sábado, 27 de junio de 2020

Cita DIV: Cómo fue que los humanos desatamos un torrente de nuevas enfermedades





Podría haber comenzado así: una tarde del año pasado, en algún lugar de la montañosa provincia de Yunnan, en China, un cazador entró en una cueva de piedra caliza. Mientras caminaba con cuidado a lo largo de la superficie resbaladiza y desigual, su lámpara de cabeza iluminó cortinas con volantes de piedra y paredes salpicadas con protuberancias de calcita. Continuó a través de una serie de cámaras más pequeñas hasta llegar a un estrecho pasaje que apestaba a amoniaco, exactamente lo que esperaba encontrar. Estiró una red de malla fina a través del pasaje, se sentó en un área relativamente seca y esperó. Al anochecer, miles de murciélagos de herradura —pequeños y ágiles, con barrocas narices arrugadas— comenzaron a salir de la cueva para cazar insectos. Había tantos que volaban tan cerca entre sí que algunos no pudieron evitar la red. Una vez que la mayoría de los murciélagos se había ido, el cazador desenredó la decena o más que atrapó, los dejó caer en un saco de tela y recogió un poco de guano fresco del suelo de la cueva. La mañana siguiente, llevó la mayoría de los murciélagos a los vendedores de un mercado cercano, donde fueron almacenados en jaulas junto a pavos reales, ranas toro, serpientes de rata, tortugas de caparazón blando, ciervos ratones, tejones turón y zorros, todos apreciados por su carne, pelaje o sus supuestas propiedades medicinales. Después de vender el guano a los granjeros como fertilizante, llevó algunos de los murciélagos más grandes a los restaurantes a los que él mismo había suministrado durante años.

Aunque no se dio cuenta, el cazador había atrapado mucho más que su presa. Como todos los animales, los murciélagos eran planetas en sí mismos, repletos de ecosistemas invisibles de hongos, bacterias y virus. Muchos de los virus que se multiplicaron dentro de los murciélagos han circulado entre sus anfitriones durante miles de años, si no más. Usan las células de los murciélagos para replicarse, pero rara vez causan enfermedades graves. A través de mutaciones fortuitas y el frecuente intercambio de genes, un virus había adquirido la capacidad de infectar las células de otros ciertos mamíferos además de los murciélagos, en caso de que alguna vez surgiera la oportunidad. Cuando el cazador entró a la cueva de piedra caliza, le proporcionó al virus un nuevo camino a seguir, uno que salía de las grietas húmedas que siempre había conocido, fuera del campo, hacia el ancho mundo.

Quizás el cazador fue contaminado por el guano en la cueva, al transferir el virus a su nariz o boca en un gesto distraído. Quizás un vendedor del mercado o un cocinero fue infectado por una salpicadura de sangre o heces al desollar y destripar un murciélago y transmitió el virus a sus compañeros de trabajo y clientes en los siguientes días y semanas. Mientras en el mercado los muchos animales estresados y heridos sangraban, babeaban o defecaban los unos sobre los otros, el virus podría haber saltado inicialmente desde los murciélagos a otra criatura enjaulada, como un pangolín —un pequeño mamífero escamoso que se ve como un armadillo vestido de alcachofa— y se iba hibridando con los virus de ese animal antes de saltar de nuevo a los seres humanos. Cuando los chefs, los curanderos y otros compradores exploraron el mercado, pudieron haber inhalado gotículas infecciosas o tocado superficies contaminadas, e iniciaron nuevas cadenas de infección en toda la región al volver a sus hogares y lugares de trabajo.

Al principio, el virus pudo haber proliferado a una tasa adecuada para mantenerse, pero no lo suficientemente alta para crear grupos notables de infección. Finalmente, a través de vías de contagio vinculadas con el comercio y el consumo de vida silvestre, el virus viajó desde las aldeas de la China rural hasta la ciudad de Wuhan: una metrópoli moderna en donde viven en densas aglomeraciones más de diez millones de personas, cada una de las cuales era un posible huésped sin inmunidad. Pronto se movía rápidamente de una persona a otra en restaurantes, oficinas, complejos de apartamentos, hoteles y hospitales. A partir de ahí, podría haber trepado fácilmente a la red ferroviaria de alta velocidad de China, y llegar a Pekín y Shanghái en menos de seis horas. En algún momento a fines de 2019 o inicios de 2020, el virus descubrió una nueva forma de viajar: abordó un 747.

