viernes, 1 de noviembre de 2019

Cuento noviembre 2019: Barcos que cruzaban el Bósforo, incendios, pobreza, mudanzas y demás desastres

Las continuas bancarrotas y quiebras de los negocios que emprendían mi padre y mi tío, las discusiones entre mis padres y los altercados entre nuestra familia nuclear de cuatro miembros y la gran familia que giraba en torno a mi abuela, me enseñaban lentamente que la vida estaba formada tanto por acontecimientos divertidos, nuevos placeres que descubría cada día (pintar, la sexualidad, la amistad, dormir, que me quisieran, comer, jugar, mirar, etcétera) y posibilidades infinitas de felicidad, como por desastres grandes y pequeños, importantes o insignificantes que podían surgir en el momento más inesperado, avivarse y crecer. Había aprendido de una vez por todas que en la forma y en el momento más inesperados podía aparecer cualquiera de aquellas catástrofes, como una de esas minas errantes de mi niñez cuya última posición de avistamiento en la salida del Bósforo al mar Negro se anunciaba por radio con enorme seriedad, tanto a los marinos como a todo Estambul, con las palabras «Aviso a navegantes» después de las noticias y del parte meteorológico.

En el momento más inesperado, mis padres podían iniciar una discusión, o en el piso de arriba podía estallar una pelea por la herencia, o mi hermano, al que algo le hubiera calentado la cabeza, podía decidir darme una buena lección. O un día mi padre podía llegar a casa y anunciar con la misma tranquilidad con que nos informaba de que tenía que salir de viaje que había vendido o que le habían embargado el piso en el que vivíamos y que teníamos que mudarnos.

Por aquellos años nos mudamos muy a menudo. Y en cada ocasión crecía la tensión en casa, pero como mi madre se pasaba el tiempo controlando que todo se embalara bien y que las piezas de cubertería y cristalería fueran envueltas una a una en papel de periódicos viejos, disminuía su atención sobre nosotros, y mi hermano y yo correteábamos y jugábamos por la casa disfrutando del ambiente de libertad. Cuando las cómodas, los armarios y las mesas, que habíamos empezado a pensar que formaban parte inseparable del paisaje del piso y que creíamos ya inamovibles, eran desplazados de sus lugares habituales y abandonaban la casa llevados por los transportistas, la tristeza me llenaba el corazón, pero siempre era un consuelo encontrar debajo de alguna cómoda un lápiz que había olvidado hacía años, una canica o aquel cochecito de juguete perdido cuyo recuerdo me era tan preciado. Puede que algunas de las casas a las que fuimos no tuvieran las comodidades y el calor del edificio Pamuk en Nisantasi, pero nunca me sentí infeliz en ellas por lo hermoso que se veía el Bósforo desde Cihangir o Besiktas y así nuestro progresivo empobrecimiento no me molestó en exceso.

Siempre mantenía en reserva una serie de precauciones que había descubierto por mí mismo contra aquellos desastres. De entre las muchas precauciones que ponía en práctica siguiendo la lógica de permanecer fiel de manera simbólica a un estricto orden, a una serie de normas, a su armonía o a su repetición (no pisar las rayas, nunca cerrar del todo ciertas puertas), o justo lo contrario (encontrarme con el otro Orhan, huir al segundo mundo, pintar o provocar yo mismo el desastre peleándome con mi hermano), una de ellas consistía en contar los barcos que pasaban por el Bósforo.

En realidad, cuento los barcos que pasan Bósforo arriba y abajo desde que tengo uso de razón. He contado petroleros rumanos, cruceros soviéticos, pequeños pesqueros que venían de Trabzon, barcos de pasajeros búlgaros, los de las líneas marítimas que van al mar Negro, buques de observación meteorológica soviéticos, elegantes transatlánticos italianos, transportes de carbón, barcos de cabotaje registrados en Varna, cargueros despintados, descuidados y oxidados, barcos infectos y oscuros de bandera y país de procedencia indeterminados. Pero no lo cuento todo: ignoro los botes a motor que cruzan de una orilla del Bósforo a la otra a funcionarios que van a trabajar y a mujeres que vuelven del mercado llevando bolsas ni los transbordadores de las Líneas Urbanas, que llevan absortos y tristes pasajeros que fuman y toman té de un rincón a otro de Estambul, porque para mí, como para mi padre, son elementos tan inseparables de mi vida como los muebles de la casa.

Contaba barcos con una cierta angustia, a veces preocupado, otras inquieto y en la mayor parte de las ocasiones sin darme cuenta de que lo hacía. Pero, por otro lado, mientras contaba los barcos que pasaban por el Bósforo, tenía la impresión de estar haciendo algo que protegía mi equilibrio vital. Porque cuando era niño y en momentos de rabia y tristeza extremas me escapaba de mí mismo, de la escuela y de la vida, y me perdía libremente por las calles de Estambul, dejaba de contar. Entonces notaba que echaba de menos los desastres, los incendios, otra vida, al otro Orhan.

