TRADICIONES PERUANAS DE RICARDO PALMA
I
El mes de diciembre de 1821 principiaba tomando el ejército español, mandado personalmente por el virrey La-Serna la ofensiva sobre el ejército patriota, a órdenes del bravo general Sucre, ese Bayardo de la América.
Ambos ejércitos marchaban paralelamente y casi a la vista, separados por el caudaloso río Pampas, y cambiándose de vez en cuando algunos tiros. El jefe español se proponía, ante todo, cortar la comunicación de los patriotas con Lima, a la vez que forzar a éstos a descender al llano abandonando las crestas de Matará.
Sucre, comprendiendo el propósito del enemigo, se apresuró a ganar el día 3 la quebrada de Corpahuaico; y habían avanzado camino en ella las divisiones de vanguardia y centro, cuando la retaguardia fue bruscamente atacada por las tropas de Valdez, el más inteligente y prestigioso de los generales españoles. Los patriotas perdieron en esa jornada todo el parque, uno de los cañones que formaban su artillería y cerca de trescientos hombres. El desastre habría sido trascendental si el batallón Vargas, mandado por el comandante Trinidad Morán, no hubiera desplegado heroica bizarría, dando con su resistencia tiempo para que el ejército acabase de pasar el peligroso desfiladero.
¡Triste burla de la suerte! Treinta años después, el 3 de diciembre de 1854, el general D. Trinidad Morán era fusilado en la plaza de Arequipa, en el mismo día aniversario de aquel en que salvó al ejército patriota y con él acaso la independencia de América.
El 8 las tropas realistas, ocupando las alturas de Pacaicasa y del Cundurcunca (cuello de cóndor), tenían cortada para los patriotas la comunicación con el valle de Jauja. Los independientes tomaban posiciones primero en Tambo-Cangallo, después en el pueblecito de Quinua, a cuatro leguas de Huamanga, y finalmente, a la falda del Cundurcunca, Retirarse sobre Ica o retroceder camino del Cuzco era, si no imposible, plan absurdo.
El ejército del virrey se componía de doce batallones de infantería, cinco cuerpos de caballería y catorce cañones. Su fuerza efectiva era de nueve mil trescientos hombres.
Los patriotas contaban sólo con diez batallones, cuatro regimientos de caballería y un cañón que, como recuerdo glorioso, se conservaba hasta 1881 en el museo del cuartel de artillería de Lima. Total, cinco mil ochocientos hombres.
Inmensa, como se ve, era la superioridad de los españoles; pero cada hora que corría sin combatir hacía más aflictiva la situación del reducido ejército patriota en el que, para mayor conflicto, sólo había carne para racionar a la tropa por uno o dos días más.
El general La-Mar se dirigió a una choza de pastores que servía de alojamiento a Sucre. Éste le tendió afectuosamente la mano y le dijo:
-¡Y bien, compañero! ¿Qué haría usted en mi condición?
-Dar mañana la batalla, y vencer o morir -contestó La-Mar.
-Pienso lo mismo, y me alegro de que no haya discrepancia en nuestra manera de apreciar la situación.
Y Sucre salió a la puerta de la choza, llamó a su ayudante y le dio orden de convocar inmediatamente para una junta de guerra a los principales jefes del ejército.
Una hora después, los generales Sucre, La-Mar, Córdova, Miller, Lara y Gamarra, que era el jefe de Estado Mayor, y los comandantes de cuerpo se encontraban congregados a la puerta de la choza, sentados sobre tambores e improvisados taburetes de campaña.
El mes de diciembre de 1821 principiaba tomando el ejército español, mandado personalmente por el virrey La-Serna la ofensiva sobre el ejército patriota, a órdenes del bravo general Sucre, ese Bayardo de la América.
Ambos ejércitos marchaban paralelamente y casi a la vista, separados por el caudaloso río Pampas, y cambiándose de vez en cuando algunos tiros. El jefe español se proponía, ante todo, cortar la comunicación de los patriotas con Lima, a la vez que forzar a éstos a descender al llano abandonando las crestas de Matará.
Sucre, comprendiendo el propósito del enemigo, se apresuró a ganar el día 3 la quebrada de Corpahuaico; y habían avanzado camino en ella las divisiones de vanguardia y centro, cuando la retaguardia fue bruscamente atacada por las tropas de Valdez, el más inteligente y prestigioso de los generales españoles. Los patriotas perdieron en esa jornada todo el parque, uno de los cañones que formaban su artillería y cerca de trescientos hombres. El desastre habría sido trascendental si el batallón Vargas, mandado por el comandante Trinidad Morán, no hubiera desplegado heroica bizarría, dando con su resistencia tiempo para que el ejército acabase de pasar el peligroso desfiladero.
