lunes, 12 de marzo de 2018

Cuento marzo 2018: “Perro bonito, perdóname… Perro bonito, perdóname…” de Svetlana Aleksiévich


“Perro bonito, perdóname… Perro bonito, perdóname…”
Galina Firsova, diez años
Actualmente es jubilada

Yo tenía un sueño: cazar un gorrión y comérmelo.

Pero los pájaros casi nunca aparecían por la ciudad. Incluso en primavera la gente los miraba y todos pensaban lo mismo, exactamente lo mismo que yo. Lo mismo… Nadie tenía fuerzas para apartar los pensamientos de la comida Tenía tanta hambre que sentía frio, un frio interno terrible. Aunque hiciera mucho sol. Por mucha ropa que te pusieras, sentías ese frio; no había manera de entrar en calor.
Tenía tantas ganas de vivir…

Hablo de Leningrado, que es donde vivíamos entonces. Del asedio de Leningrado. Nos mataban de hambre, nos mataban de una muerte lentísima. Novecientos días de asedio. Novecientos… cuando un día parecía la eternidad. Usted no imagina lo largo que le parece el día a una persona hambrienta. Cada hora, cada minuto… Pasas muchísimo tiempo esperando el almuerzo. Luego, la cena. La ración de pan durante el asedio llegó a ser de ciento veinticinco gramos al día. Eso es el caso de los que no trabajaban. La cartilla de racionamiento del mantenido… Ese pan rezumaba agua… Había que partirlo en tres trozos: el desayuno, la comida y la cena. Para beber solo teníamos agua hervida. Sin nada.

A oscuras… En invierno (recuerdo mejor los inviernos), a las seis de la madrugada me ponía en la cola de la panadería. Pasaba horas en esa cola. Largas horas. Cuando me llegaba el turno, en la calle ya era de noche otra vez. A la luz de una vela, el vendedor me cortaba esos trocitos. La gente de la cola no apartaba la mirada. Seguían cada movimiento con los ojos… Con ojo ardientes…, enloquecidos… Y todo aquello en silencio.

Los tranvías no circulaban. No había agua corriente, no había calefacción no había electricidad. Pero lo más terrible era el hambre. Vi a un hombre que masticaba los botones. Botones pequeños y grandes. El hambre la hacía perder la razón a la gente…

Hubo un momento en que me quedé sorda. Entonces nos comimos una gata… Le contare cómo nos la comimos. Más tarde me quede ciega… Nos trajeron a un perro. Eso me salvó.

No soy capaz de recordar… No recuerdo en qué momento la idea de comerte a tu gato o a tu perro se convirtió en algo normal. Habitual. Se convirtió en algo cotidiano. No me di cuenta de cuándo llegó ese momento… Después de las palomas y las golondrinas, en la ciudad empezaron a desaparecer los perros y los gatos. Nosotros no teníamos animales, no habíamos adoptado nunca ninguno porque mi madre consideraba que era una gran responsabilidad sobre todo si se trataba de un perro grande. Pero una amida de mi madre no fue capaz de comerse a su gata y nos la trajo. Nos la comimos. Recuperé el oído… Me había quedado sorda de repente, por la mañana aún oía y por la noche mi madre me decía algo y yo no le respondía.

Paso un tiempo… Otra vez nos estábamos muriendo… Una amiga de mi madre nos trajo a su perro. También nos lo comimos. Y si no hubiera sido por ese perro, no habríamos sobrevivido. Por supuesto que no. Está más claro que el agua. Ya habíamos empezado a hincharnos del hambre. Mi hermana se negaba a levantarse por las mañanas… El perro era grande y cariñoso. Mi padre pasó dos días sin atreverse… ¿Cómo iba a atreverse? Al tercer día ató el perro al radiador de la cocina y nos echó de casa.

Recuerdo aquellas albóndigas… Las recuerdo…

Tenía tantas ganas de vivir.

A menudo nos reuníamos y nos sentábamos a mirar la fotografía de mi padre. Mi padre luchaba en el frente. Sus cartas eran escasas. “Mis niñas…”, nos escribía. Nosotras le contestábamos, intentábamos no darle noticias tristes.

Mi madre guardaba unos terroncitos de azúcar. En un paquetito de cartón. Era nuestra reserva de oro. Una vez… No me pude resistir, sabía donde estaba el azúcar y cogí un cubito. Unos días más tarde cogí otro… Después… Pasó un tiempo y volví a coger otro. Pronto en el paquete de mi madre no quedó nada. Solo el paquete vacío...