Quizá se entienda mejor esta manía mía si explico cómo comencé a contar barcos. Por aquel entonces, a principios de los sesenta, mis padres, mi hermano y yo vivíamos en un piso pequeño de Cihangir desde el que se veía el mar en un edificio construido por mi abuelo. Yo estaba en el último curso de la escuela primaria, así que tenía once años. Una vez al mes, al acostarme, ponía mi despertador, que tenía un dibujo de una campana, pocas horas antes de la salida del sol y hacia el final de la noche me despertaba en medio de una oscuridad silenciosa, me iba a la cama del cuarto ocasionalmente vacío de la criada para no tiritar de frío en aquellas noches de invierno, porque la estufa se apagaba antes de que nos acostáramos y yo solo no podía encenderla, cogía el libro de lengua turca y comenzaba a repetir con avidez el poema que debía tener memorizado para la hora de ir a clase.

¡Oh gloriosa bandera,
bandera que ondeas en el aire!

 

Como sabemos todos los que nos hemos visto obligados a memorizar un texto, una oración o un poema, mientras intentamos grabarnos las palabras en la mente nuestros ojos no le prestan demasiada atención a lo que están viendo. En ese momento los ojos de la mente, si es una expresión adecuada, están atentos a las imágenes que nos presenta nuestra fantasía para facilitar la memorización. Así pues, es como si nuestros verdaderos ojos contemplaran el mundo a su placer sin escuchar lo más mínimo las órdenes de la mente. Y en aquellas madrugadas oscuras de invierno yo miraba la oscuridad del Bósforo entrevisto fantasmagóricamente por la ventana, temblando de frío y memorizando el poema.

El Bósforo, que se veía por entre los alminares de la mezquita de Cihangir y los tejados y chimeneas de ruinosas casas de madera que acabarían ardiendo una a una en los siguientes diez años, estaba negrísimo a aquellas horas tempranas en que no lo iluminaban proyectores ni luces porque aún no funcionaban los transbordadores de las Líneas Urbanas. A veces las luces de las viejas grúas de Haydarpasa en la ribera asiática descargando algo, o las de un carguero que pasaba en silencio, o a veces un difuso claro de luna o los fanales de una solitaria barca a motor iluminaban aquella oscuridad y yo podía apreciar los pontones cubiertos de mejillones como gigantes envueltos en algas y óxido, la barca de algún pescador que faenaba a solas y la blancura de la Torre de Leandro, tan parecida a un espectro. Pero en general el mar permanecía en una misteriosa oscuridad. Mucho antes de que el sol saliera por la parte de Asia, incluso cuando los edificios y las colinas cubiertas por cementerios con cipreses ya se iban iluminando ligeramente, el Bósforo seguía viéndose oscuro, y a mí me daba la impresión de que sus aguas permanecerían siempre así.

A veces, cuando en la oscuridad de la noche mi mente estaba ocupada por la memorización, la repetición y los extraños juegos de la memoria, mi mirada era atraída por algo que pasaba lentamente por las impetuosas aguas del Bósforo: un barco curioso o la barca de un pescador que se había puesto en marcha temprano. Aunque no le prestaba atención a lo que estaba viendo, era como si mis ojos estuvieran controlando el objeto en el que se habían detenido movidos por la costumbre y solo le permitieran el paso por el Bósforo cuando comprendían que se trataba de algo conocido: sí, un carguero, o una barca de pesca cuyo único fanal no está encendido, me decía a mí mismo; sí, una barca a motor que lleva los primeros pasajeros de la mañana de Asia a Europa; sí, un viejo barco de cabotaje que va a uno de los remotos puertos de la Unión Soviética…

Una de aquellas madrugadas, mientras memorizaba un poema acurrucado bajo el edredón para combatir el frío, mis ojos atónitos se quedaron clavados en algo que nunca había visto antes. Recuerdo muy bien que me quedé petrificado y me olvidé del libro que tenía en la mano. Era un gigante que se elevaba enorme en el mar en medio de la oscuridad de la noche y que, según se hacía más grande, parecía acercarse a la colina más próxima, desde la que yo lo observaba; con aquel tamaño y aquella forma, era un fantasma surgido de un sueño: ¡un barco de guerra soviético! ¡Una monstruosa fortaleza flotante que salía de la bruma imprecisa y de la oscuridad como si saliera de un cuento! Pasaba en silencio, con los motores muy ralentizados, pero era algo tan poderoso que, incluso con aquel lento avance, hacía crujir las molduras de la ventana, las maderas y el entarimado de la casa, tintinear las tenacillas mal colocadas de la estufa, las sartenes y cazos dispuestos en hilera en la oscura cocina, temblar los cristales de los cálidos dormitorios de mis padres y de mi hermano, algo que sacudía lentamente la cuesta adoquinada que bajaba al mar y los cubos de basura delante de las puertas como si el barrio entero, que parecía bastante triste a esas horas de la mañana, estuviera sufriendo un ligero terremoto. Así que era cierto ese rumor que los estambulíes se susurraban al oído durante los años de la guerra fría: había barcos de guerra soviéticos que cruzaban el Bósforo en silencio después de la medianoche.