¡Triste burla de la suerte! Treinta años después, el 3 de diciembre de 1854, el general D. Trinidad Morán era fusilado en la plaza de Arequipa, en el mismo día aniversario de aquel en que salvó al ejército patriota y con él acaso la independencia de América.
El 8 las tropas realistas, ocupando las alturas de Pacaicasa y del Cundurcunca (cuello de cóndor), tenían cortada para los patriotas la comunicación con el valle de Jauja. Los independientes tomaban posiciones primero en Tambo-Cangallo, después en el pueblecito de Quinua, a cuatro leguas de Huamanga, y finalmente, a la falda del Cundurcunca, Retirarse sobre Ica o retroceder camino del Cuzco era, si no imposible, plan absurdo.
El ejército del virrey se componía de doce batallones de infantería, cinco cuerpos de caballería y catorce cañones. Su fuerza efectiva era de nueve mil trescientos hombres.
Los patriotas contaban sólo con diez batallones, cuatro regimientos de caballería y un cañón que, como recuerdo glorioso, se conservaba hasta 1881 en el museo del cuartel de artillería de Lima. Total, cinco mil ochocientos hombres.
Inmensa, como se ve, era la superioridad de los españoles; pero cada hora que corría sin combatir hacía más aflictiva la situación del reducido ejército patriota en el que, para mayor conflicto, sólo había carne para racionar a la tropa por uno o dos días más.
El general La-Mar se dirigió a una choza de pastores que servía de alojamiento a Sucre. Éste le tendió afectuosamente la mano y le dijo:
-¡Y bien, compañero! ¿Qué haría usted en mi condición?
-Dar mañana la batalla, y vencer o morir -contestó La-Mar.
-Pienso lo mismo, y me alegro de que no haya discrepancia en nuestra manera de apreciar la situación.
Y Sucre salió a la puerta de la choza, llamó a su ayudante y le dio orden de convocar inmediatamente para una junta de guerra a los principales jefes del ejército.
Una hora después, los generales Sucre, La-Mar, Córdova, Miller, Lara y Gamarra, que era el jefe de Estado Mayor, y los comandantes de cuerpo se encontraban congregados a la puerta de la choza, sentados sobre tambores e improvisados taburetes de campaña.
II
Una ligera noticia biográfica de los principales miembros de la junta de guerra paréceme que viene aquí como anillo en dedo.
Antonio José de Sucre nació en Cumaná en 1793, y desde la edad de diez y seis años se enroló en las filas patriotas. En 1813 mandaba ya un batallón. Desde la batalla de Pichincha empezó a figurar como general en jefe. Siendo, en 1828, presidente de Bolivia, envió su poder a un amigo para contraer matrimonio, en Quito, con la marquesa de Solanda, y ¡curiosa coincidencia! el mismo día, 18 de abril, en que se celebraba la ceremonia nupcial, era Sucre herido, en Chuquisaca, al sofocar un movimiento revolucionario. El gran mariscal de Ayacucho fue villanamente asesinado el 4 de junio de 1830, en la montaña de Berruecos.
D. José de La-Mar nació en Guayaquil en 1777, y fue llevado por uno de sus deudos a un colegio de Madrid. En 1794, entró en la carrera militar e hizo la campaña del Rosellón al lado del limeño conde de la Unión que mandaba en jefe el ejército español. En el sitio de Zaragoza era ya coronel y muy querido de Palafox. Defendiendo un fuerte cayó mortalmente herido, y su curación fu penosísima. En Valencia mandó después un cuerpo de cuatro mil hombres y, tomado prisionero, el mariscal Soult lo remitió al depósito de Dijón. En 1814, Fernando VII lo ascendió a general y lo envió al Perú con alto destino militar. En 1823 elevó su renuncia ante el virrey La-Serna, y aceptada por éste y desligado de todo compromiso con España, tomó servicio en favor de la causa americana. Presidente constitucional del Perú, en 1828, fue derrocado por la más injustificable revolución, y murió desterrado en San José de Costa Rica, en 1830.
El granadino José María Córdova nació en 1800, y en 1822 era general de brigada en premio de su bravura en Boyacá y otros combates. En el mismo campo de Ayacucho fue ascendido a general de división, y cuando acompañando a Bolívar en su paseo triunfal hasta Potosí, el vecindario del Cuzco obsequió al libertador una corona de oro y piedras preciosas, éste no la aceptó y la puso sobre la cabeza de Córdova. La guerra civil se enseñoreó de Colombia en 1829, y Córdova fue asesinado después de una derrota.
