domingo, 8 de septiembre de 2019

Cuento setiembre 2019: El hombre de negro de Mario Vargas Llosa

I 

Cuando el director de teatro Pedrito Adrianzén concertó una cita con Antenor Montalvo en el Gijón “para tomarnos un cafecito y contarte un proyecto”, este último, actor fallido y en proceso de desintegración psicológica y moral, vivía en la insolvencia en una pensión de mala muerte de Lavapiés que no pagaba hacía tres meses y estaba dándole vueltas en su cabeza a la idea de suicidarse. La carita de Adrianzén lo sorprendió. ¿Era posible que ese director famosísimo lo llamara para ofrecerle un papel? ¿A él? Antenor, con sus cincuenta y pico de años, se sabía hacía tiempo un fracasado. Como actor, pues ya casi nadie lo contrataba, salvo para hacer de mayordomo o chofer en comedias de dudoso gusto o papelitos aún más insignificantes en telenovelas y películas del montón; y también en amores, pues la última mujer con la que convivió lo había abandonado hacía ya un par de años “por impotente y por inútil” (se lo dijo así en su brutal carta de despedida). Ya no tenía parientes vivos y la pobreza le había ido haciendo perder amigos –le avergonzaba que pagaran siempre ellos la caña o la copa de vino en la tasca, así que dejó de asistir a su vieja tertulia– y aislado en una soledad neurótica y enfurruñada, salvo cuando conseguía algún trabajito, pasaba sus mañanas y sus tardes leyendo en la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos.

Llegó al Gijón unos minutos antes de las once, la hora fijada para la cita, y Pedrito Adrianzén ya estaba allí, juvenil y vistoso como de costumbre. Lo había conocido vagamente, cuando iniciaba su meteórica carrera de éxitos con su espectacular montaje de La asamblea de las mujeres, de Aristófanes, que le mereció el premio mayor en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, en Extremadura. Le pareció más joven todavía que entonces, con sus tatuajes en la cara y en los brazos, sus blue jeans agujereados y el pendiente bailoteándole en la oreja derecha. En vez de la larga peluca que Antenor le recordaba, llevaba ahora el pelo cortado al rape y tenía un manojo de collares de colorines sobre su blusita azul marino, abierta hasta el ombligo. Mientras se daban la mano, Antenor Montalvo se sintió prehistórico con su terno antediluviano, su camisita de cuello y su corbata con el nudo diminuto que desde hacía por lo menos diez años llevaba siempre en las grandes ocasiones. (Hacía mucho tiempo que no se compraba ropa y con tantas lavadas y planchadas la que llevaba puesta lucía los brillos y la delgadez de una hoja de cebolla.)

–¿Quieres un café, un agua mineral? –le preguntó el joven director, indicándole que se sentara frente a él.

–Si no te importa, preferiría un bocadillo de queso y jamón –dijo Montalvo, ruborizándose–. Y un cortado.

–Claro, claro –asintió Adrianzén–. Te estarás preguntando por qué quería que nos reuniéramos.

–Pues, sí, me llevé una sorpresa –respondió Antenor, con la franqueza que siempre lo caracterizó–. 
Una gran ilusión, también. Como te imaginarás, no soy un actor al que llamen todos los días los directores famosos como tú.

–Tengo un papel para ti en la obra que voy a dirigir –entró Adrianzén en materia de inmediato–. Comenzaremos los ensayos el próximo lunes, en el Teatro Español, de Los cuentos de la peste, de Vargas Llosa. Es una adaptación muy libre del Decamerón de Boccaccio. No tendrás que decir una sola palabra, pero estarás en escena de principio a fin. Serás “el hombre de negro”, el kuroko, que aparece en todos los espectáculos del kabuki japonés. ¿Te interesa?

Adrianzén acababa de pasar una temporada en el Japón, invitado por The Japan Foundation, para familiarizarse con el teatro japonés antiguo y moderno. Había visto y charlado con actores, directores, autores y técnicos del teatro tradicional y contemporáneo japonés, desde el popular kabuki al exquisito no, así como el arte sutil del teatro de títeres, el bunraku, con tambores y muñecos, en Kioto, y visitado talleres, maestros, escuelas de formación, academias, etcétera. De toda aquella rica experiencia lo que más le había impresionado era la presencia del kuroko, “el hombre de negro”, en las funciones del kabuki, el antiguo teatro popular japonés.