Por un momento me abrumó la angustia por la sensación de responsabilidad. Toda la ciudad dormía y solo yo había visto aquella gigantesca nave soviética que se dirigía a hacer sus maldades a quién sabía dónde. Tenía que avisar a Estambul, al mundo entero, tenía que levantarme. Además, la situación se parecía mucho a la de los niños heroicos y valientes de la revistas que leía de pequeño y que protegían a toda una ciudad dormida de desastres como inundaciones, incendios o invasiones de ejércitos enemigos. Pero no tenía la menor intención de salir de aquella acogedora cama que calentaba a duras penas.

Me dejé arrastrar por la preocupación e, inquieto, opté por otra posible solución que desde entonces se convirtió en costumbre: ¡contar los buques soviéticos que pasaban con toda la atención de mi mente abierta a la memorización! ¿Qué quiero decir con esto? Como los legendarios espías americanos que, según se decía, fotografiaban todos los barcos comunistas que pasaban por el Bósforo desde una casa-espía en lo alto de una colina (otra leyenda estambulí de los años de la guerra fría, probablemente cierta), registré cada una de las particularidades de aquel barco, pero lo hice con mi mente. En mi imaginación lo relacioné con otros barcos que cruzaban el Bósforo, con las corrientes y casi con la rotación de la Tierra. Enumeré sus características y así convertí el gigantesco buque en algo ordinario. Porque sabía perfectamente que las cosas incontables, irregistrables e imprecisas podían dar lugar a terribles catástrofes. Así fue como comencé a controlar preocupado el orden mundial y mi propia felicidad, contando no solo el gigantesco barco soviético sino todos los que «valiera la pena registrar» de los que cruzaban el Bósforo. Tenían razón los que nos enseñaban a lo largo de toda nuestra vida escolar que los estrechos eran la llave para conquistar el mundo entero, el corazón geopolítico del mundo, y que por eso todas las naciones y todos los ejércitos, empezando por los rusos, querían hacerse con nuestro hermoso Bósforo.

Desde mi niñez siempre he vivido en algún altozano desde el que se veía y se controlaba el Bósforo, aunque fuera de lejos y entre edificios, cúpulas y colinas. Posiblemente por el significado moral que comporta el poder ver el Bósforo aunque sea de lejos, en las casas de Estambul la ventana que da al mar ocupa el lugar del mihrab de las mezquitas (o del altar de las iglesias, o del tevan de las sinagogas) y los sillones, sofás, sillas y mesas de comedor se disponen de manera que miren siempre en esa dirección. Otra consecuencia de que el Bósforo se vea desde las casas es que desde un barco que entre en el estrecho desde el mar de Mármara se ven millones de codiciosas ventanas abiertas que se cortan la vista, que se cortan el paso despiadadamente para poder atisbar el Bósforo y dicho barco.

En cuanto comencé a compartir con otros mi costumbre y la inquietud subsiguiente, descubrí que contar los barcos que pasaban por el Bósforo no solo era una rareza mía, sino que era un hábito de muchos estambulíes de todas las edades, y que muchos de nosotros durante la jornada echábamos un vistazo por ventanas y balcones para contar los barcos y así saber si se acercaban o no grandes desastres, muertes o adversidades. Por ejemplo, teníamos un pariente lejano en Besiktas, en Serencebey para ser más exactos, adonde nosotros también nos mudaríamos años más tarde, que vivía en una casa en una colina desde la que se veía el Bósforo y que, como si fuera una misión, tomaba nota en un cuaderno de todos los barcos que iban y venían. En el instituto tenía un compañero de clase que aseguraba que todos los barcos sospechosos que veía –porque fuera un poco viejo y destartalado, estuviera un poco oxidado o no se pudiera saber de qué país procedía– llevaba armas desde la Unión Soviética a los rebeldes locales de tal o cual país o que, con el petróleo que transportaba, pretendía desestabilizar los mercados internacionales.

Esta manía de entretenerse mirando por la ventana también se puedeconsiderar como una manera importante de pasar el tiempo en una cultura pre-televisión. Y asimismo es posible verla como un efecto colateral de los infinitos placeres de observar el paisaje del Bósforo. Pero tras mi afición a contar los barcos, como tras las aficiones parecidas de tantos otros conocidos míos, había un miedo grabado en las masas estambulíes. El que las ciudades que en tiempos consumían las riquezas de Oriente Medio acabaran languideciendo hasta desaparecer para convertirse en lugares pobres y tristes cubiertos de ruinas como resultado de las guerras que estallaban entre el Imperio otomano y Occidente o Rusia, ha hecho de los estambulíes una comunidad introvertida, nacionalista y que sospecha continuamente de lo exterior, de los lugares lejanos, de Occidente y, en realidad, de cualquier tipo de novedad o de cualquier cosa que lleve la marca de ser extranjera. Además, y por las mismas razones, los estambulíes, algo que yo también sentí siempre durante mi niñez, han sido incapaces en ciento cincuenta años de quitarse de encima el miedo al desastre que en cualquier momento puede precipitarse sobre la ciudad o a que les sobrevengan nuevas derrotas y hundimientos.