Agustín Gamarra nació en el Cuzco en 1785, y aunque sus padres pretendieron hacer de él un teólogo, abandonó el colegio y sentó plaza de cadete en el ejército español, alcanzando en él hasta comandante. Proclamada en 1821 la independencia, tomó servicio con los patriotas, que lo reputaban, después de Sucre y La-Mar, como el militar más competente en materia de organización, disciplina y estrategia. Entrado ya el Perú en el régimen constitucional, fue perenne perturbador del orden y vivió siendo siempre o presidente o conspirador. Tuvo gloriosa muerte en el campo de batalla de Ingavi, en 1840.
Una ligera noticia biográfica de los principales miembros de la junta de guerra paréceme que viene aquí como anillo en dedo.
Antonio José de Sucre nació en Cumaná en 1793, y desde la edad de diez y seis años se enroló en las filas patriotas. En 1813 mandaba ya un batallón. Desde la batalla de Pichincha empezó a figurar como general en jefe. Siendo, en 1828, presidente de Bolivia, envió su poder a un amigo para contraer matrimonio, en Quito, con la marquesa de Solanda, y ¡curiosa coincidencia! el mismo día, 18 de abril, en que se celebraba la ceremonia nupcial, era Sucre herido, en Chuquisaca, al sofocar un movimiento revolucionario. El gran mariscal de Ayacucho fue villanamente asesinado el 4 de junio de 1830, en la montaña de Berruecos.
D. José de La-Mar nació en Guayaquil en 1777, y fue llevado por uno de sus deudos a un colegio de Madrid. En 1794, entró en la carrera militar e hizo la campaña del Rosellón al lado del limeño conde de la Unión que mandaba en jefe el ejército español. En el sitio de Zaragoza era ya coronel y muy querido de Palafox. Defendiendo un fuerte cayó mortalmente herido, y su curación fu penosísima. En Valencia mandó después un cuerpo de cuatro mil hombres y, tomado prisionero, el mariscal Soult lo remitió al depósito de Dijón. En 1814, Fernando VII lo ascendió a general y lo envió al Perú con alto destino militar. En 1823 elevó su renuncia ante el virrey La-Serna, y aceptada por éste y desligado de todo compromiso con España, tomó servicio en favor de la causa americana. Presidente constitucional del Perú, en 1828, fue derrocado por la más injustificable revolución, y murió desterrado en San José de Costa Rica, en 1830.
El granadino José María Córdova nació en 1800, y en 1822 era general de brigada en premio de su bravura en Boyacá y otros combates. En el mismo campo de Ayacucho fue ascendido a general de división, y cuando acompañando a Bolívar en su paseo triunfal hasta Potosí, el vecindario del Cuzco obsequió al libertador una corona de oro y piedras preciosas, éste no la aceptó y la puso sobre la cabeza de Córdova. La guerra civil se enseñoreó de Colombia en 1829, y Córdova fue asesinado después de una derrota.
Agustín Gamarra nació en el Cuzco en 1785, y aunque sus padres pretendieron hacer de él un teólogo, abandonó el colegio y sentó plaza de cadete en el ejército español, alcanzando en él hasta comandante. Proclamada en 1821 la independencia, tomó servicio con los patriotas, que lo reputaban, después de Sucre y La-Mar, como el militar más competente en materia de organización, disciplina y estrategia. Entrado ya el Perú en el régimen constitucional, fue perenne perturbador del orden y vivió siendo siempre o presidente o conspirador. Tuvo gloriosa muerte en el campo de batalla de Ingavi, en 1840.
III
La junta de guerra decidió por unanimidad de votos dar la batalla en la mañana del siguiente día.
Terminada la sesión, Sucre llamó a su asistente y le dijo: «Sirve las once a estos caballeros».
Y volviéndose a sus compañeros de junta, añadió: «Conténtense ustedes con mis pobrezas, que para festines tiempo queda si Dios nos da mañana la victoria y una bala no nos corta el resuello».
Y el asistente puso sobre un tambor una botella de aguardiente, un trozo de queso, varios panes y una chancaca.
-¡Banquete de príncipes golosos! -exclamó Córdova.
-No moriremos de indigestión -dijo La-Mar, poniendo una rebanada de queso dentro de un pan y cortando con el cuchillo un trocito de chancaca.
A este tiempo el coronel O'Connor, primer ayudante de Estado Mayor, se acercó a Sucre, preguntándole:
-Mi general, ¿quiere usía dictarme el santo y seña que se ha de comunicar al ejército?
-¡Ahítate, glotón! Pan, queso y raspadura(5) -continuó diciendo La-Mar y pasando a Miller la ración que acababa de arreglar.
-¡Pan, queso y raspadura! -repitió el gallardo inglés aceptando el agasajo-. ¡Very well! ¡Muchas gracias!
Sucre se volvió hacia Miller, y le dijo sonriendo:
-¿Qué ha dicho usted, general?
-¡Nothing! ¡Nada! ¡Nada! Pan, queso y raspadura...
-Coronel O'Connor, ahí tiene usted el santo, seña y contraseña precursores del triunfo.
