sábado, 17 de julio de 2021

Cita DXCVII: La caída de Tenochtitlan. Réquiem por la capital mexicana

 

 
"El mercado de Tlatelolco", un extraordinario trabajo del gran artista
mexicano Diego Rivera, recreado en los muros del Palacio Nacional.


Tramada con la sustancia de los sueños, todo en esta historia es motivo de terror y encantamiento. En medio de un valle abrumador –bautizado alguna vez “la región más transparente”–y erigida sobre un lago como espejo de la bóveda celeste, se recortaban, sobre la pupila del viajero, los contornos de la ignota México-Tenochtitlan, capital del imperio azteca. Hablo de la Conquista de México y la caída de su capital originaria, de la que se cumplen 500 años el próximo 13 de agosto. Han sido cinco siglos que amalgamaron la sociedad colonial conocida como Nueva España y que a partir de 1810 firmaría su acta de nacimiento, sentando la raíz del México contemporáneo, hoy estragado por tantos flancos pero no tan sorprendente para los tiempos de la historia. En rigor, el país lleva menos tiempo siendo independiente que los tres siglos que vivió como Colonia. Fiel a ciertos arquetipos históricos, no es casual que México celebre el evento trágico, la sangrienta derrota.

“Fue levantada sobre las ruinas de México -Tenochtitlan, la ciudad azteca, que a su vez fue levantada a semejanza de Tula, la ciudad Tolteca, construida a semejanza de Teotihuacán, la primera gran ciudad del continente americano”, escribe Octavio Paz; esto hace que a su vez recorrer la ciudad actual –esa forma mexicana del quebranto– sea siempre un viaje por el tiempo. Solo de esa manera es posible entender que en una casa de los tiempos del virreinato –construida sobre lo que fue el Templo Mayor–hoy se venda software americano, piratería coreana y pornografía japonesa.

En el afán de ordeñar un mito, el gobierno del presidente Manuel López Obrador viene celebrando también con diversas acciones la fecha de 1321, buscando establecer de un plumazo los 700 años justos de la improbable fundación de la ciudad originaria. Ha habido actos con collares de flores e himnos en lenguas nativas, con la asistencia de autoridades indígenas y de figuras de la política internacional, como la ex presidente brasileña Dilma Rouseff. Se trata de una iniciativa tan inexacta como grotesca y los académicos serios no han dejado de señalárselo, mediante artículos y seguidillas de tuits.

Una ciudad sobre el agua

Presa de la fascinación, así describió el soldado Bernal Díaz del Castillo la capital: “Desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y templos y edificios que tenían dentro del agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños”.

Dominada por dos volcanes imponentes, Tenochtitlan fue un poema hecho de calzadas, lagunas, canales y canoas, demasiado pronto trastocado en pesadilla. Aquella visión material de una civilización sofisticada y sanguinaria –voraz es el designio que alimenta los imperios–, epicentro del llamado Nuevo Mundo, donde el sol regía como un tirano y se hablaban (y escribían) floridas lenguas inauditas, fue el escenario de una destrucción inmisericorde que dio lugar a una nueva concepción del universo, ensanchando los límites de la conciencia planetaria.

“El pasado es un lugar extraño; hacen las cosas distintas allí”, dice una frase de L. P. Hartley que alumbra el caso mexicano, donde pocas cosas tienen tanto porvenir como el pasado. Esta condición fue entrevista por agudas sensibilidades extranjeras pero pocos con la sagacidad de Luis Cernuda. “En México el pasado es pasado para los extraños: no para el mexicano, y menos para el indio; para éstos es una actitud presente. En México la gente no recuerda el pasado: lo vive y hasta da la impresión de que lo proyecta como una posibilidad de futuro”.

Barroco entreverado, el misterio de México encandila desde el vamos. “Ombligo de la luna” fue el nombre con que bautizaron a su tierra los primeros moradores de Tenochtitlan, levantada entre pantanos arcillosos, lugar cuya población, al momento de la llegada de los europeos, se estimaba entre 250 y 300 mil habitantes (si bien el antropólogo Jacques Soustelle consideraba, contando las zonas ribereñas y las islas aledañas, que el número podría haberse extendido hasta 700 mil, ocasionando una imagen de vértigo de lo que pudo haber sido la zona conurbada de “la Gran Tenochtitlan”). En honor a la precisión histórica, se trataba más de la ciudad dominante dentro de la llamada Triple Alianza, una confederación de ciudades-Estado que gobernaba todo el altiplano y se extendía desde las riberas del Atlántico hasta las del Pacífico.

De ninguna manera las cifras pueden ser irrelevantes. Para la época, ni Venecia ni París –y mucho menos Londres, Roma o Sevilla– podrían haberse acercado siquiera a la densidad de la primera capital del Nuevo Mundo. Escribe al respecto Serge Gruzinski en su extraordinario ensayo El águila y el dragón: “A fuerza de comparar las ciudades mexicanas con las ciudades de Europa, Asia y África, el pensamiento sustituye los horizontes ibéricos o mediterráneos con unos horizontes planetarios. Esa mutación explica que América, captada en su forma mexicana y, después, continental, pueda ejercer un impulso fundamental en el surgimiento de una conciencia-mundo”. Esta conciencia nacería y crecería esencialmente como conflicto, puesto que la Conquista dio pie a un ethos colonial representado por una ciudad superpuesta y hecha a la medida de la estupidez peninsular, proyecto urbano que a partir del siglo XVI se dedicaría a drenar los cuerpos de agua sobre los que descansaba la ciudad, dando forma a la urbe prototípica de la Colonia.