–Es un hombre que está en el espectáculo –lo escuchó decir Antenor, entusiasmado como un niño con un juguete nuevo–. Pero no es un personaje ni forma parte de la trama. Sin embargo, aparece todo el tiempo en ella: detrás de las puertas que se abren o se cierran, debajo de las mesas, encogido dentro de aparadores y roperos, alcanzando a los actores pañuelos o sombreros, sin que nadie en el escenario tome nota de su presencia, invisible para el elenco, pero no para los espectadores, a quienes sí se hace presente de continuo. ¿Con qué fin? Recordarles que aquello que están viendo no es la verdad sino el teatro, no la vida sino una representación ficticia de la vida. El “hombre de negro” es un antecesor remoto –nació en el siglo XVI, imagínate– de lo que Brecht quería conseguir en sus montajes: recordar a los espectadores que no debían confundir lo que veían en el escenario con la vida real, que el teatro es solo un simulacro de la vida.

A Adrianzén se le había ocurrido hacer un trasplante de “el hombre de negro” del kabuki a su montaje de Los cuentos de la peste en el Teatro Español y ese era el papel –mudo, movido, invisible para los demás actores pero ostentoso para el público– que le ofrecía a Montalvo. Cuando terminó de hablar se le quedó mirando, risueño e inquisitivo: “¿Aceptas?”

–Era lo último que me faltaba –exclamó Montalvo, haciendo una mueca tragicómica–. Que ya no solo me ofrezca ser mayordomo, portero o chofer, sino mudo e invisible. Descender a la condición de objeto, ni más ni menos que un florero o una mesa.

Se rio con amargura y encogió los hombros, como diciendo: ¡esa es mi suerte, qué remedio!

–Bueno, hay otra manera de verlo, Antenor –le levantó la moral el director, dándole una palmada–. Sería considerar que el hombre de negro es el dios de la representación para los demás actores: está en todas partes aunque invisible para ellos y, en cambio, para los espectadores, visible en todas las escenas, aunque exonerado de toda forma de acción.

–¿Puedo preguntarte por qué pensaste en mí para hacer de “hombre de negro”? –preguntó Antenor.

–No fui yo –repuso en el acto Adrianzén–. Fue Aitana Sánchez Gijón.

–¿Aitana? –se sorprendió Antenor–. ¿Ella sabe que yo existo?

–Dijo que de todos los actores que conocía el único capaz de no existir en un escenario eras tú 
–explicó Adrianzén–. No me preguntes qué quiso decir, yo tampoco entendí. Pero, como ella es tan inteligente, me convenció. ¿Qué dices? ¿Aceptas?

Antenor dijo que sí, sin la menor alegría.

II

Cuando comenzaron los ensayos, en un sótano del Teatro Español, Antenor advirtió que Aitana ni siquiera se acordaba de él. Lo saludó con cierta sequedad el primer día, murmurando: “Mucho gusto.” Solo cuando él le dijo su nombre, dio muestras de reconocerlo y le sonrió: “Hola, Antenor, vamos a trabajar juntos ¿verdad?, qué bien.”

Apenas comenzaron a leer el texto en grupo, Antenor se sintió incomodísimo. No tenía función alguna y Pedrito, el director, jamás se dirigía a él, solo a Aitana (la condesa de la Santa Croce), a Pedro Casablanc (Boccaccio), a Óscar de la Fuente (Pánfilo) y a Marta Poveda (Filomena). Como no tenía nada que leer, Antenor asumió su condición de fantasma o de bulto, con modestia, tratando de ser lo más invisible que pudiera; apenas se movía y jamás abría la boca para hacer alguna pregunta o comentario. Los demás actores terminaron también por ignorarlo; casi jamás le dirigían la palabra, incluso en las pausas que hacían para tomar agua, comer algo y algunos, como el director, fumarse un cigarrillo. Solo cuando terminaron las lecturas y Pedrito Adrianzén comenzó a diseñar las escenas, Antenor tuvo la impresión de que adquiría cierta vida; por lo menos, en lo relativo a la movilidad. De pronto, el director comenzó a darle órdenes: “A ver, Antenor, ponte aquí.” “No de pie, sino arrodillado.” “No mires a los actores.” “Tu mirada debe ser blanca, anodina, inexistente.” “Súbete a esa silla. No, mejor encógete y acurrúcate debajo de ella.” “A ver, ocúltate a medias detrás de esa cortina.” “Recuerda que tu función no es la de existir”. “Échate de espaldas y espía lo que ocurre a tu alrededor. Asume tu condición, guarda total inmovilidad.” “Recuerda que tu función no es la de existir, no formas parte del elenco ni de la historia; tu función es solo ‘estar allí’, nada menos y nada más que ‘estar ahí’.”