Cuando me voy de Estambul, a veces pienso que mi deseo de volver lo antes posible a la ciudad se debe a que quiero seguir contando barcos. A veces también creo que, si no los cuento, la ciudad se dejará llevar con mayor rapidez por la sensación de amargura y pérdida que se expande por ella. Quizá la amargura es un destino inevitable para alguien que ha pasado toda su vida en Estambul en los mismos años en que yo he vivido en ella. Pero la determinación de hacer algo para contrarrestar la amargura también es importante para darle un significado de misión al hecho de contemplar perezosamente el Bósforo por la ventana.

A la cabeza de los desastres continuamente recordados y temerosamente esperados por la ciudad están, por supuesto, los accidentes de los barcos que cruzan el Bósforo. Se vivían con un gran sentimiento de comunidad que unía a todo Estambul. Como eran algo que se salía de las pautas habituales de la vida cotidiana e intuía que al final a nosotros no nos pasaría nada, en secreto me gustaban aquellos accidentes y, como consecuencia, sentía una mezcla de culpabilidad y placer.
 
Por ejemplo, aquella vez en que el ruido de la explosión y el humo de las llamas que ennegrecía el cielo estrellado anunciaron que dos petroleros habían chocado en medio del Bósforo y que estaban ardiendo después de estallar; yo todavía tenía ocho años y, más que el miedo, me excitó la perspectiva del espectáculo. Más tarde, gracias a las conversaciones telefónicas, nos enteramos de que también habían volado por los aires los depósitos de petróleo de los alrededores y que en realidad estaba ardiendo el Bósforo entero. Como en todos los grandes incendios que valía la pena contemplar y registrar, primero alguien vio las llamas y el humo, luego se oyeron rumores generalmente falsos y, por fin, se apoderó de nosotros el irresistible deseo de ver el incendio a pesar de las objeciones de madres y tías.

Mi tío nos despertó a toda prisa, nos metió en el coche y nos llevó a Tarabya por las colinas a espaldas del Bósforo. Recuerdo que el ver que la policía había cortado la carretera costera por delante del gran hotel entonces en construcción me entristeció y me excitó tanto como el mismo incendio. Más tarde me enteraría, celoso, de que un compañero de la escuela había superado el cordón policial cuando su padre dijo de manera muy ostentosa «¡Prensa!» y enseñó el carnet. Así fue como en el año 1960 vi emocionado arder el Bósforo una madrugada de otoño entre una multitud de curiosos estambulíes que se habían echado a la calle en camisón y pijama, con los pantalones puestos a toda prisa, en zapatillas, llevando a los niños en brazos y bolsos y bolsas en la mano. Incluso paseaban ya entre la gente y habían comenzado su negocio esos vendedores de tortas de oblea, de roscas de pan, de agua, de pipas, de albóndigas y de jarabe que nunca sabré de dónde salen y que he vuelto a ver en cada uno de los espectaculares incendios del mar, de mansiones y de barcos en el Bósforo en años posteriores.

El carguero Peter Zoranich, que se dirigía a Yugoslavia desde el puerto de Tvapse, en la Unión Soviética, con once toneladas de queroseno y que, según dijeron luego los periódicos, seguía un rumbo equivocado, chocó con el carguero griego World Harmony, que a su vez también se dirigía a la Unión Soviética para cargar queroseno, y un par de minutos después el petróleo que se había derramado del barco yugoslavo estalló con un estruendo que se pudo oír en todo Estambul. Como los marineros de ambos barcos los abandonaron al instante o murieron abrasados, las dos naves, sin nadie que las gobernara, perdieron el control y, arrastradas a izquierda y derecha al arbitrio de los fuertes y misteriosos remolinos y corrientes del Bósforo, comenzaron a girar convertidas en bolas de fuego que amenazaban los barrios de ambas orillas, las mansiones de Emirgân y Yeniköy, Kanlica, los depósitos de petróleo y gasolina de Çubuklu y las riberas cubiertas por casas de madera de Beykoz. Los mismos lugares que Melling había pintado como paradisíacos y a los que A. S. Hisar había llamado «la civilización del Bósforo» estaban sumidos en llamas de petróleo y humo negro.

Los habitantes de los barrios y las riberas a las que se iban acercando los barcos abandonaban sus mansiones y sus casas de madera asustados, salían a la calle llevando niños y colchones y huían de la orilla. El carguero yugoslavo primero fue arrastrado de la orilla asiática a la de Rumeli y allí chocó con el barco de pasajeros Tarsus, que estaba anclado ante Istinye y que no tardó en comenzar a arder también. Cuando llegaron ante Beykoz, la gente que huía de sus casas y de la orilla ya había empezado a trepar hacia las cumbres de las colinas vistiendo gabardinas que se habían puesto a toda prisa encima de los camisones y pijamas y llevándose los colchones. El mar estaba resplandeciente y amarillísimo entre las llamas. Las chimeneas, mástiles y puentes de ambos barcos, convertidos en rojas masas de hierro, se inclinaban al fundirse. El cielo estaba iluminado por una luz roja que parecía proyectarse desde el mismo interior de los barcos. De vez en cuando se oía una explosión, y trozos de plancha de hierro del tamaño de mantas caían al mar balanceándose como si fueran de papel; desde la orilla y las colinas llegaban gritos y chillidos y entre las explosiones se oían llantos de niños.