Y sacando Sucre del bolsillo su librito de memorias, arrancó una página y escribió sobre ella con lápiz:
La junta de guerra decidió por unanimidad de votos dar la batalla en la mañana del siguiente día.
Terminada la sesión, Sucre llamó a su asistente y le dijo: «Sirve las once a estos caballeros».
Y volviéndose a sus compañeros de junta, añadió: «Conténtense ustedes con mis pobrezas, que para festines tiempo queda si Dios nos da mañana la victoria y una bala no nos corta el resuello».
Y el asistente puso sobre un tambor una botella de aguardiente, un trozo de queso, varios panes y una chancaca.
-¡Banquete de príncipes golosos! -exclamó Córdova.
-No moriremos de indigestión -dijo La-Mar, poniendo una rebanada de queso dentro de un pan y cortando con el cuchillo un trocito de chancaca.
A este tiempo el coronel O'Connor, primer ayudante de Estado Mayor, se acercó a Sucre, preguntándole:
-Mi general, ¿quiere usía dictarme el santo y seña que se ha de comunicar al ejército?
-¡Ahítate, glotón! Pan, queso y raspadura(5) -continuó diciendo La-Mar y pasando a Miller la ración que acababa de arreglar.
-¡Pan, queso y raspadura! -repitió el gallardo inglés aceptando el agasajo-. ¡Very well! ¡Muchas gracias!
Sucre se volvió hacia Miller, y le dijo sonriendo:
-¿Qué ha dicho usted, general?
-¡Nothing! ¡Nada! ¡Nada! Pan, queso y raspadura...
-Coronel O'Connor, ahí tiene usted el santo, seña y contraseña precursores del triunfo.
Y sacando Sucre del bolsillo su librito de memorias, arrancó una página y escribió sobre ella con lápiz:
PAN, QUESO Y RASPADURA
Tal fue el santo, seña y contraseña del ejército patriota al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho.
IV
La batalla de Ayacucho tuvo, al iniciarse, todos los caracteres de un caballeresco torneo.
A las ocho de la mañana del 9 de diciembre el bizarro general Monet se aproximó con un ayudante al campo patriota, hizo llamar al no menos bizarro Córdova, y le dijo:
-General, en nuestro ejército como en el de ustedes hay jefes y oficiales ligados por vínculos de familia o de amistad íntima: ¿sería posible que, antes de rompernos la crisma, conversasen y se diesen un abrazo?
-Me parece, general, que no habrá inconveniente. Voy a consultarlo -contestó Córdova.
Y envió a su ayudante donde Sucre, quien en el acto acordó el permiso.
Treinta y siete peruanos entre jefes y oficiales, y veintiséis colombianos, desciñéndose la espada, pasaron a la línea neutral donde, igualmente sin armas, los esperaban ochenta y dos españoles.
Después de media hora de afectuosas expansiones regresaron a sus respectivos campamentos, donde los aguardaba el almuerzo.
Concluido éste, los españoles, jefes, oficiales y soldados, se vistieron de gran parada, en lo que los patriotas no podían imitarlos por no tener más ropa que la que llevaban puesta.
Sucre vestía levita azul cerrada con una hilera de botones dorados, sin banda, faja ni medallas, pantalón azul, charreteras de oro y sombrero apuntado con orla de pluma blanca. El traje de La-Mar se diferenciaba en que vestía casaca azul en lugar de levita. Córdova tenía el mismo uniforme de Sucre y, en vez de sombrero apuntado, un jipijapa de Guayaquil.
A las diez volvió a presentarse Monet, a cuyo encuentro adelantó Córdova.
-General -le dijo aquél-, vengo a participarle que vamos a principiar la batalla.
-Cuando ustedes gusten, general -contestó el valiente colombiano-. Esperaremos para contestarle a que ustedes rompan los fuegos.
Ambos generales se estrecharon la mano y volvieron grupas.
No pudo llevarse más adelante la galantería por ambas partes.
A los americanos nos tocaba hacerlos honores de la casa, no quemando los primeros cartuchos mientras los españoles no nos diesen el ejemplo.
En Ayacucho se repitió aquello de: A vous, messieurs les anglaises, que nous sommes chez nous.
IV
La batalla de Ayacucho tuvo, al iniciarse, todos los caracteres de un caballeresco torneo.
A las ocho de la mañana del 9 de diciembre el bizarro general Monet se aproximó con un ayudante al campo patriota, hizo llamar al no menos bizarro Córdova, y le dijo:
-General, en nuestro ejército como en el de ustedes hay jefes y oficiales ligados por vínculos de familia o de amistad íntima: ¿sería posible que, antes de rompernos la crisma, conversasen y se diesen un abrazo?
-Me parece, general, que no habrá inconveniente. Voy a consultarlo -contestó Córdova.