Hay mucho que no sabemos sobre los orígenes de la pandemia en curso y algunos detalles de los que quizás nunca vamos a enterarnos. Aunque la secuencia genética actualmente indica que los murciélagos de herradura son la fuente principal de SARS-CoV-2, es posible que se pruebe en algún momento que otro animal fue el vector. Los murciélagos pueden haber infectado inicialmente al ganado o a criaturas cautivas más exóticas criadas en una de las muchas granjas de vida silvestre de China. Quizás los murciélagos (u otro vector) fueron contrabandeados a través de la frontera sur desde un país vecino, como Birmania o Vietnam. O quizás el virus infectó intermitentemente a animales y personas en áreas rurales durante años antes de hallar finalmente una ruta hacia una ciudad importante. Independientemente de la trayectoria precisa del SARS-CoV-2, los expertos concuerdan en que la COVID-19 es una zoonosis, una enfermedad que saltó de animales a seres humanos.

Entre el 60 y el 75 por ciento de las enfermedades infecciosas emergentes en los seres humanos provienen de otros animales. Muchas zoonosis —la rabia, la enfermedad de Lyme, el ántrax, la enfermedad de las vacas locas, el Nilo Occidental, el zika— son importantes en la conciencia pública; otras son menos conocidas: la fiebre Q, el orf, la fiebre del valle del Rift, la enfermedad de la selva de Kyasanur. Más de unas pocas, incluidas la gripe, el sida y la peste bubónica, han causado algunos de los brotes más mortales registrados en la historia. Aunque las zoonosis son antiguas —se cree que se hace referencia a ellas en las tablillas mesopotámicas y en la Biblia— se han incrementado en las últimas décadas, junto con la frecuencia de los brotes.

Los patógenos zoonóticos generalmente no nos buscan ni se encuentran con nosotros por pura coincidencia. Cuando las enfermedades se trasladan de animales a seres humanos, y viceversa, generalmente se debe a que hemos reconfigurado nuestros ecosistemas compartidos de forma que la transición sea mucho más probable. La deforestación, la minería, la agricultura intensiva y la expansión urbana destruyen los hábitats naturales, y obligan a las criaturas salvajes a aventurarse en las comunidades humanas. La caza excesiva, el comercio y el consumo de vida silvestre aumentan significativamente la probabilidad de infección entre especies. El transporte moderno puede dispersar microbios peligrosos por el mundo en cuestión de horas. “Las presiones e interrupciones ecológicas causadas por el ser humano ponen a los patógenos animales más en contacto que nunca con las poblaciones humanas”, escribió David Quammen en su libro de 2012, Spillover, “mientras que la tecnología y el comportamiento humano propagan esos patógenos cada vez más amplia y rápidamente”.

Incluso en Yunnan, una de las provincias más rurales y con mayor biodiversidad de China, la rápida urbanización ha perturbado notablemente los ecosistemas locales. Desde 1958 hasta 2010, la población de Yunnan, que era de 19 millones, creció a 46 millones. La tala y los incendios provocados por los seres humanos han destruido cientos de miles de hectáreas de selva. Casas, árboles frutales y plantaciones de caucho han desplazado a la selva tropical. Cerca de un tercio de los hogares en las áreas altas reportan que no disponen de alimentos suficientes durante, al menos, un tercio del año. Como recurso, a menudo cazan animales salvajes para comer o vender. A pesar de las leyes contra la caza furtiva, y el establecimiento de numerosas reservas naturales protegidas, la recolección y caza de especies silvestres aún es común, y a menudo representan del 25 al 80 por ciento de los ingresos de un hogar rural.

En 2015, un equipo internacional de científicos recolectó muestras de sangre de 218 aldeanos en Yunnan que vivían a seis kilómetros de cuevas de murciélagos. Seis de ellos tenían anticuerpos para el SARS-CoV-1, el virus que causó el brote original de SARS a inicios de la década del 2000. Ninguno de los seis individuos tenía antecedentes conocidos de SARS o contacto con pacientes de SARS, pero todos habían observado murciélagos que volaban sobre sus aldeas, lo que sugiere la posibilidad de una infección directa. Algunos científicos creen que esa exposición es rutinaria en la provincia. El hecho de que no se hayan registrado brotes de SARS anteriormente se debió probablemente a la lejanía de los asentamientos más rurales de Yunnan respecto a los mayores centros urbanos de China. Con el tiempo, sin embargo, las mejores carreteras y las nuevas líneas férreas de alta velocidad han reducido la distancia entre el campo y la ciudad.