¿Qué puede haber más instructivo que ver los mismos lugares en los que antes se podía pasear aspirando el perfume de las madreselvas y los árboles de Judas, dormir una paradisíaca siesta a la sombra de las moreras y en los que se contemplaban el color plateado de las gotas que caían de las palas de los lentos remos que llevaban hacia la barca en la que se interpretaba música de entre las muchas que había en un mar que brillaba como la seda las noches veraniegas de claro de luna, los bosques y jardines cubiertos de cipreses y pinos y las grandes y antiguas mansiones que aún no habían ardido, ahora envueltos por explosiones, llamas, un cielo rojo y gente llorosa que había huido de sus casas en pijama?

Como entendería más tarde, todo aquello había ocurrido porque por aquel entonces yo todavía no había empezado a contar barcos. Esa sensación de culpabilidad con respecto a los desastres no despertaba en mí el impulso de alejarme y huir, sino, justo al contrario, el deseo de estar en el lugar de la catástrofe, de ser testigo de ella. Más tarde, como les ocurre a tantos estambulíes, se despertaría en mí el complejo de culpabilidad de que cada vez que se producía un desastre era porque yo lo había querido. Pero la avidez por verlo y por encontrarme en el lugar de los hechos anulaba dicho sentimiento.

Hasta Tanpinar, que se pasó la vida quejándose de que los restos de la cultura otomana fueran desapareciendo como resultado de la modernización occidentalizante, de la pobreza y, sobre todo, de la ignorancia y la desesperación de los propios estambulíes, y que trató el tema en sus novelas en sus dimensiones más profundas y espirituales, confiesa en el capítulo «Estambul» de su libro Cinco ciudades que le gustaba contemplar cómo ardían las viejas mansiones de madera (también él, como Gautier, compara ese placer con el de Nerón). Y lo más extraño es que, pocas páginas antes, Tanpinar lo ha lamentado sinceramente diciendo: «Las obras maestras se deshacen una tras otra como cristales de sal que caen en el agua, se convierten en montones de cenizas y polvo».


Por aquel entonces, Tanpinar había visto arder el edificio de madera que había sido la antigua mansión de Sabiha Sultana y sede del Parlamento otomano y, posteriormente, la Academia de Bellas Artes, donde era profesor, desde su casa en la cuesta de Tavuk Uçmaz, en Cihangir, en la misma calle en la que en los cincuenta mi abuelo construyó el edificio desde el que yo contaba los barcos de guerra soviéticos. Quizá para aliviar la incongruencia que existe entre el hecho de que hable con placer de «las columnas de humo y las llamas que giraban y se elevaban hacia el cielo al instante en un extraño apocalipsis» que duraron más de una hora y que sumieron los alrededores en una bonita lluvia de chispas con sus explosiones, y el de lamentarse por otro lado de la destrucción de uno de los edificios de madera más bellos de la época de Mahmud II junto con la multitud de recuerdos y objetos de arte que contenía (también desaparecieron en aquel incendio los archivos enteros y los alzados y planos del arquitecto Sedad Hakki Eldem, el mayor archivista de la arquitectura otomana), Tanpinar nos habla de los bajás otomanos a los que antiguamente les gustaba contemplar los incendios. Enumera uno a uno, con un extraño sentimiento de culpabilidad, a todos aquellos que al oír el grito de «¡Incendio!» se ponían en marcha forzando el galope de los caballos de sus coches y que se llevaban consigo mantas y abrigos de pieles para no pasar frío, y comida y juegos de café por si la excursión se prolongaba.

Los incendios del viejo Estambul no eran algo a lo que solo acudieran corriendo curiosos los bajás, los saqueadores y, por supuesto, los niños, sino también un importante entretenimiento para los escritores occidentales que llegaron a la ciudad a partir de mediados del siglo XIX y que sentían como responsabilidad suya el describir el apocalipsis del que habían sido testigos personalmente. Théophile Gautier, que llegó a Estambul en 1852, nos cuenta muy complacido los cinco incendios de los que fue testigo en los dos meses que permaneció en la ciudad empezando por el primero (que vio mientras estaba sentado en el cementerio de Beyoglu escribiendo poesía). Como era aficionado a los espectáculos, prefería que los incendios estallaran, por supuesto, de noche. Al mismo tiempo que nos describe como «un magnífico panorama» el incendio de una fábrica de pinturas en la orilla del Cuerno de Oro, que ardía lanzando al cielo llamas multicolores, Gautier, con la mirada de un pintor, presta también atención a las sombras de los barcos en la ría, al ondear de la multitud que contemplaba el fuego y, mientras se desplomaban las maderas y los edificios que devoraban las llamas, a los chasquidos que producían. Tiempo después vuelve al solar dejado por el incendio e intenta interpretar como una particularidad turco-musulmana el que los cientos de familias que trataban de vivir en los refugios construidos en un par de días con las alfombras, los colchones, los almohadones y los cacharros de cocina que habían logrado hurtar al fuego, aceptaran que lo que les había ocurrido era obra del «destino».