Y envió a su ayudante donde Sucre, quien en el acto acordó el permiso.
Treinta y siete peruanos entre jefes y oficiales, y veintiséis colombianos, desciñéndose la espada, pasaron a la línea neutral donde, igualmente sin armas, los esperaban ochenta y dos españoles.
Después de media hora de afectuosas expansiones regresaron a sus respectivos campamentos, donde los aguardaba el almuerzo.
Concluido éste, los españoles, jefes, oficiales y soldados, se vistieron de gran parada, en lo que los patriotas no podían imitarlos por no tener más ropa que la que llevaban puesta.
Sucre vestía levita azul cerrada con una hilera de botones dorados, sin banda, faja ni medallas, pantalón azul, charreteras de oro y sombrero apuntado con orla de pluma blanca. El traje de La-Mar se diferenciaba en que vestía casaca azul en lugar de levita. Córdova tenía el mismo uniforme de Sucre y, en vez de sombrero apuntado, un jipijapa de Guayaquil.
A las diez volvió a presentarse Monet, a cuyo encuentro adelantó Córdova.
-General -le dijo aquél-, vengo a participarle que vamos a principiar la batalla.
-Cuando ustedes gusten, general -contestó el valiente colombiano-. Esperaremos para contestarle a que ustedes rompan los fuegos.
Ambos generales se estrecharon la mano y volvieron grupas.
No pudo llevarse más adelante la galantería por ambas partes.
A los americanos nos tocaba hacerlos honores de la casa, no quemando los primeros cartuchos mientras los españoles no nos diesen el ejemplo.
En Ayacucho se repitió aquello de: A vous, messieurs les anglaises, que nous sommes chez nous.
V
A poco más de las diez de la mañana, la división Monet, compuesta de los batallones Burgos, Infante, Guías y Victoria, a la vez que la división Villalobos formada por los batallones Gerona, Imperial y Fernandinos, empezaron a descender de las alturas sobre la derecha y centro de los patriotas.
La división Valdez, organizada con los batallones Cantabria, Centro y Castro, había dado un largo rodeo y aparecía ya por la izquierda. La caballería, al mando de Ferraz, constaba de los húsares de Fernando VII, dragones de la Unión, granaderos de la Guardia y escuadrones de San Carlos y de alabarderos. Las catorce piezas de artillería estaban también convenientemente colocadas.
Los patriotas esperaban el ataque en línea de batalla. El ala derecha era mandada por Córdova y se componía de los batallones Bogotá, Voltíjeros, Caracas y Pichincha. La división del general Lara, con los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba el centro. La-Mar, con los cuatro cuerpos peruanos, sostenía la izquierda. La caballería, a órdenes de Miller, se componía de los húsares de Junín y de Colombia y de los granaderos de Buenos Aires.
Cada batallón de la infantería española constaba de ochocientas plazas por lo menos, y entre los patriotas raro era el cuerpo que excedía de la mitad de esa cifra.
Sucre, en su brioso caballo de batalla, recorría la línea, y deteniéndose en el centro de ella, dijo con entonación de voz que alcanzó a repercutir en los extremos:
-¡Soldados! De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. ¡Que otro día de gloria corone vuestra admirable constancia!
Y espoleando su fogoso corcel, se dirigió hacia el ala que ocupaban los peruanos.
La-Mar, el adalid sin miedo y sin mancilla, alentó a sus tropas con una proclama culta, a la vez que entusiasta y breve, y que ni la historia ni la tradición han cuidado de conservar.
Los batallones contestaron con un estruendoso ¡viva el Perú!, y rompieron el fuego sobre la división Valdez que había tomado ya la iniciativa del combate. Era en esa ala donde la victoria debía disputarse más reñidamente.
Entretanto la división Monet avanzaba sobre la de Córdova, y el coronel Guas, que mandaba el antiguo batallón Numancia, cuyo nombre cambió Bolívar con el de Voltíjeros, dijo a sus soldados:
-¡Numantinos! Ya sabéis que para vosotros no hay cuartel. ¡Ea! A vencer o morir matando.
Sucre, que acudía con oportunidad allí donde su presencia era necesaria, le gritó a Córdova:
-General, tome usted la altura y está ganada la batalla.
El valiente Córdova, ese gallardo paladín de veinticuatro años, por toda respuesta se apeó del caballo y, alzando su sombrero de jipijapa en la punta de su espada, dio esta original voz de mando:
-¡División! ¡De frente! ¡Arma a discreción y paso de vencedores!
Y dando una irresistible carga a la bayoneta, sostenido por la caballería de Miller que acuchillaba sin piedad a los húsares de Fernando VII, sembró pronto el pánico en la división Monet.