Los expertos en enfermedades infecciosas tienen un término para las especies en las que generalmente reside un patógeno sin causar enfermedades graves: reservorio natural. Es inevitable que exista cierta cantidad de trasvase entre especies, pero la frecuencia y la gravedad de los brotes zoonóticos en las poblaciones humanas no pueden ser explicados solo por la casualidad. Hemos vinculado los depósitos de agentes patógenos desconocidos con los nuestros a través de vastas redes de afluentes accidentales. Sumergimos nuestras redes en las piscinas nativas de criaturas exóticas y arrojamos lo que atrapamos en congregaciones antes imposibles, lo que permite que sus microbios se mezclen y muten. Llenamos las áreas interiores del país con océanos artificiales de cerdos y aves de corral, que se convierten en recipientes de mezcla para virus de humanos, ganado y vida silvestre. Drenamos las cuencas biológicas de la diversidad que normalmente mantendrían los contagios bajo control. Las enfermedades de otros animales no han saltado sobre nosotros tanto como han entrado en nosotros a través de los canales que les suministramos. 

Los seres humanos no son las primeras criaturas en transformar los ecosistemas globales, pero ninguna otra especie ha cambiado tan profundamente el planeta en formas tan diversas en tan poco tiempo. Durante la mayor parte de la historia humana, las personas vivieron en pequeñas comunidades rurales y utilizaron colectivamente menos del cinco por ciento de la tierra habitable del mundo para la agricultura. La humanidad tardó miles de años en llegar a mil millones, un hito alcanzado alrededor de 1800. Desde entonces, en apenas 220 años, la población mundial se ha disparado a casi ocho mil millones. Entre 1950 y 2018, a medida que las personas se mudaron de las áreas rurales a las ciudades en expansión, la población urbana del mundo aumentó de 751 millones a 4,2 miles de millones. A partir de 2007, los centros urbanos han reemplazado a las comunidades rurales como la forma predominante de habitación humana. Dependiendo de las definiciones, hoy se estima que entre un 55 por ciento y un 85 por ciento de la humanidad vive en un área urbana.

El crecimiento sin precedentes de nuestra especie ha alterado radicalmente la abundancia y distribución de otros animales. En 1700, los verdaderos territorios salvajes aún cubrían casi la mitad de los continentes. Ahora hemos modificado más del 70 por ciento de la tierra libre de hielo. Más de un tercio de los bosques que existían antes del inicio de la agricultura se han ido. Algunas especies seleccionadas han proliferado en el nuevo mundo antropocéntrico, principalmente para satisfacer nuestras necesidades: trigo, maíz, pollos, ganado. Ciertas criaturas obstinadas prosperan en y alrededor de nuestras casas. En general, sin embargo, el ascenso meteórico de los seres humanos ha traído el declive cataclísmico de la vida silvestre. Actualmente el planeta pierde su biodiversidad entre 100 y 1000 veces la tasa de extinción pre-humana. Hemos reducido la masa total de mamíferos salvajes en un 82,5 por ciento, la de los peces en un 83,75 por ciento y la de las plantas, a la mitad.

Al mismo tiempo que devastamos la vida silvestre y eliminamos especies enteras, exprimimos a las criaturas que aún quedan en configuraciones perversas y peligrosas, poniendo en peligro nuestra propia salud. Las zoonosis revelan que la administración ambiental no está simplemente relacionada con la salud pública; en muchos casos, son lo mismo. “Necesitamos dejar de mirar a las personas en el vacío”, dijo Jonathan Epstein, ecólogo de enfermedades y vicepresidente de ciencia y divulgación de la organización sin fines de lucro EcoHealth Alliance. “Todo lo que hacemos para alterar los sistemas naturales, manipular el medio ambiente que nos rodea, influye en nuestra salud. No hemos pensado en eso con el cuidado suficiente”.

En medio del brote original de SARS, los científicos comenzaron a buscar los reservorios de SARS-CoV-1 en los mercados de animales vivos. La evidencia preliminar apuntaba a las civetas de las palmeras, unos carnívoros parecidos a un hurón apreciados por su almizcle y carne. Miles de civetas fueron quemadas, hervidas, ahogadas y electrocutadas por orden de las autoridades de salud de Guangdong. La investigación adicional reveló que, aunque el virus probablemente había pasado a los seres humanos a través de las civetas, ellas no eran la fuente original. En 2017, después de un trabajo detectivesco y colaborativo entre investigadores de todo el mundo, la viróloga Zheng-Li Shi y sus colegas publicaron un estudio que identifica el probable lugar de nacimiento del SARS-CoV-1: una cueva de murciélagos en la provincia de Yunnan. Colectivamente, los murciélagos de herradura en esa cueva albergaban coronavirus con todos los elementos genéticos que componen la cepa que infectó a los seres humanos. Si el virus o su progenitor no se formaron en esa cueva exacta, es casi seguro que evolucionó entre los murciélagos de la región y viajó a Guangdong a través de cadenas de personas conectadas de diversas maneras al comercio de vida silvestre.