Antenor obedecía y trataba de acatar escrupulosamente las instrucciones de Pedrito. A veces, este parecía olvidarse de él; entonces, si la postura en que estaba resultaba demasiado incómoda y un músculo o tendón le dolía demasiado, o tenía un comienzo de calambre, preguntaba a media voz: “¿Podría moverme un poco? Estoy algo agarrotado.” Las miradas de todos se volvían hacia él y Antenor tenía la sensación de que solo ahora estaban descubriéndolo e, incluso, que Aitana, Pedro, Óscar, Marta y el propio Pedrito Adrianzén se sorprendían de que ese bulto tuviera el don de la palabra.

En las largas esperas, mientras los otros actuaban e iban cuajando las escenas bajo la batuta de Pedrito Adrianzén, Antenor Montalvo tenía tiempo de sobra para pensar. Sobre todo, con una tendencia que se manifestaba en él con fuerza desde que cumplió la cincuentena, recordaba su infancia y juventud, en el lejano Perú natal, cuando, ante la sorpresa y el disgusto de sus padres, les anunció que, de grande, él no sería dentista como papi, ni maestro como mami, sino actor. ¿Actor? Sus padres se rieron de él, no lo tomaron en serio, dijeron que a todos los niños les daban esas ventoleras, ser domadores de fieras o    exploradores en el Ártico, pronto recapacitaría y entraría en razón. Pero la verdad es que les hablaba muy en serio y que esa vocación que descubrió cuando llevaba todavía pantalón corto era una de las pocas cosas de las que estuvo siempre seguro: él, de grande, sería actor o no sería nada. ¿Cómo descubrió su vocación? Eso no lo sabía. Pero recordaba muy bien que, en el colegio San Agustín, desde los primeros años de primaria, siempre se había ofrecido como voluntario para todas las actuaciones, recitales, espectáculos que los padres agustinos y los profesores laicos organizaban en el colegio. Y que, desde esos remotos años, él había organizado también en el patio de su casa actuaciones y veladas con sus amigos de barrio, números musicales, recitales de poesía o pequeñas escenas que él mismo escribía imitando episodios de películas, la radio o las revistas. Preparaba esas actuaciones con pasión –construyendo escenarios, improvisando telones, decorados–, ni más ni menos que con el mismo entusiasmo con que sus amigos organizaban los partidos de fútbol en el barrio o las excursiones al Estadio Nacional a ver jugar a la “U” y al Alianza Lima o las fiestecitas bailables de los sábados.

Se salió con su gusto. Al terminar el colegio entró a la Universidad Católica, a estudiar Letras, pero, en verdad, a matricularse en el TUC (Teatro de la Universidad Católica), uno de los pocos lugares donde podía formarse un actor en aquel tiempo en el Perú. Estuvo allí apenas un año, trabajando solo una vez ante el público, en un papelito menor, en una obra de Calderón de la Barca dirigida por Ricardo Blume. Pues al año siguiente su padre, resignado ya a que su único hijo se dedicara a ese incierto oficio, lo mandó a España a que completara allí su formación y “alcanzara el éxito”. Antenor nunca más había vuelto al Perú.

“El éxito”, pensó el hombre de negro, apoyado en una supuesta columna, a menos de medio metro de la condesa de la Santa Croce y el duque Ugolino, enfrascados en ese momento en una violenta disputa en la que chasqueaba un látigo. ¿Había tenido alguna vez en su vida de actor la sensación de éxito? Pensó, recordó, fantaseó: “Creo que nunca. Aplausos, menciones al paso, felicitaciones de los amigos, sin duda. Pero esa cosa grande, impersonal, envolvente y milagrosa, el éxito, no, jamás.” Eso no lo había conocido y era seguro que tampoco lo conocería en lo que le quedaba por vivir.

