreciar un anclaje muy elaborado con la obra original. Es importante recalcar el valor que, desde el primer momento de esta recreación atípica y extraña donde las haya, no por casualidad subtitulada «novela pseudohistórica y fantástica», adquiere don Quijote como símbolo aglutinador de la pluralidad identitaria española. España parece manifestarse, también simbólicamente, como una casa solariega que amenaza ruina. Ante esta situación es urgente actuar, y don Quijote, espoleado por su madre, convoca, entre otros personajes igualmente simbólicos, a don Xaume de Tarrasa, don Farruco del Agro, don Maolillo de Triana y don Iñasi de Guernica, representantes de las sensibilidades catalana, gallega, andaluza y vasca, y los conmina a superar su inactividad, su marasmo y sus diferencias uniendo sus esfuerzos en «la reconquista del mundo que fue nuestro con el arma prócer e invencible de nuestro idioma».
Embarcados en Clavileño, un hidroavión gigante pilotado por don Farruco, llegan a un lugar que identificamos con una selva hispanoamericana en donde don Quijote conoce al Tío Sam, que también viene a la conquista pertrechado con un talego y un látigo, trasuntos del dinero y la violencia, armas «harto innobles» frente a las que esgrime el caballero. Don Quijote no puede admitir que el Tío Sam atente contra su idioma, que es también su alma, pero no puede evitar por el momento su ventaja: «la Selva se entrega hoy a Sam, por su talego y por su fusta. Mi espíritu, nuestro fuerte y bello espíritu, no ha podido calar la epidermis correosa de la fauna aborigen». Así pues, don Quijote propone lanzarse a la conquista de París, a la que no se unen sus cuatro compañeros de viaje, desvinculados de cualquier empresa caballeresca y entregados a sus intereses, e invoca a Sancho, a quien añora en su empresa, seguro de que podrá premiarle con «una perla del mar Caribe» cuando el Tío Sam le restituya las ínsulas que le ha arrebatado.
Comienza entonces la segunda parte de la novela, desordenada cronológicamente y un tanto desquiciada en su planteamiento, en cuyas primeras líneas interviene un historiador español del año 2092 —nada menos— que se refiere al siglo XX como «una nueva Edad Media, ensombrecida por grandes hecatombes humanas», y la perspectiva de la narración se torna profética. Esto es posible porque el narrador de Don Quijote y Tío Sam es espiritista y cuenta con el auxilio de una médium que le permite acceder a un futuro en el que la diplomacia (doña Diplomacia), por cierto, cumple al revés su misión de preservar la cordialidad entre los seres humanos. Asistimos, pues, a las disparatadas profecías de la médium, y sabemos, por ejemplo, que en la primavera de 2002 el aviador Breogán Yáñez viajará al planeta Venus para traer a la Tierra a Afrodita II, diosa del momento. Sabemos también que a principios de 1945 se fragua una alianza entre Francia y Alemania (representados respectivamente por mademoiselle Mariana y Fritz Müller), líderes de Europa y opuestos al «nacionalismo cesarista» del signore Mandolini (probable trasunto de Mussolini).
Según este delirio profético (en esto bastante acertado, por cierto) los dirigentes del pueblo de John Bull, símbolo de Gran Bretaña, «ahondaron y ensancharon más el Canal» y «denostaron las mercancías —las que fabricaba el espíritu y las que construían las máquinas— que llevaban el marchamo “Mariana-Müller”». El Tío Sam, por su parte, está más interesado en la alianza con la Europa francoalemana que en su tradicional amistad con Gran Bretaña, que ahora se alía con «el Samuray [sic] amarillo» (108), símbolo de Japón. Ambos deben afrontar los inconvenientes del «grano rojizo» que le sale a Japón en la nariz: el Mandarín (trasunto de China), aliado a su vez del oso blanco siberiano (trasunto de la Unión Soviética), sostenido sin embargo por los Estados Unidos, «el Gran Banquero del Norte», matiz en el que la profecía desbarra singularmente. Un curioso galimatías, en fin, en el que el Tío Sam consigue terminar con las rivalidades bélicas, se une pacíficamente a Canadá (que aparece nombrada como la antigua Vinlandia) y se convierte en el gran árbitro internacional no solo por su preminencia económica, sino también por su superioridad técnica y cultural, acometiendo también la «higienización integral de Hispanoamérica» durante el último cuarto del siglo XX. En este momento se acuerda que toda guerra se hará por el aire y en el fondo del mar.