Si bien la atención renovada a los peligros de los mercados de vida silvestre está completamente justificada, muchas vías de contagio entre animales y personas no son tan sangrientas o explícitas. En el otoño de 1998, los criadores de cerdos en Malasia comenzaron a desarrollar una enfermedad grave caracterizada por fiebres, confusión y convulsiones. Algunos cayeron en coma. Entre septiembre y mayo, el brote infectó a 265 personas y mató a 105, una tasa de mortalidad de casi el 40 por ciento. Inicialmente, muchos expertos sospecharon que era encefalitis japonesa. Sin embargo, a inicios de 1999, Kaw Bing Chua, entonces virólogo en entrenamiento en la Universidad de Malaya, guardó cuidadosamente muestras del patógeno en su equipaje de mano y voló a una sucursal de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades en Fort Collins, Colorado, para usar su potente microscopio electrónico. Bajo gran aumento, pudo ver que no era el virus de la encefalitis japonesa. No parecía ser una coincidencia exacta de ningún patógeno conocido. Chua y sus colegas lo llamaron virus de Nipah, por el pueblo donde se habían originado las muestras.

Las cuatro décadas anteriores al brote de Nipah fueron una época de gran crecimiento económico y cataclismo ambiental en Malasia. De 1960 a 1990, la población urbana casi se duplicó y la producción agrícola general se multiplicó por ocho. Grandes extensiones de bosque fueron taladas, quemadas o reemplazadas con casas, granjas, huertos y plantaciones de caucho y aceite de palma. En 1966, el bosque de tierras secas cubría el 64 por ciento de Malasia peninsular; hacia 1990 había disminuido a menos del 50 por ciento, principalmente debido a la agricultura. En 1965, Malasia cosechó 10,6 millones de metros cúbicos de madera dura tropical. En la década de 1980, registraba aproximadamente el triple y se había convertido en uno de los principales exportadores mundiales de madera tropical. Aunque no fue inmediatamente obvio para los investigadores, la salud de los bosques de Malasia sería crucial para comprender por qué tantos de sus ciudadanos habían contraído este virus mortal.

Más tarde, en 1999, Chua comenzó a buscar el reservorio natural de Nipah. Investigaciones anteriores del epidemiólogo Hume Field revelaron que los murciélagos de la fruta eran el reservorio para el virus Hendra en Australia, así que el equipo de Chua en Malasia también se enfocó en los murciélagos. Extendieron láminas de plástico debajo de los sitios de descanso para recolectar gotas de orina y trozos de fruta mordisqueada por murciélagos, como mangos o manzanas de Java. El virus vivo y aislado de las muestras coincidió estrechamente con las cepas que causaron el brote, y se confirmó en un estudio de 2002 que los murciélagos de la fruta eran el reservorio.

Rabia, ébola, Marburgo, SARS, MERS, Hendra, Nipah: los murciélagos son una fuente definitiva o probable de los virus zoonóticos más letales que ingresan a las poblaciones humanas. ¿Por qué? Hay muchas razones. Los murciélagos son un linaje antiguo y diverso: casi una de cada cuatro especies de mamíferos es un murciélago; como grupo, han co-evolucionado con una gran cantidad de virus por alrededor de 50 millones de años. Muchas especies de murciélago son sociales: se posan en grandes cantidades, se acurrucan para abrigarse, acicalan y dan de mamar a sus crías, y brindan numerosas oportunidades para que los patógenos circulen entre ellos. Los murciélagos son altamente móviles, algunas veces viajan decenas de kilómetros entre sitios de descanso o migran cientos de kilómetros durante una estación, y llevan sus virus con ellos.

Los murciélagos también tienen un sistema inmune único, muy probablemente como una adaptación a un talento que ningún otro mamífero tiene. Para volar, los murciélagos deben aumentar significativamente su tasa metabólica, lo que crea subproductos moleculares peligrosos, como los iones reactivos que dañan las células y el ADN. Durante el vuelo, fragmentos de ADN fracturado escapan del núcleo de las células del murciélago y vagan alrededor, pareciéndose a la presencia de invasores virales. En la mayoría de los animales, todo ese caos y ADN fuera de lugar provocaría una fuerte respuesta inmune e inflamación crónica, que dañaría innecesariamente el tejido sano. Como resultado de estas presiones, los murciélagos han desarrollado varias contramedidas, incluidas reacciones inflamatorias moderadas. A su vez, estas adaptaciones los han hecho más resistentes a los virus reales y menos propensos a iniciar el tipo de respuesta inmune excesivamente celosa que a menudo mata a otros animales infectados.