No era por la falta de éxito que había decidido suicidarse; era por haber perdido las ilusiones y la admiración y el respeto que durante su juventud y primera madurez le producía el teatro, en aquellos años en que todavía soñaba con encarnar en un escenario a Segismundo, Hamlet, Harpagón o don Juan. Su formación había sido bastante buena. Después de Madrid, vivió un par de años en París, aprendió francés, fue aceptado en la academia de Jacques Lecoq, y practicó allí un par de temporadas las estrictas enseñanzas físicas y teóricas del antiguo luchador convertido en funámbulo y teórico de la actuación.

¿Por qué nunca había tenido éxito? Durante mucho tiempo, lo atribuyó a su mala suerte, a su escasa aptitud para conquistar amigos influyentes, a su incapacidad para adular o, incluso, hacerse simpático a quienes podían ayudarle a abrirse camino, conseguir buenos contratos, papeles relevantes. ¿Había sido un imbécil creyendo que existía una justicia inmanente, que en su caso terminaría por imponerse, premiando tarde o temprano su constancia, su profesionalismo, el rigor con que estudiaba y trataba de componer el personaje cuando conseguía actuar? A lo largo de años, pese a no haber salido jamás de esa mediocre existencia profesional en la que nunca conseguía sobresalir, había mantenido la esperanza de que cambiara su suerte y, de pronto, las cosas mejoraran para él en el mundo del espectáculo. ¿Cuándo la perdió? Hacía varios años ya, pero no de golpe, sino poco a poco. Sus ilusiones fueron diluyéndose como un día que anochece. Hasta que una tarde se dijo que no podía seguir engañándose, tenía que aceptar que nunca más le ofrecerían un rol protagónico en una obra de teatro, una telenovela o una película, que lo que le quedaba de vida profesional lo pasaría hundiéndose cada vez más en esa gris mediocridad en la que siempre vivió.

¿Qué habría querido decir Aitana Sánchez Gijón con aquello de que él era el mejor actor para represen- tar la inexistencia en un escenario? Le había hecho gracia al principio, aunque no lo entendía del todo, pero al cabo de cierto tiempo le pareció que la frase era dolorosa y hasta cruel. ¿Qué mérito podía tener representar la inexistencia? Ninguno. La frase quería decir, simplemente, que él pasaba siempre inadvertido, cualquiera que fuera su papel; que era incapaz de dar un asomo de vida a esos personajes de segunda o tercera que encarnaba; que su pobre trabajo contribuía más bien a subsumirlos en la nada.

A medida que se hundía en la ociosidad y en la escasez y la pobreza por la falta de trabajo, Antenor fue aceptando que no era tanto la mala suerte ni su carácter poco afecto a la adulación y el oportunismo lo que había hecho de él un fracasado sino, ay, su falta de talento. Su suerte no era una injusticia sino, pura y simplemente, consecuencia de su falta de inspiración, de su intrínseca poquedad. Fue cuando llegó a esta conclusión que decidió suicidarse. No fue una decisión desgarradora, dramática. Todo lo contrario: una elección tranquila, serena, tomada en una tarde fresca de otoño, mientras daba un paseo alrededor del lago del Retiro, luego de haber pasado varias horas leyendo a un autor belga vinculado al simbolismo que hasta entonces no conocía, Michel de Ghelderode, en la Biblioteca Nacional. Hacía de esto unas tres o cuatro semanas: mejor morir antes de tocar fondo y pasar una decadencia humillante, de miseria e idiotismo. Lo había preparado todo con detalle. Sería con pastillas de anfetamina –con un frasco entero sobraría–, a la hora del sueño. Dejaría un sobre con una carta junto a su cadáver, pidiendo a la Sociedad de Actores, si es que se encargaba de financiar su entierro pese a no estar él al día en sus cuotas, que lo incineraran pues lo entristecía imaginar su cadáver devorado por gusanos. La inesperada oferta de Pedrito Adrianzén de ser “el hombre de negro” en Los cuentos de la peste había aplazado su decisión. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta terminar las ocho semanas programadas para la obra?

III

Aquello ocurrió al comenzar la sexta semana. La crítica no había sido muy buena con la obra, tampoco muy mala, y, por supuesto, nadie había mencionado siquiera al “hombre de negro”. Pero el público respondió bastante bien. Trabajaron casi todo el tiempo con la sala llena y muchos días en la boletería se colgó el cartelito de “Localidades agotadas”. La gente se emocionaba, reía, aplaudía y Antenor comió ese mes y medio dos veces al día, algo que no le ocurría hacía tiempo.