Sin embargo, la verdadera razón es que los incendios han sido una parte tan inseparable de Estambul a lo largo de sus cinco siglos de historia que los estambulíes, especialmente a partir del siglo XIX, aprendieron a prepararse por adelantado a ese desastre que arrasaba la ciudad. Para los estambulíes del siglo XIX, que vivían en calles estrechas y en casas de madera, el que sus hogares se incendiaran, más que una catástrofe, era algo para lo que ya estaban prevenidos, como si se tratara de un final inevitable. Aunque el Imperio otomano no se hubiera hundido, Estambul habría seguido perdiendo gran parte de su memoria y su fuerza a causa de los continuos incendios que, a principios del siglo XX, se tragaron miles de casas, decenas de barrios y enormes distritos y que dejaron a decenas de personas sin hogar, pobres y desesperadas.

Para la gente como yo, que fuimos testigos de la quema y destrucción de los últimos palacetes, mansiones y casas de madera en los cincuenta y los sesenta, el placer de contemplar los incendios, al contrario que los bajás, que anteponían a todo el placer visual, iba acompañado por las señas de un malestar espiritual: la culpabilidad, la opresión y la envidia de desear que desaparecieran cuanto antes los últimos restos de una gran cultura y civilización de la que no habíamos podido ser herederos de pleno derecho, en nuestra ansia por crear en Estambul una imitación pálida, pobre y de segunda categoría de la civilización occidental.

En mi niñez y mi juventud, cuando uno de los palacetes del Bósforo empezaba a arder, se reunían multitudes curiosas en ambas orillas para contemplar el espectáculo y los que querían verlo aún más de cerca se aproximaban en motoras y barcas al edificio en llamas. En los años de mi primera juventud, cuando estallaba uno de esos incendios en el Bósforo, los amigos nos llamábamos por teléfono, nos lanzábamos a los coches e íbamos en pandilla, por ejemplo, a Emirgân, y desde allí contemplábamos las misteriosas llamas del palacete ardiendo en la otra orilla, en Asia, mientras escuchábamos en el casete (la última moda) a Creedence Clearwater Revival y nos tomábamos los sándwiches de queso, los tés y las cervezas que pedíamos en la cafetería de al lado.

Durante el espectáculo, hablábamos de cosas como, por ejemplo, los clavos de las paredes de las casas de madera que, en los incendios de antaño, salían disparados incandescentes hacia el cielo por la presión, cruzaban el Bósforo y prendían fuego a otra casa. Pero al final charlábamos sobre todo de amoríos, de cotilleos políticos, de partidos de fútbol y de la estupidez de nuestros padres. Y, lo más importante, si ante la mansión de madera en llamas pasaba un petrolero desastre ya había estallado. En los momentos en que el fuego se enardecía, en que se vivía la catástrofe en todo su horror, los amigos nos callábamos, se producía un silencio en el coche y entonces yo intuía que cada cual, observando las llamas, estaba pensando en sus propios desastres del futuro.
 
A veces incluso en mi sueño sentía el miedo a una nueva calamidad que vendría del Bósforo, una sensación que conocen todos los habitantes de Estambul. En algún momento entre la medianoche y el amanecer, me despertaba la sirena de un barco. Cuando volvía a oír aquella profunda y larga sirena, que sonaba largo rato por el eco que producía en las colinas que rodean el Bósforo, de inmediato sabía que había niebla. En las noches de bruma también la sirena del faro de Ahirkapi, que señala el punto en el que el Bósforo se abre al Mármara, cantaba tristemente a intervalos regulares. Y así en mi mente, entre el sueño y la vigilia, aparecía la imagen de un gran barco intentando encontrar el camino entre la niebla por las rápidas aguas del Bósforo.

¿De qué país era, qué tamaño tenía, cuál era su carga? ¿Por qué estaban preocupados el práctico y quién sabe qué ayudantes que estuvieran junto a él en el puente? ¿Eran arrastrados por la corriente? ¿Habían notado una silueta que se les echaba encima en la niebla? ¿O se habían dado cuenta de que habían perdido el rumbo, seguían una dirección equivocada y por eso tocaban la sirena de aviso? Desde su cama, el estambulí medio dormido oye la sirena, que cada vez le parece más triste y desesperada, y va y viene entre la pena por los marinos y la preocupación por el desastre, entre un sueño horrible y la curiosidad por lo que está pasando ahí abajo, en el Bósforo. En los días de tormenta, mi madre decía: «¡Que Dios ayude a los que salen al mar con este tiempo!». Por otro lado, el mejor somnífero para los que se despiertan en medio de la noche es el sentir que cerca de ellos se está produciendo un desastre, una catástrofe, pero que está lo bastante lejos como para que a ellos no les afecte. Y así, entre el sueño y la vigilia, el estambulí, después de contar un rato los pitidos de la sirena, se abraza a la almohada y se queda dormido. Quizá en su sueño se vea a sí mismo en el barco en medio de la niebla, en el umbral del peligro.