Los murciélagos generalmente no se mezclan con otros animales o inician potenciales efectos de contagio; a pesar de sus asociaciones literarias góticas, solo tres especies de murciélagos se alimentan exclusivamente de sangre. Los brotes de virus de murciélago generalmente comienzan cuando un humano lleva a un murciélago a un lugar al que nunca iría o se mete en su hogar. Nipah es un excelente ejemplo. Desde el verano de 1997 hasta el verano de 1998, los incendios provocados por seres humanos en el sudeste asiático incineraron al menos cinco millones de hectáreas de bosque afectado por la sequía y generaron una enorme capa de neblina a la deriva, lo que causó problemas de salud generalizados y oscureció la luz solar, lo que dificultó la fotosíntesis en la región. Con gran parte de su hábitat natural talado o en cenizas, y con los árboles frutales silvestres menos productivos de lo habitual, los murciélagos comenzaron a alimentarse en huertos que bordeaban el bosque. Cuando Chua y sus colegas examinaron las granjas en el área donde ocurrieron los primeros casos, descubrieron árboles de mango, durian y manzanas de Java adyacentes o encima de los cercados de los cerdos. Mientras los murciélagos se alimentaban entre los árboles de las granjas, trozos de fruta empapados de saliva habrían caído en los chiqueros, lo que proporcionó a los cerdos bocados irresistibles y dosis repetidas del virus. Los granjeros en contacto cercano con cerdos infectados posteriormente contrajeron el virus. Si este escenario resulta familiar, probablemente sea porque inspiró las escenas finales de la película de 2011 Contagion. 

Pocas personas han pasado tanto tiempo inspeccionando garrapatas por voluntad propia como los ecologistas Felicia Keesing y Richard Ostfeld. Colaboradores científicos de larga data, que también están casados, capturan y examinan habitualmente mamíferos del bosque como ardillas, ardillas listadas, musarañas, zarigüellas y comadrejas en el valle del Hudson en Estados Unidos. Una gran parte de su investigación consiste en poner trampas con cebo de avena para atrapar a estos animales y poder realizar un censo local de garrapatas. Con movimientos hábiles, perfeccionados por décadas de práctica, sacan a sus presas de las trampas para examinarlas. Si es un animal más pequeño —digamos, un ratón— lo sostienen por la piel del cuello y cuentan entre 20 y 200 garrapatas del tamaño de semillas de amapola en su cara y orejas, separando suavemente el pelaje con el aliento para verlas mejor. (Por ahora, durante la epidemia, usan pinzas).

En más de dos décadas de investigación, Ostfeld y Keesing han descubierto que la abundancia de ciertos mamíferos del bosque predice el tamaño de las poblaciones de garrapatas al año siguiente y el riesgo de enfermedad de Lyme para las personas que viven cerca. Cuando las larvas de garrapata eclosionan, aún no llevan las bacterias Borrelia en forma de sacacorchos que causan la enfermedad de Lyme; adquieren los patógenos de la amplia gama de pequeñas criaturas de las que se alimentan. Por razones de fisiología y comportamiento, la probabilidad de que estos animales transmitan Borrelia a una garrapata varía enormemente. Algunas especies parecen tener reacciones inmunes especialmente fuertes a las garrapatas y las matan antes de que puedan terminar el festín. Otros frustran a los parásitos con su fastidioso acicalamiento: una zarigüeya puede deshacerse de más de 5000 garrapatas en una sola semana, mientras que un ratón se saca solo 50. Los ratones de patas blancas son, por mucho, los más tolerantes a las garrapatas y tienen más probabilidades de propagar la bacteria Borrelia, e infectan alrededor del 90 por ciento de las garrapatas que se alimentan de ellos. Dondequiera que se multiplique el ratón de patas blancas, también lo hace la amenaza de la enfermedad de Lyme.

Los ratones de patas blancas son lo que los biólogos llaman una especie generalista: son resistentes, omnívoros y adaptables y, a diferencia de especies más especializadas, son capaces de prosperar en hábitats estrechos y degradados creados por la continua invasión de casas, campos de golf y centros comerciales. Las poblaciones humanas en expansión fracturan los bosques en islas verdes cada vez más pequeñas en todo el noreste del país. La extensión promedio de bosque continuo en gran parte del valle del Hudson ahora es de solo 33 hectáreas, un poco más del 20 por ciento del tamaño de Central Park. Esas astillas de bosque carecen del espacio y la diversidad de recursos requeridos por muchos mamíferos grandes, como lobos y linces, y por criaturas altamente especializadas, como los pájaros carpinteros y los polinizadores que se alimentan exclusivamente de unas pocas especies de plantas. En la naturaleza fragmentada, donde muchas criaturas no pueden sobrevivir y la diversidad de especies es baja, las poblaciones de ratones de patas blancas crece e infecta a un enorme número de garrapatas con la bacteria que causa la enfermedad de Lyme, lo que aumenta el riesgo para los seres humanos. Por el contrario, en áreas de alta diversidad, las poblaciones de ratones de patas blancas están limitadas por numerosos competidores y depredadores, la mayoría de los cuales son mucho menos propensos a infectar a las garrapatas con Borrelia, lo que mitiga el riesgo de contagio, un fenómeno conocido como el efecto de dilución. 