Su relación con los demás actores fue buena, pero no intimó con ninguno; compartían bromas o pequeñas charlas antes o luego de la función y algunas veces se tomaban un bocadillo con una caña o un vaso de vino en la pequeña cafetería del teatro intercambiando ideas sobre cosas banales. Con la que menos había tenido esos intercambios era con Aitana Sánchez Gijón, a la que nunca se atrevió a preguntarle qué había querido decir exactamente con aquello de que él era el actor que representaba mejor la inexistencia en un escenario. Él la admiraba como actriz y había soñado trabajar alguna vez con ella, algo que por supuesto nunca consiguió; pero lo intimidaba un poco la actitud distante, ligeramente altiva, que, le parecía, establecía entre ella y sus interlocutores una invisible frontera que nadie, salvo un puñadito de privilegiados, conseguía cruzar.

Desde el principio, cuando la obra llegaba al episodio de “El halcón”, en las postrimerías del espectáculo, a Antenor le entraba un curioso desasosiego, la inquietante sensación de que algo inesperado e importante iba de pronto a ocurrir, algo que no figuraba en el texto ni el montaje de la obra. Y que, por lo demás, nunca ocurría. Pero aquella sensación resucitaba cada vez que la obra llegaba al episodio de “El halcón”, una bonita historia en la que un empobrecido galán, Federico de Alberigue, sacrificaba a su querido halcón para poder ofrecer un almuerzo decente a Dama Johane, la mujer de sus sueños. El galán relataba su historia al público mientras Aitana, transformada en la heroína de “El halcón”, daba tres vueltas y media a una fuente circular, a muy poca distancia de “el hombre de negro”, a quien Pedrito Adrianzén había instalado durante toda la escena sentado a ras de tierra, hecho una estatua. Era al llegar a este momento de la obra cuando Antenor se sentía inquieto, con la impresión de que algo tremendo, imprevisible, iba a suceder en cualquier instante. Pero nada ocurría y minutos después él recuperaba la normalidad.

Hasta ese viernes de la sexta semana en que, efectivamente, algo ocurrió. Algo que Antenor percibió antes de verlo, antes de que su conciencia tomara cuenta cabal de que aquello, pese a ser imposible, estaba realmente ocurriendo a medio metro de distancia de sus ojos, cada vez que Aitana –la viuda que daba vueltas a la fuente mientras su galán relataba sus frustrados intentos para seducirla– pasaba a su lado, rozando el ruedo de su túnica el cuerpo y la cara del hombre de negro. Estaba descalza y tenía unos pies muy blancos y bonitos, armoniosamente dibujados, que se deslizaban en torno a ese círculo con una notable suavidad y ligereza como si –y en ese momento el corazón de Antenor empezó a latir con furia– no estuviera realmente tocando el suelo, sino deslizándose en el aire a milímetros de él. Y eso era, sí, sí, sus ojos lo habían advertido y en esta segunda vuelta lo confirmaron, y lo volvieron a confirmar en la tercera, lo que efectivamente estaba ocurriendo: ¡esos pies no tocaban el suelo! En algún momento habían despegado ligerísimamente de la tierra sin que nadie –salvo Antenor– lo advirtiera, y flotaban discretamente a una mínima pero inequívoca distancia del suelo. En la última media vuelta, cuando Aitana dejaba de circular, aquellos pies blancos, con la misma discreción, habían regresado ya a la tierra y se hundían en la falsa hierba del escenario.

¿Había ocurrido aquello? Por supuesto que no. Ni Aitana ni nadie tenía en este mundo la facultad de levitar. Lo que había visto Antenor –lo que había creído ver– era una falsa impresión, una ilusión, un disparate, la invención de sus ojos aburridos. Por eso no comentó aquello con nadie, ni bromeó al respecto, y esperó con impaciencia que llegara la función de la noche siguiente –la del sábado– para comprobar que, con todo lo buena actriz que era, tampoco Aitana tenía la facultad sobrenatural de elevarse del suelo para que su vuelta alrededor de la fuente alcanzara la fluidez de un desliz inmaterial, de un vuelo.

