1536
"Alrededor de la empalizada
desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean
día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los
españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las
hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los
salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas
de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza
la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En
lastreguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor
a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido
arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta
los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y
escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y
cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está
el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de
una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo
espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días;
muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca.
Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero,
luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas
cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier,
junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil
distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos
hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza
miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan
sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran
tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca
del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el Ave María heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como
endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aterra a
las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el
pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le
hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la
voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de
su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y
las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el
Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si
no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera
logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el
aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a
la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan
los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un
caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros
compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen
del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres?
¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas?
Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada
turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de
Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también
imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que
el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él
perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se
torna entonces más frenético.
Esa rabia le mantiene, le
alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en
su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera
detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían
ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se
equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que
fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en
las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con
los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para
él algo valía, pues se cercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya
se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por
temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus
aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan
cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus
iguales. ¡Mentiras, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la
fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos
príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y
le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el
hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no
lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro,
registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido
vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado,
la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al
zarpar de Sanlúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido
una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo
hay... No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en
dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los
ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes.
¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al
patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él?
Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y
sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de
junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos
escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos
también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las
matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como
tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin
piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos
más...
Pero de repente surgen de la
noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente
que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve.
Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que
fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy
joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano
de leche de nuestro señor Carlos Quinto; y Bernardo Centurión, el genovés,
antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una
barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte
asedia a todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo
cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi
fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de
armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado
izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles
de nutria que le envanece tanto.
A este Bernardo Centurión le
execra más que a ningún otro. Ya en Sanlúcar de Barrameda, cuando embarcaron,
le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados
que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de
cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en
Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos.
Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en
que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica
tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido
pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de
volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro
sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los
puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué?
¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas
y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad
de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la
sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo
del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se
abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés
dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás,
los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al
ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido
sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el
fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían,
remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las
horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una
bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias
del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los
otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni
el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su
hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda que a esa hora solía
andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone
entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están
lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le
tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida
enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza
de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y
los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se
fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad,
en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la
ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto
y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él,
exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su
destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un
abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose
con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de
las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de
ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un
sordo gruñido, estremecida de convulsiones,
y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los
pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su
delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los
tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca
bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo
cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en
el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces
la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado
junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los
ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su
madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano,
entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte,
para abrigarse.
El ballestero lanza un grito
inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y
ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los
ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera
apretando la garganta más y más."
Misteriosa Buenos Aires. Manuel Mujica Láinez. Biblioteca Viajero ABC. España, 2004
MANUEL MUJICA LÁINEZ
Manuel Bernabé Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910-La Cumbre, Córdoba, 21 de abril de 1984) fue un escritor, crítico de arte y periodista argentino. Era conocido en el ambiente literario porteño con el sobrenombre «Manucho». Es reconocido por su ciclo de novelas históricas denominada "La Saga Porteña" conformada por Los ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso (1957), además de su ciclo de novelas históricas-fantásticas constituidas por Bomarzo (1962), El unicornio (1965) y El laberinto (1974). Es célebre por sus dos primeros libros de cuentos reunidos en Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950). Su novela El laberinto (1974) es considerada como una de las últimas novelas pertenecientes al realismo mágico en el continente. Recibió a lo largo de su vida numerosas distinciones y premios entre los que se destacan la distinción de Oficial de la Orden de las Artes y las Letras (1964), la distinción de Comendador de la Orden de Mérito (1967) ofrecida por el gobierno italiano y la Legión de Honor del Gobierno de Francia (1982). En 1964 recibe el Premio John F. Kennedy por su novela Bomarzo compartido con Julio Cortázar por su novela Rayuela.
MISTERIOSA BUENOS AIRES
Es una obra de ficción del escritor argentino Manuel Mujica Lainez compuesta por 42 relatos breves cuya acción está centrada en la ciudad de Buenos Aires, desde su primera fundación en 1536 hasta el año 1904. Los cuentos de la colección pertenecen en su mayoría al género realista, aunque los hay también fantásticos y maravillosos. Se combinan en el libro personajes reales y ficticios en una prosa sumamente lírica y ornamentada, característica del autor.
MISTERIOSA BUENOS AIRES
Es una obra de ficción del escritor argentino Manuel Mujica Lainez compuesta por 42 relatos breves cuya acción está centrada en la ciudad de Buenos Aires, desde su primera fundación en 1536 hasta el año 1904. Los cuentos de la colección pertenecen en su mayoría al género realista, aunque los hay también fantásticos y maravillosos. Se combinan en el libro personajes reales y ficticios en una prosa sumamente lírica y ornamentada, característica del autor.
Libro [PDF]: Misteriosa Buenos Aires
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