Desde la década de 1990, cuando Ostfeld y Keesing comenzaron sus estudios, los investigadores que trabajan en muchos diferentes ecosistemas han descubierto que contar con una alta biodiversidad a menudo reduce el riesgo de enfermedades infecciosas. “Los mejores huéspedes para muchas enfermedades son habitualmente las especies que prosperan cuando los seres humanos perturban los hábitats y disminuye la diversidad”, me dijo Keesing. “Finalmente nos dimos cuenta de que lo que creíamos que era una peculiaridad del sistema de la enfermedad de Lyme sucedía en todo el planeta”.

En el verano de 1999, comenzaron a caer cuervos en el suelo del Zoológico del Bronx, como si hubieran perdido el control en pleno vuelo. Las personas en toda la ciudad informaban de un inusual número de pájaros muertos en el césped y las aceras. Cuando Tracey McNamara, entonces directora de patología en el Zoológico del Bronx, examinó algunos de los cuervos muertos, descubrió células anormales, hemorragias y lesiones inflamatorias en sus cerebros, características de una infección viral. Los médicos en Nueva York, mientras tanto, habían documentado grupos de pacientes humanos con fiebre, confusión y debilidad muscular, algunos de los cuales murieron. Inicialmente, los oficiales de salud sospecharon de la encefalitis de San Luis, una enfermedad viral transmitida por mosquitos que causa inflamación cerebral.

Para el fin de semana del Día del Trabajo, lo que había estado afligiendo a los cuervos contagió a los pájaros del zoológico: un cormorán nadaba en bucles perpetuos, y los cuellos de los flamencos se doblaban como tulipanes marchitos. Pronto, esas aves murieron así como gaviotas reidoras y buhos nivales. Muchos de ellos tenían el tipo de inflamación cerebral que revelaba que la causa era un virus. McNamara se preguntó si los brotes de los seres humanos y los pájaros estarían relacionados con un solo patógeno. Si lo fueran, la encefalitis de San Luis no podría ser el diagnóstico correcto, porque no produce síntomas en los pájaros. Quizás esto era algo nuevo. Preocupada por las implicaciones, llamó a los CDC y fue derivada a un epidemiólogo jefe en el laboratorio de Fort Collins. “Llegué a la mitad de mi historia y fui despedida sumariamente y se me dijo que no había un vínculo posible entre la muerte de mis pájaros y las personas”, recordó McNamara.

Varias semanas después, nuevas investigaciones y resultados de cinco laboratorios diferentes, incluido el de Fort Collins, demostraron que McNamara tenía razón: los cuervos, los pájaros del zoológico y los seres humanos estaban infectados con el virus del Nilo Occidental, un patógeno zoonótico que generalmente circulaba en pájaros, pero pudo pasar a las personas a través de los mosquitos. El virus del Nilo Occidental nunca antes se había documentado en América del Norte. Es posible que haya llegado en el cuerpo de un pájaro o un mosquito, infectado a las poblaciones locales de pájaros y finalmente se haya propagado a los humanos. El virus del Nilo Occidental aún infecta a miles de personas en Estados Unidos cada año, con una tasa de mortalidad promedio del cinco por ciento entre los casos conocidos. El número de casos y muertes conocidos varía considerablemente de un año a otro y de una región del país a otra.

Aunque parte de esta variación se debe al clima, científicos como Brian Allan, de la Universidad de Illinois, y John Swaddle, de William y Mary, también han descubierto explicaciones ecológicas más complejas. Solo unas pocas especies de aves de América del Norte son transmisores eficientes del virus del Nilo Occidental, en particular los petirrojos americanos, que a menudo se alimentan en el suelo, al alcance de los mosquitos, y toleran grandes cantidades del virus sin síntomas graves. Por el contrario, muchas otras especies —faisanes, pájaros carpinteros, gansos, gallaretas y codornices— no son anfitriones particularmente adecuados. En regiones con comunidades diversas de aves, el virus tiene dificultad para establecerse, lo que disminuye el riesgo de transmisión a los seres humanos. En áreas en las que la diversidad de aves es baja, en especial en entornos altamente urbanizados donde prosperan especies generalistas como los petirrojos, el riesgo para los seres humanos es significativamente mayor.