En los instantes que precedieron la primera vuelta de Aitana a la fuente, el corazón de Antenor comenzó a latir con tanta fuerza que tuvo que abrir la boca, asustado. Pensaba que podía ahogarse, aturdirse y perder el sentido. Felizmente, los espectadores no lo miraban a él, estaban concentrados en la historia del joven galán o en la vuelta que comenzaba a dar Aitana alrededor de la fuente. Pero cuando esta pasó frente a sus ojos no le cupo la menor duda: esos pies no tocaban el suelo, flotaban sobre él, a una distancia escasa pero inequívoca. Antenor echó una mirada circular a los espectadores: ninguno de ellos miraba esos pies, ni, tampoco, si lo hubieran hecho, habrían advertido lo que él, solo él, por estar sentado en el suelo, tenía la perspectiva suficiente para comprobar: que algo imposible, en contradicción de todas las leyes físicas, estaba ocurriendo allí, en ese escenario circular, en ese patio de butacas que el decorador había convertido en un jardín del Renacimiento florentino, algo que solo podría llamarse extraordinario, único, milagroso, sobrenatural. Durante esas tres vueltas y media de Aitana a la fuente Antenor no apartó los ojos un segundo del suelo. No era una sugestión, no era una fantasía: esos pies no lo tocaban, se habían apartado, elevado de él, apenas, es verdad, pero lo suficiente como para que ella no tuviera que andar, para que flotara graciosamente como si una invisible plataforma la estuviera haciendo girar con suavidad y elegancia en torno de la fuente.

Solo cuando Aitana dejó de girar, subió a la fuente, dejó de ser la viuda de la historia del halcón y se convirtió en la condesa de la Santa Croce, se atrevió Antenor a buscar sus ojos. Quería saber si ella era consciente de lo que hacía, de esa increíble mutación que perpetraba su cuerpo elevándose del suelo por uno o dos minutos para que su desliz alcanzara esa delicada perfección. Pero no lo consiguió; ella no miraba a nadie en particular cuando actuaba.

Las dos semanas siguientes, las últimas de la representación, estuvo Antenor concentrado en aquellos instantes; y todas las veces vio ocurrir aquel fenómeno que lo maravillaba, aceleraba su corazón y le quitaba el aliento. Y todas las veces, cuando, luego de ocurrido, él buscaba la mirada de Aitana para saber si ella era consciente o no de que en aquel episodio levitaba, ella esquivaba sus ojos y no podía averiguarlo. Varias veces tuvo la tentación de comentar el hecho con Pedrito Adrianzén o con algunos de los actores del elenco, pero, cada vez que iba a hacerlo, se desanimaba, convencido de que se reirían creyendo que les hacía una broma, o comenzarían a tomarlo por un delirante o un loco. ¿Quién iba a creerle semejante cosa? Y, por otra parte, temía que, si lo divulgaba, aquello dejaría automáticamente de ocurrir, que, si lo compartía con alguien, Aitana volvería en ese episodio, vulgarmente, a caminar.

IV

El último día, luego de la función, todo el equipo de Los cuentos de la peste cenó en un pequeño restaurante italiano de la calle Echegaray. Con una audacia infrecuente en él, Antenor se las arregló para sentarse junto a Aitana. Buena parte de la cena le fue imposible entablar una conversación a solas con ella; todos hablaban con todos y nadie se enfrascaba en un diálogo particular. Pero, a la hora de los postres –helados, tartufo o tarta de fresa–, en una pausa, Antenor se atrevió a dirigirse a ella directamente, en voz baja:

–En esa escena en que das vueltas a la fuente, cuando la historia de “El halcón” –comenzó a decir, pero no pudo continuar porque vio que Aitana palidecía de golpe y sus ojos se atolondraban; pestañaba como presa de un ataque de terror, miraba a uno y otro lado como queriendo escapar de aquello que Antenor quería decirle o preguntarle. La vio tan turbada, que no se atrevió a continuar. “¿Sí, sí?”, la oyó decir, mirándolo con unos ojos en los que –Antenor no tuvo la menor duda– había una súplica manifiesta, tan elocuente, que él se apresuró a cambiar de tema.

–Nada, nada –dijo, sonriendo, encogiendo los hombros, levantando su copa–. Una tontería. ¡Salud, Aitana! Ha sido un gran placer para mí trabajar por fin contigo, ojalá coincidamos en las tablas otra vez.