Mi madre se puso enferma… Necesitaba glucosa. El azúcar… Mi madre ya no conseguía ponerse en pie… La familia se reunió y se tomó la decisión de sacar el paquete secreto. ¡Nuestro tesoro! ¡Lo estábamos reservando para ese día! Así mi madre se pondría bien… Mi hermana mayor se puso a buscarlo, pero no encontró el azúcar. Removimos la casa. Yo buscaba con los demás.

Por la noche lo confesé…

Mi hermana me pegaba. Me mordía. Me arañaba. Y yo le pedía: “¡Mátame! ¡Mátame! ¿Cómo podré vivir con esto?”. Quería morir.

Solo le he contado algunos días. Y fueron novecientos.

Novecientos días…

Delante de mí, en el mercado, una niña le robó un bollo a una señora. Una niña pequeña… Le alcanzaron y la tiraron al suelo. Le pegaron… Mucho. Le pegaron hasta matarla. Y ella se afanó en acabar de comer, en tragarse el bollo. Tragarlo antes de que la matasen.

Novecientos días como ese…

Nuestro abuelo estaba tan débil que cayó en medio de la calle. Ya se estaba despidiendo de la vida… Por delante pasó un obrero; las cartillas de racionamiento de los obreros eran mejores, no mucho, pero algo… Pues ese obrero se paró y le metió en la boca al abuelo su ración de aceite de girasol. El abuelo pudo llegar a casa; nos lo contó llorando: “¡Ni siquiera sé su nombre!”.

Novecientos…

La gente se movía como sombras por la ciudad, lentamente. Como si estuvieran dormidos… Como sumidos en un profundo sueño. Esos movimientos lentos… Como fluidos… Como si la persona no pisara el suelo firme, sino que caminara sobre agua…

El hambre te cambia la voz. Y en ocasiones la voz desaparece. No había manera de distinguir por la voz a un hombre de una mujer. La ropa tampoco ayuda, todos iban envueltos en trapos. Nuestro desayuno… nuestro desayuno era un pedazo de papel pintado, un papel pintado viejo con restos de cola. De engrudo. Esos papeles pintados... y agua hervida…

Novecientos días…

Una vez volvía de la panadería. Recibí la ración diaria. Esas migas, esos gramos de pena… Un perro vino a mi encuentro. Nos cruzamos y me husmeó, notaba el olor a pan.

Comprendí que aquella era nuestra oportunidad. Ese perro… ¡Nuestra salvación! Lo llevaría a casa…

Le di un trocito de pan y me siguió. A lado de la casa le di otro trocito, me lamió la mano. Entramos en el portal de nuestro bloque de viviendas… Pero el perro subía los escalones con desgana, se paraba cada planta. Le di todo lo que me quedaba del pan… Un trocito tras otro… Así subimos hasta la cuarta planta. Allí se paró y no quería dar ni un paso más. Nuestro apartamento estaba en la quinta. El perro que miraba… Como si lo presintiera… Como si lo comprendiese. Yo lo abracé: “Perro bonito, perdóname… Perro bonito, perdóname…”, le pedía le suplicaba. Y finalmente me siguió.

Tenía tantas ganas de vivir.

Un día oímos… Lo oímos por la radio: “¡El cero está levantado! ‘El cerco está levantado!”. No existía nadie más feliz que nosotros. No se podía ser más feliz. ¡Habíamos sobrevivido” El cerco se levantaba

Nuestros soldados caminaban por nuestra calle. Corrí hacia ellos.. Pero no tuve fuerzas para darles un abrazo.

En Leningrado hay muchos monumentos, pero falta uno que debería estar y no está. Lo han olvidado. Es el monumento al perro durante el asedio.

”Perro bonito, perdóname…”

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Páginas 301-306. Svetlana Aleksiévich. Dabate. México D.F., México - 2013.

SVETLANA ALEKSIÉVICH 

Svetlana Aleksándrovna Aleksiévich​ o Svetlana Alexándrovna Alexiévich​ (Aleksiévič, transliterado del ruso Светла́на Алекса́ндровна Алексие́вич, en bielorruso Святлана Аляксандраўна Алексіевіч, transcrito como Sviatlana Aliaksándrauna Alieksiyévich); Stanislav, Ucrania soviética, Unión Soviética, 31 de mayo de 1948) es una escritora y periodista bielorrusa de lengua rusa, galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2015.

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