¿Y qué papel desempeña don Quijote en este delirio profético? Ahora Quijano (que no don Quijote) es el símbolo de España, que resiste junto con Gran Bretaña y con la ayuda de Estados Unidos la «gran avalancha roja» que inunda Europa desde el Este en 1970 gracias a la alianza de Rusia y China. De ahí saltamos sin fácil explicación a 2045, momento en el que la denominada Confederación Occidental de Europa acomete las obras de «fertilización intensiva del Sahara y demás grandes zonas arenosas», y después a 2061, cuando el mundo occidental reclama a China, ahora en discordia con Rusia, que ponga remedio a su excesiva fecundidad.
Volvemos atrás en el tiempo. España, a su vez, representada por Alonso Quijano el Bueno, reprocha a Estados Unidos que se haya aprovechado de Europa y protagoniza un extraordinario florecimiento, hasta el punto de que «fue la antigua España la que en 1965 sanó con su oxígeno espiritual el deprimido continente» curándolo de Norte a Sur con el alegre concurso de un grupo de artistas (una «cuadrilla terapéutica»).
La eficacia curativa de esta excursión continental se ve superada por un invento del químico Fernández: la Castañita F., arma letal cuya demoledora eficacia queda probada con la destrucción, en solo noventa segundos, de la Ciudad Universitaria de Madrid. La contundencia de esta arma es la garantía de que Quijano sea el único gobernante al que el Tío Sam no tiene más remedio que tratar de igual a igual, por más que el invento tan solo se vaya a emplear en obras de ingeniería. En todo caso España ejerce su superioridad de forma generosa y no reclama Gibraltar a Gran Bretaña, detalle que abona la alianza entre ambos países, clave de la resistencia contra el embate de Rusia y China al que nos referimos con anterioridad.
La alianza entre Estados Unidos, Gran Bretaña y España se sustancia en 2025 en El Toboso, la capital de España. Desde 2010 México ya forma parte de Estados Unidos, que en 2070 incorpora a sus dominios el hemisferio sur de América («la Gran Pera del Sur»), y Quijano le permite utilizar la Castañita F. en todas sus obras en América. Triunfa, en fin, la Alianza Triangular, conformada por Sam en la industria, Bull en la política y Quijano en el espíritu. La antigua España es ahora la Federación Anarco-Matriarcal Ibérica, cuya presidencia honorífica y perpetua ejerce don Quijote, en la que solo se trabaja ocho horas por semana; el resto puede dedicarse al ocio.
Tras una breve pausa en su trance, la médium prosigue con su visión profética, según la cual Quijano propone a sus amigos concluir con la vieja misión aún incumplida: «enseñarles a leer, y sobre todo a escribir, a esos buenos indígenas del Nuevo Continente», y esto será posible porque el Tío Sam es ahora su más aventajado discípulo. Ahora cuentan también con el concurso de Sancho Panza, a quien ha mandado llamar don Quijote para que, con sus conocimientos culinarios, contribuya a la causa, porque «la planta de la cultura no arraiga robusta en los estómagos vacíos». Don Quijote y sus amigos viajarán en Clavileño y Sancho en la avioneta Sanchica, y el justo pago a su lealtad consistirá en gobierno de la ínsula de la Perla del Caribe.
Fuente: https://www.redalyc.org/journal/5175/517567144062/html/
Por: Santiago López Navia
JUAN MANUEL POLAR VARGAS
(1868-1936) se dedicó a la educación y tuvo gran influencia en la vida cultural de Arequipa. Entre otros textos, publicó una novela y algunos relatos.
MÁS INFORMACIÓN
Autor(es): Juan Manuel Polar Vargas
Editorial: Trilobites
Páginas: 206
Tamaño: 13 x 20 cm.