jueves, 1 de agosto de 2019

Poeta 350: César A. Rodríguez Olcay


CÉSAR A. RODRÍGUEZ OLCAY 

(*Arequipa, 26 de agosto de 1889 - † Lima, 12 de marzo de 1972), fue un poeta peruano. Por su “lacia cabellera y su faz de nigromante andino”, Percy Gibson lo bautizó como César "Atahualpa".

Hijo de César Rodríguez y Mercedes Olcay, egresó del Colegio Nacional de la Independencia Americana (1906), se trasladó a Lima e inició estudios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero hubo de volver a su ciudad natal debido a dificultades económicas. Durante algunos años trabajó como amanuense en una escribanía; y luego entró al servicio de la Biblioteca Municipal, cuya dirección ejerció durante más de cuatro décadas (1916-1959).

En su natal Arequipa integró el Grupo Aquelarre, con aspiraciones netamente modernistas, conformada por una generación variopinta, pero con una misma inquietud de cambio: Percy Gibson, Federico Agüero Bueno, Miguel Ángel Urquieta, Belisario Calle, Renato Morales de Rivera, entre otros. Este grupo arequipeño tuvo cercanía con el grupo Colónida que fundara Abraham Valdelomar, quien los visitó en 1910 y 1919.

Editó La Anunciación (1916), en colaboración con Alberto Hidalgo; y participó en la publicación de El Aquelarre (1917), que difundió la voz de los escritores de su generación.

En su cargo de bibliotecario desplegó una tenaz labor de acopio y difusión cultural, alternándola con la satisfacción de su ansia de saber; y la Universidad Nacional de Arequipa le confió la cátedra de Historia de la Literatura (1930).

Cultivó la poesía, la narración y el ensayo, broquelando un estilo caracterizado por la profundidad y el casticismo. Falleció el 12 de marzo de 1972.

ORACIÓN

Cristo
hace ya rato
que el mundo te ha visto;
y que el hombre, animal insensato,
queriendo materializarte, para mirarte
ha pintado su propio retrato.

Te puso cara compungida
y contusiones sanguinolentas

A ti que eres la vida,
te hizo vivir escenas cruentas
y te metió en las fauces del delito:
y como muere todo lo que existe
para que tú existieras, moriste
con el párpado marchito.

Así son todas las normas
de esta criatura falible.
El hombre, pensador de formas,
busca siempre de lo imposible lo posible.

Cuando se lanza en otras aventuras
y el infinito se niega a sus miradas,
con sus medidas rígidas y duras
todo lo mide por pulgadas.

Y Tú que no tienes porte,
¡Dios inmenso!
¿Con qué herramienta quieres que te corte
para que quepas donde pienso?
Estoy jadeante de fatiga
como el que acaba de hacer una hazaña.

¿No me has sentido? Soy hormiga
que te subí, creyéndote montaña.

Y no eres, no, montaña ni acomodo,
ni campo de medir mostrenco.

Como la parte no conoce al todo,
te percibo en el aire azulenco,
en el hilo de luz mañanero
que me lleva como una vasija,
en el labio de mi hija,
en diciembre y enero.

Los que te buscan sólo a ratos
y creen conocerte,
son los mismos que le pidieron a Pilatos,
tu muerte.

Ellos te oran y te llaman
en el momento decisivo,
ellos por miedo te aman
yo, Cristo, te vivo.  

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