Hace largo tiempo que el paisaje urbano de la Ciudad de México es un colapso irredimible, a causa de la escasez de agua, el infernal parque automotor, una densidad poblacional en permanente crecimiento exponencial y, sobre todo, debido a una distopía arquitectónica criminal como único horizonte posible para la mayoría de sus habitantes, infiernos mutuamente potenciados que se alimentan de aquella nefasta idea que desecó los lagos y entubó los ríos que alimentaban a la ciudad. Más que buena era la idea, concebida por los arquitectos Alberto Kalach y Teodoro González de León, de reconfigurar la Ciudad Lacustre de los mexicas, recuperando los vastos cuerpos de agua originales. Esa utopía urbana realista fue desechada para construir segundos pisos de rutas sobre el anillo de autopista del periférico.

¿Qué conmemoramos en la caída de Tenochtitlan? Mucho y poco al mismo tiempo, en el actual contexto de zozobra profunda. Ante la presente emergencia de un verdadero estado post-nacional, parece imponerse como única vía posible imaginar y vertebrar nuevas formas de comunidad, volver –primero como especulación y luego como ensayo político, social y antropológico– a regionalismos e identificaciones previas a la división política surgida del siglo XIX. No es tan ilusorio favorecer formas primitivas de organización social que se comuniquen entre sí; imaginemos un conjunto de villorrios autodefendidos y sustentables, con una visión mutualista, en aras de recomponer el tejido social. Imaginemos cuerpos plurales a la manera de los indios: dar cabida a una visión de Vida Nueva, capaz de atender a los postulados de las perspectivas amerindias, entre otros encuadres filosóficos.

Es probable que lo mejor que pueda hacerse con la idea del México contemporáneo afianzado en el siglo XX sea ayudarlo a bien morir, sincerando que una parte significativa del territorio se ha convertido hace tiempo en una fosa clandestina. Nuestra tierra son también esas tumbas sin nombre, a las que distintos grupos de madres con hijos desaparecidos, quienes, ante la ausencia o contubernio de las autoridades –y con los medios más precarios–, se han dedicado a ubicar con el fin de identificar los cuerpos de sus hijos. México es también este infierno escatológico que estremece.

No es fácil hablar de la caída y extinción de una ciudad, sobre todo si en esa derrota –cuyos testimonios marcaron una deontología a partir de los testimonios indígenas compilados y traducidos por Miguel León-Portilla con el título Visión de los vencidos– llegan como los derelictos de un naufragio a las costas del presente.

Por ello tampoco es casual que el descarnado testimonio de la caída de México-Tenochtitlan haya sido narrado como nadie por Elena Garro, una de las escritoras más sofisticadas de la lengua, madre original de lo real calamitoso, en ese relato perfecto llamado “La culpa es de los tlaxcaltecas”: “Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como esa”.

Conviene, sin embargo, ser precisos, puesto que pocas figuras han sido tan malentendidas y manipuladas como la Malinche (Malintzin era su nombre), aquella legendaria intérprete que ayudó a Cortés a abrirse paso entre los pueblos y lenguas dominados por los aztecas. Sin su resentimiento y rencores en carne viva, la Conquista habría sido no solo improbable sino imposible, como lo señaló Tzvetan Todorov en La conquista de América. “Es seguro que la Malinche no se contenta con traducir las palabras, sino que opera una especie de conversión cultural”, escribe; una conversión que nace de una idea del mundo como traducción, es decir, el mundo como entramado de signos en rotación.

Ajena durante mucho tiempo al arquetipo de una protofeminista, la Malinche –esclava primero, traductora después, amante de Cortés y finalmente esposa de uno de sus capitanes– hoy es una figura central y compleja sin la cual no puede entenderse el alguna vez llamado “encuentro de dos mundos”, ese ejercicio permanente de traducción y destrucción. Pero ¿hubo traición en ella?, inquiere de nuevo Octavio Paz. “La gran traición con que comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses. Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su caída”.

Por su parte, Gruzinski apuntala, preciso: “Lo que decidirá la suerte de esa región del mundo es, antes que la superioridad muy relativa de los españoles, la fragmentación política del mundo mesoamericano; a lo que se añade su extraordinaria fragilidad inmunológica, frente a las patologías originarias de la parte euroasiática del mundo”. Por último, la lingüista y traductora mixe Yásnaya Aguilar escribe con lucidez: “Lo que rememoramos este año es la caída de una ciudad que en la historia oficial marca la rendición inmediata de todo el territorio. Pero no fue así, no hubo una conversión inmediata de todos los pueblos y todos los territorios en sujetos de la corona española, el 13 de agosto de 1521 no se convirtieron en pueblos vencidos todos los pueblos originarios de lo que ahora llamamos México”. Y es que hace mucho tiempo que es un territorio polimorfo y herido que no cabe en un estado, un orden colonialista que –continúa Aguilar– “se perfeccionó y se continúa hasta la actualidad mediante un proyecto de genealogía criolla llamada Estado mexicano. Este no negó el orden colonial, fue más bien su continuación”.

Para sobrevivir en el presente, a 500 años de un evento fundante que no termina de suceder, acaso solo quede aferrarnos a la vorágine del polvo y su letanía, al cobijo de los muertos, los susurros y la memoria de lo todo que ha sido, sólo para renacer después, en el recuerdo de una ciudad inmanente que permanece y se disipa, como una niebla vagabunda.

 

Fuente: https://www.clarin.com

Por: Rafael Toriz

 

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