CXI
"Cuando pasando a lo largo de las islas Bashi, salimos al fin al gran mar del Sur, si no fuera por otras cosas, podría haber saludado a mi querido Pacífico con gracias incontables, pues ahora hallaba respuesta la larga súplica de mi juventud; ese sereno océanod se extendía al este de mí en mil leguas de azul
Hay no se sabe qué, un dulce misterio en este mar, cuyos movimientos suaves y aterradores parecen hablar de alguna oculta alma de debajo; como esas legendarias ondulaciones del suelo de Efeso sobre el sepulcro del evangelista san Juan. Y justo es que sobre estos pastos marinos, estas praderas acuáticas de anchos oleajes, estos campos de alfarero de los cuatro continentes, las olas se levanten y caigan, y avancen y refluyan constantemente; pues aquí yacen, soñando y soñando en silencio, millones de sombras y siluetas mezcladas, sueños ahogados, sonambulismos, ensueños, todo lo que llamamos vidas y almas, agitándose las olas, como durmientes con sueños en sus camas, sólo por la inquietud de todas esas cosas.
Para cualquier meditativo vagabundo mágico, este sereno Pacífico, una vez observado, debe ser para siempre el mar de su adopción. Hace mecerse las aguas centrales del mundo, ya que el océano Índico y el Atlántico son sólo sus brazos. Las mismas olas bañan los muelles de las ciudades de California recién construidas, plantadas ayer mismo por la más reciente raza de los hombres, y mojan las borrosas, pero aún espléndidas faldas de países asiáticos más viejos que Abraham; mientras que, por en medio, flotan vías lácteas de islas de coral, y archipiélagos bajos, inacabables, desconocidos, y japoneses impenetrables. Así este misterioso y divino Pacífico ciñe toda la mole del mundo, hace que todas las costas sean bahía suya, y parece el corazón de la tierra, latiendo en mareas. Elevados por esas eternas hinchazones, por fuerza debéis confesar al seductor dios, inclinando vuestra cabeza ante Pan.
Pero pocos pensamientos sobre Pan agitaban el cerebro de Ahab, plantado como una estatua de hierro en su acostumbrado lugar junto a los obenques de mesana, y con un agujero de la nariz aspirando sin pensar el dulce almizcle de las islas Bashi (en cuyos placenteros bosques debían pasear dulces amantes), mientras con el otro inhalaba, dándose cuenta, el aliento salado del mar recién hallado, ese mar en que debía de estar nadando entonces la odiada ballena blanca. Lanzado al fin sobre esas aguas casi finales, y deslizándose hacia la zona pesquera del Japón, el propósito del viejo se intensificaba. Sus firmes labios se unían como los labios de un tornillo de carpintero; el delta de las venas de su frente se hinchaba como con torrentes rebosantes; en su mismo sueño, su grito vibrante atravesaba la bóveda del casco.
— ¡Cía! ¡La ballena blanca chorrea sangre espesa!"
Moby Dick. Tomo 2. Página 291-292. Herman Melville. Alfaguara. Buenos Aires, Argentina - 2008.
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