Nuestra incesante reorganización de los ecosistemas se repite para alterar nuestra salud de maneras aún más tortuosas, de formas que muchas personas jamás imaginarían. En 2007, California experimentó el brote de la fiebre del Nilo Occidental concentrado cerca de Bakersfield. Un invierno y una primavera inusualmente cálidos y secos habían reducido inicialmente las poblaciones locales de pájaros y mosquitos, lo que debió haber disminuido el riesgo del virus del Nilo Occidental. Sin embargo, cuando los investigadores que indagaron el brote condujeron una investigación aérea, descubrieron muchas piscinas y jacuzzis descuidados. Esa primavera el condado de Kern registró un aumento del 300 por ciento en la morosidad hipotecaria, la vanguardia de la crisis de préstamos de alto riesgo. El cloro se evaporó, las algas florecieron y los mosquitos proliferaron en sus nuevas zonas de reproducción, y se amplificó la amenaza de una infección en la región. Si los depredadores de mosquitos, como las ranas, las salamandras y las tortugas, hubieran aparecido, habrían encontrado paredes demasiado lisas y empinadas para navegar, hubieran quedado atrapados y potencialmente ahogados. Gracias a la magia financiera que finalmente destruyó la economía, los mosquitos de Bakersfield fueron más libres que nunca para reproducirse y propagar el virus.

Eliminar las zoonosis es efectivamente imposible. Nuestra supervivencia depende de una intrincada red de conexiones con otras criaturas vivientes, incluidos los microorganismos. No podemos desinfectar el planeta o vivir en burbujas herméticamente selladas. No podemos prevenir que nuevos virus aparezcan. Pero podemos reducir significativamente el riesgo de patógenos peligrosos que se contagien de animales a poblaciones humanas. A raíz del SARS y en las primeras etapas de la COVID-19, el objetivo más obvio para la reforma es el comercio de vida silvestre.

El comercio de vida silvestre es una aberración ecológica: empuja especies que de otro modo nunca se encontrarían a convivir en una tensa intimidad. Ya que los animales cautivos a menudo están desnutridos y estresados, son más susceptibles a la infección. Cuando son masacrados en el acto, lo que ocurre en ciertos mercados de animales vivos, sus fluidos salpican y potencialmente exponen a otros animales, así como a los seres humanos. Es una encrucijada incomparable para los patógenos infecciosos. La urbanización, el aumento de la riqueza y la mejora de la infraestructura, como las nuevas carreteras hacia áreas silvestres antes inaccesibles, han impulsado la expansión y comercialización del comercio de animales vivos en todo el mundo.

Por supuesto, en algunos casos, las personas dependen de la vida silvestre para su sustento. Unos 150 millones de hogares en América Latina, Asia y África cazan animales salvajes, principalmente para consumo personal, según un estimado de 2017; los hogares más pobres tienden a depender más fuertemente de la carne de animales salvajes. Entre las clases medias y altas de la creciente población urbana de China, la tendencia a comer criaturas salvajes tiene menos que ver con la supervivencia que con el estatus: es una forma de mostrar riqueza y agasajar a los invitados. Según otro estudio de 2017, el consumo de carne en China ha crecido en un tercio desde 2000, más rápidamente que en cualquier otra economía, y la demanda por productos de vida silvestre de todo tipo ha aumentado. La carne exótica también es atractiva en Occidente: muchos miles de kilos de carne de monte —primates, antílopes, roedores, pájaros y reptiles— se introducen de contrabando en Europa y América del Norte cada año. En Estados Unidos, 11,5 millones de personas cazan y a veces comen animales como venados, ciervos, alces, osos, mapaches, puercoespines, palomas, codornices, faisanes, armadillos, ardillas y caimanes.

Claramente, las prohibiciones globales no son necesariamente la estrategia más realista o juiciosa. Una regulación más estricta, una higiene mejorada y vedas de criaturas salvajes que presentan el mayor riesgo zoonótico —murciélagos, roedores y primates— podrían hacer que los mercado de animales vivos sean mucho más seguros. Algunos investigadores defienden soluciones que aborden los problemas socioeconómicos subyacentes: desarrollar fuentes alternativas de ingreso para los cazadores y comerciantes de animales, invertir en seguridad alimentaria y promover cultivos de vegetales ricos en proteínas. Pero incluso hoy en día, las familias dispersas en las áreas rurales que tratan de alimentarse no representan tanto riesgo como el comercio organizado de vida silvestre que atiende a clientes adinerados motivados por la indulgencia en lugar de la necesidad.