–Claro, por supuesto –le agradecieron los mismos ojos, aliviados, y su copa chocó la suya–. Espero que sí, y no una sino muchas veces, Antenor.

Esa noche, cuando en un Madrid desierto ya de noctámbulos, donde pronto comenzaría a amanecer, Antenor regresaba andando despacio a su pensión del Lavapiés, una extraña sensación se había apode- rado de él. De alegría y optimismo. Hacía mucho tiempo, muchos años, que no se sentía así, convencido de que, pese a todo, esta vida, probablemente la única con que contábamos, valía la pena de vivirse hasta el final. Porque en ella ocurrían a veces cosas extraordinarias que solo ciertos seres –¿extraordinarios, también?– tenían la facultad de percibir. Y, quién lo hubiera dicho, él, el pobre y mediocre Antenor Montalvo, era uno de esos elegidos. Testigo y cómplice de una facultad sobrenatural –o, por lo menos, inusitada y fantástica– de Aitana Sánchez Gijón, de la que ella era muy consciente por supuesto, y que por una misteriosa razón sobre la que no quería hacer suposiciones ni enterarse de la causa, le había sido permitido descubrir. Y compartirlo con ella. ¿No era eso, en cierta forma, algo equivalente a gozar de ese éxito que a él se le había escurrido de las manos en su vida de actor? Lo sentía como un desagravio, una compensación. Ahora lo tenía, pues, aquel éxito que sus padres lo mandaron a buscar en Europa. Era secreto, nadie se enteraría nunca. ¡Qué importaba! Por lo menos Aitana sabía que él sabía y eso creaba entre los dos, aunque no volvieran a verse ni a trabajar juntos, un vínculo, una alianza, algo irrompible, que a Antenor, aunque el resto de su vida siguiera siendo sórdida y mediocre, lo recompensaba de las mil y una frustraciones de su carrera y le inyectaba de nuevo a sentir desde su remota juventud. Carajo, después de todo, la vida, el teatro eran algo formidable, ¿no, Antenor Montalvo? ~

Madrid, agosto de 2015



Jorge Mario Pedro Vargas Llosa (Arequipa, 28 de marzo de 1936), i marqués de Vargas Llosa, conocido como Mario Vargas Llosa, es un escritor peruano que cuenta también con la nacionalidad española desde 1993. Considerado uno de los más importantes novelistas y ensayistas contemporáneos, sus obras han cosechado numerosos premios, entre los que destacan el Nobel de Literatura 2010, el Cervantes (1994) —considerado como el más importante en lengua española—, el Premio Leopoldo Alas (1959), el Biblioteca Breve (1962), el Rómulo Gallegos (1967), el Príncipe de Asturias de las Letras (1986) y el Planeta (1993), entre otros. Desde 2011 recibe el tratamiento protocolar de Ilustrísimo señor al recibir de Juan Carlos I de España el título de Marqués de Vargas Llosa.

Vargas Llosa alcanzó la fama en la década de 1960 con novelas como La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965) y Conversación en La Catedral (1969). Continuó escribiendo prolíficamente en varios géneros literarios, incluyendo la crítica literaria y el periodismo. Entre sus libros se encuentran obras de teatro, novelas policiacas, históricas y políticas. Varias de sus novelas, como Pantaleón y las visitadoras (1973) y La fiesta del Chivo (2000), han sido adaptadas y llevadas al cine.

Muchas de las obras de Vargas Llosa están influidas por la percepción del escritor sobre la sociedad peruana y por sus propias experiencias como peruano; sin embargo, de forma creciente ha tratado temas de otras partes del mundo. Desde que inició su carrera literaria en 1958 reside en Europa (entre España, Gran Bretaña, Suiza y Francia) la mayor parte del tiempo, de modo que en su obra se percibe también una cierta influencia europea.

Al igual que otros autores hispanoamericanos, ha participado en política. Luego de simpatizar con el comunismo en su juventud, a partir de la década de 1970 se adscribió al liberalismo. Fue candidato a la presidencia del Perú en las elecciones de 1990 por la coalición política de centroderecha Frente Democrático (Fredemo). Perdió la elección en segunda vuelta frente al independiente Alberto Fujimori.

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