Sospecho que también la historia tiene sus pudores de niña melindrosa. Ella no ha querido conservar la proclama del general Lara a la división del centro, proclama eminentemente cambrónica; pero la tradición no la ha olvidado, y yo, tradicionista de oficio, quiero consignarla. Si peco en ello, pecaré con Víctor Hugo; es decir, en buena compañía.
La malicia del lector adivinará los vocablos que debe sustituir a los que yo estampo en letra bastardilla. Téngase en cuenta que la división Lara se componía de llaneros y gente cruda a la que no era posible entusiasmar con palabritas de salón.
-¡Zambos del espantajo! -les gritó-. Al frente están los godos puchueleros. El que manda la batalla es Antonio José de Sucre que, como saben ustedes, no es ningún cangrejo. Conque así, apretarse los calzones y..... ¡a ellos!
Y no dijo más, y ni Mirabeau habría sido más elocuente.
Y tan furiosa fue la arremetida sobre la división Villalobos, en la cual venía el virrey, que el batallón Vargas no sólo alcanzó a derrotar el centro enemigo, sino que tuvo tiempo para acudir en auxilio de La-Mar, cuyos cuerpos empezaban a ceder terreno ante el bien disciplinado coraje de los soldados de Valdez.
Secundó a Vargas el regimiento húsares de Colombia, cuyo jefe, el coronel venezolano Laurencio Silva, cayó herido. Llevado al hospital y puesto un vendaje a la herida, preguntó al cirujano:
-Dígame, socio... ¿Cree usted que moriré de ésta?
-Lo que es morir me parece que no; pero tiene usted lo preciso para pasar algunos meses bien divertido.
-¡Ah! Pues si no muero de ésta, venga mi caballo, que todavía hay jarana para un cuarto de hora y quiero estar en ella hasta el conchito. Y con agilidad suma, sin escuchar las reflexiones de su amigo el cirujano, saltó sobre el caballo y volvió a meterse en lo recio del fuego.
¡Qué hombres, Cristo mío! ¡Qué hombres! Setenta minutos de batalla, casi toda cuerpo a cuerpo, empleando los patriotas el sable y la bayoneta más que el fusil, pues desde Corpaguaico, donde perdieron el parque, se hallaban escasos de pólvora (cincuenta y dos cartuchos por plaza), bastaron para consumar la independencia de América.
A poco más de las diez de la mañana, la división Monet, compuesta de los batallones Burgos, Infante, Guías y Victoria, a la vez que la división Villalobos formada por los batallones Gerona, Imperial y Fernandinos, empezaron a descender de las alturas sobre la derecha y centro de los patriotas.
La división Valdez, organizada con los batallones Cantabria, Centro y Castro, había dado un largo rodeo y aparecía ya por la izquierda. La caballería, al mando de Ferraz, constaba de los húsares de Fernando VII, dragones de la Unión, granaderos de la Guardia y escuadrones de San Carlos y de alabarderos. Las catorce piezas de artillería estaban también convenientemente colocadas.
Los patriotas esperaban el ataque en línea de batalla. El ala derecha era mandada por Córdova y se componía de los batallones Bogotá, Voltíjeros, Caracas y Pichincha. La división del general Lara, con los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba el centro. La-Mar, con los cuatro cuerpos peruanos, sostenía la izquierda. La caballería, a órdenes de Miller, se componía de los húsares de Junín y de Colombia y de los granaderos de Buenos Aires.
Cada batallón de la infantería española constaba de ochocientas plazas por lo menos, y entre los patriotas raro era el cuerpo que excedía de la mitad de esa cifra.
Sucre, en su brioso caballo de batalla, recorría la línea, y deteniéndose en el centro de ella, dijo con entonación de voz que alcanzó a repercutir en los extremos:
-¡Soldados! De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. ¡Que otro día de gloria corone vuestra admirable constancia!
Y espoleando su fogoso corcel, se dirigió hacia el ala que ocupaban los peruanos.
La-Mar, el adalid sin miedo y sin mancilla, alentó a sus tropas con una proclama culta, a la vez que entusiasta y breve, y que ni la historia ni la tradición han cuidado de conservar.
Los batallones contestaron con un estruendoso ¡viva el Perú!, y rompieron el fuego sobre la división Valdez que había tomado ya la iniciativa del combate. Era en esa ala donde la victoria debía disputarse más reñidamente.
Entretanto la división Monet avanzaba sobre la de Córdova, y el coronel Guas, que mandaba el antiguo batallón Numancia, cuyo nombre cambió Bolívar con el de Voltíjeros, dijo a sus soldados:
-¡Numantinos! Ya sabéis que para vosotros no hay cuartel. ¡Ea! A vencer o morir matando.
Sucre, que acudía con oportunidad allí donde su presencia era necesaria, le gritó a Córdova:
-General, tome usted la altura y está ganada la batalla.