Sea así o no, la mayoría, de la misma forma que olvida los sueños, por la mañana ha olvidado que se despertó en mitad de la noche con las sirenas para la niebla de los barcos. Pero los niños y los de alma infantil recuerdan las sirenas y la niebla de la noche. Y en el momento más vulgar de la vida cotidiana, esperando en la cola de Correos o almorzando, si tenemos a alguien así a nuestrooscuro, nadie le prestaba atención, nadie lo contaba porque, en realidad, el lado, nos dirá: «Anoche la sirena de un barco me despertó de un sueño».

Entonces siento que desde mi niñez en las noches de niebla tengo el mismo sueño que millones de estambulíes que viven en las colinas del Bósforo.

Con un accidente que se grabó tan profundamente en mi memoria como el de los dos petroleros voy a explicar otro miedo que se introduce en los sueños de los que viven en las mansiones a orillas del Bósforo. Una de esas noches de niebla, si hay que dar la fecha exacta el 4 de septiembre de 1963 a las cuatro de la madrugada, el mercante Arhangelsk, de 5.500 toneladas brutas, que llevaba a Cuba material militar desde el puerto ruso de Novorosisk, intentó continuar su ruta a pesar de no tener un campo visual de más de diez metros, y a la altura de Baltalimani se metió diez metros en tierra y, de un golpe, derribó dos mansiones y mató a tres personas.

Nos despertamos con un estruendo terrible. Creíamos que había caído un rayo en la casa cuando de repente el edificio se partió en dos con un crujido. Por suerte, nosotros estábamos en la parte que no se desplomó. Cuando pudimos recuperarnos de la impresión y miramos, nos dimos de narices con un enorme carguero en la sala de estar del tercer piso.
 

Junto a las declaraciones de los supervivientes del accidente, los periódicos publicaron fotos del barco metido en la sala de estar de la mansión de madera: un barco cuya proa mortal se veía entre fotografías del abuelo bajá colgadas de las paredes, racimos de uvas que esperaban tranquilamente en su plato sobre un aparador, alfombras y tocadores que colgaban en el vacío y ondeaban al viento como visillos porque la otra mitad de la habitación había desaparecido, mesitas, láminas de caligrafía enmarcadas y sofás caídos de lado. Lo que hacía a aquellas fotografías tan insoportablemente terribles y atractivas era que los objetos entre los que había pasado el barco esparciendo muerte se parecían a los de nuestra casa, a los sillones, cómodas, mesitas, biombos, sillas, mesas y sofás tan conocidos. Al repasar los volúmenes encuadernados de los periódicos de hace treinta años, he recordado cómo en Estambul no se habló de otra cosa durante días: la bella joven de instituto muerta en el accidente que se había prometido en matrimonio poco tiempo atrás, lo que habían hablado la noche anterior los que morirían con los que sobrevivirían, el dolor del joven del barrio que se encontró el cadáver de su prometida entre los escombros.

Como por aquel entonces Estambul no tenía diez millones de habitantes como ahora sino solo un millón, los accidentes en el Bósforo no se vivían como desastres cotidianos que se perdían entre la multitud de una ciudad apocalíptica, sino como historias que alcanzaban dimensiones legendarias pasando de boca en boca en el barrio en cuestión. Lo que más me sorprende es que muchos conocidos míos, en cuanto supieron que estaba escribiendo sobre Estambul, hablaran nostálgicamente de aquellas catástrofes del Bósforo con ojos casi húmedos, como si recordaran los días del pasado feliz, y que me insistieran enque mencionara en mi ensayo sus desastres más selectos.

¿Me acordaba de aquella vez, probablemente en julio de 1966, en que un barco de motor que hacía una excursión por el Bósforo llevando a los miembros de la Asociación de Amistad Germano-Turca, chocó con otro que transportaba madera entre Yeniköy y Beykoz, se hundió y trece personas desaparecieron ahogadas en las oscuras aguas del Bósforo? Pues de eso tenía que escribir sin falta.

Solo con rozarlo, el petrolero rumano Ploiesti había partido en dos un barco de pesca que en un instante se hundió ante la mirada de un conocido que, fatalista, contaba barcos desde su balcón; tenía que escribir al respecto.

Años después, aquel petrolero rumano (el Indepente) había chocado con otro barco (el carguero griego Euryali) en mar abierto a la altura de Haydarpasa y, cuando de repente prendió la gasolina que se había vertido, el petrolero estalló con una explosión terrible que nos despertó a todos, eso no debía olvidárseme. No lo he olvidado: con la violencia de la explosión, la mitad de los cristales de las ventanas de nuestro barrio se rompieron a pesar de encontrarnos a kilómetros de distancia del lugar del accidente y las calles se cubrieron de fragmentos de cristal.