El 24 de febrero, la legislatura de China prohibió la caza, el comercio y el transporte de vida silvestre terrestre para el consumo; una excepción permite el uso continuo de animales salvajes para pieles, cueros y medicina tradicional. Aunque prohibiciones similares después de brotes zoonóticos anteriores fueron temporales, algunos expertos son optimistas. “Creo que esta vez será diferente”, dice Grace Ge Gabriel, directora regional de Asia en el Fondo Internacional para el Bienestar Animal. “Estoy muy segura de eso, debido a la gravedad y la protesta. Siento que un cambio social ocurre”. Una encuesta en línea reciente de la Universidad de Pekín sugirió que aún más público podría estar volviéndose contra las prácticas ya controvertidas. “Si esto no es una llamada de atención, nada lo será”, dice Tony Goldberg, ecólogo de enfermedades infecciosas y profesor de epidemiología en la Universidad de Wisconsin, Madison.

Muchos de los otros motores principales de las zoonosis son los mismos problemas insuperables con que los conservacionistas han lidiado durante décadas: deforestación, pérdida de biodiversidad, agotamiento de los recursos naturales. Sin embargo, incluso cambios relativamente simples en las interacciones entre los seres humanos y otros animales pueden tener grandes efectos en la probabilidad de un contagio. Tras el brote de 1998 del virus Nipah en Malasia, se prohibió la cría de cerdos en áreas de alto riesgo; los granjeros separaron los chiqueros de los árboles frutales, mantuvieron a los cerdos en grupos más pequeños aislados de las personas y otros animales, y comenzaron a usar más equipo de protección y desinfectantes. Hasta ahora la enfermedad no ha resurgido en Malasia, aunque ha habido brotes repetidos en países vecinos, en parte porque los murciélagos contaminan la savia de la palmera datilera, una bebida popular. Según un estudio, los recolectores de savia que protegieron a los árboles de los murciélagos con el uso de faldas de bambú simples y asequibles redujeron la contaminación hasta en un 81 por ciento.

La educación y la conciencia pública sobre el riesgo zoonótico también son primordiales. Aunque los brotes zoonóticos son generalmente alentados por problemas sistémicos, el gatillo suele ser la acción de un individuo. “Una sola persona con un fósforo puede encender fuego en Australia”, dice Goldberg. “Una sola persona que toma una decisión no informada puede desencadenar una pandemia”. La pandemia de VIH/sida, que ha infectado a 75 millones de personas y mató a 32 millones, puede haber comenzado a inicios del siglo XX, con uno o más cazadores que mataron a un chimpancé en lo que hoy es Camerún. Algunos investigadores piensan que el brote de ébola en África Occidental de 2013 a 2016 —el más grave de la historia, que infectó a más de 28.000 personas y mató a más de 11.000— puede haber comenzado con un niño de dos años que jugaba en un árbol hueco habitado por murciélagos.

En última instancia, la prevención de las zoonosis exige más que intervenciones prácticas; requiere un cambio fundamental en la perspectiva. Los seres humanos tenemos una larga historia de tratar al mundo como nuestro escenario y a las otras criaturas como nuestros accesorios. Extraemos orquídeas raras de pantanos remotos y las enviamos al otro lado del mundo, no porque lo necesitemos sino porque simplemente nos gusta cómo lucen en nuestros alféizares. Matamos tigres salvajes por miedo o por deporte y simultáneamente los criamos en cautiverio para que podamos llevar a cachorros maullantes a zoológicos interactivos y posar con ellos para sesiones de fotos en centros comerciales. Dondequiera que nos instalemos, erradicamos las especies nativas y las reemplazamos con organismos completamente desconocidos para ese ecosistema. Cuando una de nuestras introducciones accidentales se vuelve demasiado problemática como para ignorarla, frecuentemente importamos otra criatura exótica para derrotar a la primera, una estrategia que ha fallado de forma repetida y espectacular.

Más que cualquier otra entidad, los virus y microorganismos exponen la falacia de nuestra coreografía tiránica. Estamos acostumbrados a pensar en nosotros mismos como los protagonistas de cada paisaje, pero desde la perspectiva de los microbios infecciosos, nosotros y otras grandes criaturas somos el paisaje. A medida que reestructuramos la biósfera de la Tierra para adaptarla a nuestros caprichos, abrimos conductos ocultos entre los microbiomas de otros animales y los nuestros. Una vez que estos canales están en su lugar, los patógenos ya no pueden evitar derramarse sobre nosotros así como el agua no puede evitar correr cuesta abajo. No podemos culpar a los murciélagos, los mosquitos y los virus. No podemos esperar que vayan contra su naturaleza. El desafío que tenemos ante nosotros es la mejor manera de gobernarnos y obstaculizar la inundación que desatamos.

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