El valiente Córdova, ese gallardo paladín de veinticuatro años, por toda respuesta se apeó del caballo y, alzando su sombrero de jipijapa en la punta de su espada, dio esta original voz de mando:
-¡División! ¡De frente! ¡Arma a discreción y paso de vencedores!
Y dando una irresistible carga a la bayoneta, sostenido por la caballería de Miller que acuchillaba sin piedad a los húsares de Fernando VII, sembró pronto el pánico en la división Monet.
Sospecho que también la historia tiene sus pudores de niña melindrosa. Ella no ha querido conservar la proclama del general Lara a la división del centro, proclama eminentemente cambrónica; pero la tradición no la ha olvidado, y yo, tradicionista de oficio, quiero consignarla. Si peco en ello, pecaré con Víctor Hugo; es decir, en buena compañía.
La malicia del lector adivinará los vocablos que debe sustituir a los que yo estampo en letra bastardilla. Téngase en cuenta que la división Lara se componía de llaneros y gente cruda a la que no era posible entusiasmar con palabritas de salón.
-¡Zambos del espantajo! -les gritó-. Al frente están los godos puchueleros. El que manda la batalla es Antonio José de Sucre que, como saben ustedes, no es ningún cangrejo. Conque así, apretarse los calzones y..... ¡a ellos!
Y no dijo más, y ni Mirabeau habría sido más elocuente.
Y tan furiosa fue la arremetida sobre la división Villalobos, en la cual venía el virrey, que el batallón Vargas no sólo alcanzó a derrotar el centro enemigo, sino que tuvo tiempo para acudir en auxilio de La-Mar, cuyos cuerpos empezaban a ceder terreno ante el bien disciplinado coraje de los soldados de Valdez.
Secundó a Vargas el regimiento húsares de Colombia, cuyo jefe, el coronel venezolano Laurencio Silva, cayó herido. Llevado al hospital y puesto un vendaje a la herida, preguntó al cirujano:
-Dígame, socio... ¿Cree usted que moriré de ésta?
-Lo que es morir me parece que no; pero tiene usted lo preciso para pasar algunos meses bien divertido.
-¡Ah! Pues si no muero de ésta, venga mi caballo, que todavía hay jarana para un cuarto de hora y quiero estar en ella hasta el conchito. Y con agilidad suma, sin escuchar las reflexiones de su amigo el cirujano, saltó sobre el caballo y volvió a meterse en lo recio del fuego.
¡Qué hombres, Cristo mío! ¡Qué hombres! Setenta minutos de batalla, casi toda cuerpo a cuerpo, empleando los patriotas el sable y la bayoneta más que el fusil, pues desde Corpaguaico, donde perdieron el parque, se hallaban escasos de pólvora (cincuenta y dos cartuchos por plaza), bastaron para consumar la independencia de América.
VI
A las doce del día el virrey La-Serna, ligeramente herido en la cabeza, se encontraba prisionero de los patriotas, y ¡lo que son las ironías del destino! en ese mismo día, a esa misma hora, en Madrid, el rey D. Fernando VII firmaba para La-Serna el título de conde de los Andes.
La rivalidad entro Canterac, favorito del virrey y jefe de Estado Mayor de los españoles, y Valdez, el más valiente, honrado y entendido de los generales realistas, influyó algo para la derrota. El plan de batalla fue acordado sólo entre La-Serna y Canterac, yal ponerlo en conocimiento de Valdez tres horas antes de iniciarse el combate, éste murmuró al oído del coronel del Cantabria, que era su íntimo amigo:
-¡Nos arreglaron los insurgentes! Ese plan de batalla han podido urdirlo dos frailes gilitos, pero no dos militares. Los enemigos nos habrán hecho flecos antes de que lleguemos a la falda del cerro, y aun superado este inconveniente, no nos dejarán formar línea ordenada de batalla. En fin, soldado soy y mi obligación es ir sin chistar al matadero y cumplir, como Dios me ayude, con mi rey y con mi patria.
-¿Qué hacer, mi general? -contestó el jefe del Cantabria estrechando la mano de su superior-. ¡Caro vamos a pagar las francesadas de Canterac!
Desbandada su división que, en justicia sea dicho, se batió admirablemente, Valdez descabalgó y, sentándose sobre una piedra, dijo con estoicismo:
-Esta comedia se la llevó el demonio. ¡Canario! De aquí no me muevo y aquí me matan.
Un grupo de sus soldados, de quienes era muy querido, lo tomó en peso y consiguió transportarlo algunas cuadras fuera del campo.