¿Y aquel barco que se fue al fondo del Bósforo con todas las ovejas que llevaba? El transporte de ganado Rabunion, de bandera libanesa, que estaba cruzando el Bósforo con las más de veinte mil ovejas que había cargado en Rumanía, chocó el 15 de noviembre de 1991 con el carguero filipino Madonna Lili, que llevaba trigo de Nueva Orleans a Rusia, y se hundió con las ovejas que llevaba. Algunas de ellas, las pocas que pudieron saltar del barco y nadar, fueron sacadas del agua por estambulíes que leían el periódico y tomaban café en los jardines de té a orillas del Bósforo, pero todavía hay veinte mil desgraciadas que siguen esperando que alguien las saque de las profundidades. Este accidente ocurrió justo debajo del segundo puente del Bósforo, llamado el puente del Conquistador, pero no voy a entrar en el mayor descubrimiento de los estambulíes después de 1970: suicidarse saltando desde el puente, una costumbre bastante extendida por la ciudad. Porque en las colecciones de periódicos viejos que he comenzado a leer con el hábito y el placer de mi infancia para escribir este libro, me he encontrado una noticia publicada en los periódicos de Estambul por los días en que nací que me ha recordado una manera de saltar a la muerte mucho más extendida que hacerlo desde uno de los puentes. He aquí un ejemplo:

Un automóvil salió volando al mar en Rumeli Hisari. A pesar de todos los intentos de búsqueda realizados ayer [24 de mayo de 1952], no se pudieron encontrar ni el vehículo ni sus ocupantes. Mientras el automóvil volaba hacia el mar, el conductor abrió la puerta y gritó pidiendo socorro pero, por alguna razón, la puerta volvió a cerrarse y el coche se hundió en las aguas con sus ocupantes. Se cree que la corriente se lo llevó hasta hundirlo en un lugar más profundo.

Y este otro, también de un periódico de Estambul, de cuarenta y cinco años después, del 3 de noviembre de 1997:

Un automóvil ocupado por nueve personas que volvían de una boda y que se dirigían a la tumba de Tellibaba a presentar una ofrenda, cayó al mar en Tarabya al perder el control el conductor bajo los efectos del alcohol. En el accidente falleció una mujer madre de dos niños.
 

¡De cuántos coches no habré oído, leído o visto a lo largo de los años que han caído al Bósforo con sus pasajeros yéndose al lugar sin retorno en las aguas profundas! Cuando cae al agua el coche en el que van los niños que gritan, los novios que han discutido, los borrachos que todo se lo toman a broma, los maridos que vuelven a toda prisa a casa, los jóvenes que quieren probar los frenos de sus coches nuevos, los conductores absortos, los amargados que piensan en el suicidio, los abueletes que no ven bien en la oscuridad, el distraído que en lugar de meter la marcha atrás mete la primera después de tomar un té en el muelle con sus amigos, los que no logran entender cómo es posible que pase algo así tan de repente, el antiguo delegado provincial de Hacienda Sefik y su secretaria, los policías que contemplan el Bósforo contando los barcos, el chófer novato que ha tomado sin permiso el coche de la fábrica para salir de paseo con su familia, el fabricante de medias de nailon conocido de un pariente lejano, el padre y el hijo que llevan la gabardina del mismo color, el famoso bandido de Beyoglu y su amante, la familia de Konya que ve por primera vez el puente del Bósforo… el automóvil no se hunde de inmediato como una piedra, sino que parece detenerse un instante sobre las aguas. Si todo ocurre a la luz del día, o a la de las farolas de la calle, o a la de las luces de la taberna, en ese breve instante los que están en este lado del Bósforo, en el de la vida, pueden ver el horror en la cara de aquellos que están pasando al otro lado, al profundo, sin tener la más mínima intención de hacerlo. Luego el coche se va hundiendo poco a poco en las oscuras e impetuosas aguas del Bósforo, cada vez más profundas, y desaparece.

Me gustaría recordar a los pasajeros del coche que está descendiendo a las profundidades del Bósforo que ya no podrán abrir las portezuelas porque la presión del agua que rodea al vehículo se lo impedirá. En una época en la que muchos automóviles cayeron al Bósforo, un periódico delicadamente preocupado tuvo la inteligente idea de compartir con sus lectores esta información y publicó una pequeña guía ilustrada con dibujos muy bien hechos:

¿CÓMO SALIR DE UN COCHE QUE CAE AL BÓSFORO?

1. No se deje llevar por el pánico. Cierre las ventanillas y espere que el agua llene el interior de su
vehículo. Abra los seguros de las portezuelas. Que nadie se mueva de donde está sentado.
2. Si el coche continúa hundiéndose hacia las profundidades del Bósforo, eche el freno de mano.
3. Cuando el agua esté a punto de llenar el coche, aspire profundamente el aire atrapado en el último
palmo del techo del vehículo, abra lentamente las puertas y salga con calma.

 

A mí me habría gustado añadir un cuarto punto: que ojalá en el último momento la gabardina no se le enganche en el freno de mano y pueda salir nadando a la superficie. Si sabe nadar y llega arriba, a la superficie, se dará cuenta de inmediato de lo bellos que son el Bósforo y la vida a pesar de toda la amargura de la ciudad.

Estambul. Ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk. Literatura Mondadori.

MÁS INFORMACIÓN 

MÁS CUENTOS