A la caída del sol, Canterac firmaba la capitulación de Ayacucho, y tres días más tarde dirigía a Simón Bolívar esta carta, que acaso medio siglo después trajo a la memoria Napoleón III al rendirse prisionero en Sedán:
«Excmo. Sr. libertador D. Simón Bolívar: Como amante de la gloria, aunque vencido, no puedo menos que felicitar a vuecelencia por haber terminado su empresa en el Perú con la jornada de Ayacucho. Con este motivo tiene el honor de ofrecerse a sus órdenes y saludarle, en nombre de los generales españoles, su afectísimo y obsecuente servidor que sus manos besa. -José de Canterac.- Guamanga a 12 de diciembre de 1824».
A las doce del día el virrey La-Serna, ligeramente herido en la cabeza, se encontraba prisionero de los patriotas, y ¡lo que son las ironías del destino! en ese mismo día, a esa misma hora, en Madrid, el rey D. Fernando VII firmaba para La-Serna el título de conde de los Andes.
La rivalidad entro Canterac, favorito del virrey y jefe de Estado Mayor de los españoles, y Valdez, el más valiente, honrado y entendido de los generales realistas, influyó algo para la derrota. El plan de batalla fue acordado sólo entre La-Serna y Canterac, yal ponerlo en conocimiento de Valdez tres horas antes de iniciarse el combate, éste murmuró al oído del coronel del Cantabria, que era su íntimo amigo:
-¡Nos arreglaron los insurgentes! Ese plan de batalla han podido urdirlo dos frailes gilitos, pero no dos militares. Los enemigos nos habrán hecho flecos antes de que lleguemos a la falda del cerro, y aun superado este inconveniente, no nos dejarán formar línea ordenada de batalla. En fin, soldado soy y mi obligación es ir sin chistar al matadero y cumplir, como Dios me ayude, con mi rey y con mi patria.
-¿Qué hacer, mi general? -contestó el jefe del Cantabria estrechando la mano de su superior-. ¡Caro vamos a pagar las francesadas de Canterac!
Desbandada su división que, en justicia sea dicho, se batió admirablemente, Valdez descabalgó y, sentándose sobre una piedra, dijo con estoicismo:
-Esta comedia se la llevó el demonio. ¡Canario! De aquí no me muevo y aquí me matan.
Un grupo de sus soldados, de quienes era muy querido, lo tomó en peso y consiguió transportarlo algunas cuadras fuera del campo.
A la caída del sol, Canterac firmaba la capitulación de Ayacucho, y tres días más tarde dirigía a Simón Bolívar esta carta, que acaso medio siglo después trajo a la memoria Napoleón III al rendirse prisionero en Sedán:
«Excmo. Sr. libertador D. Simón Bolívar: Como amante de la gloria, aunque vencido, no puedo menos que felicitar a vuecelencia por haber terminado su empresa en el Perú con la jornada de Ayacucho. Con este motivo tiene el honor de ofrecerse a sus órdenes y saludarle, en nombre de los generales españoles, su afectísimo y obsecuente servidor que sus manos besa. -José de Canterac.- Guamanga a 12 de diciembre de 1824».
VII
A las dos de la tarde, fatigado por la sangrienta al par que gloriosa faena del día, llegó el general Miller a la puerta de la tienda de Sucre, donde sólo encontró al leal asistente.
-Pancho -le dijo el alegre inglés-, dame un traguito de algo que refresque y un bocado para comer.
El asistente le contestó:
-Mi general, dispense usía si no le ofrezco otra cosa que lo mismo de ayer: un sorbo de aguardiente, pan, queso y raspadura.
-Hombre, guárdate la raspadura y tráeme lo demás, que para raspadura basta con la que hemos dado a los godos.
A las dos de la tarde, fatigado por la sangrienta al par que gloriosa faena del día, llegó el general Miller a la puerta de la tienda de Sucre, donde sólo encontró al leal asistente.
-Pancho -le dijo el alegre inglés-, dame un traguito de algo que refresque y un bocado para comer.
El asistente le contestó:
-Mi general, dispense usía si no le ofrezco otra cosa que lo mismo de ayer: un sorbo de aguardiente, pan, queso y raspadura.
-Hombre, guárdate la raspadura y tráeme lo demás, que para raspadura basta con la que hemos dado a los godos.
Ricardo Palma (Lima, 7 de febrero de 1833 - Miraflores, Lima, 6 de octubre de 1919) fue un escritor romántico, costumbrista, tradicionalista, periodista y político peruano, famoso principalmente por sus relatos cortos de ficción histórica reunidos en el libro Tradiciones peruanas. Cultivó prácticamente todos los géneros: poesía, novela, drama, sátira, crítica, crónicas y ensayos de diversa índole. Sus hijos Clemente y Angélica siguieron sus pasos como escritores.
MÁS INFORMACIÓN
- Poeta 103: La Poesía de Ricardo Palma
- Libro: Etnias del imperio de los Incas (3 Volúmenes)
- Libro: Aproximaciones al estudio de las Tradiciones Peruanas
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