lunes, 27 de agosto de 2018

P. Adolfo Franco, SJ: Comentario para el domingo 26 de agosto


DOMINGO XXI del Tiempo Ordinario
Juan 6, 60-69

Palabras de vida eterna

60 Al oírlas, muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?
61 Sabiendo Jesús en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo: ¿Esto os ofende?
62 ¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?
63 El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida.
64 Pero hay algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar.
65 Y dijo: Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre.
66 Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él.
67 Dijo entonces Jesús a los doce: ¿Queréis acaso iros también vosotros?
68 Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
69 Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
 
Cuando Jesucristo termina de proponer el discurso eucarístico, que ocupa una gran parte del capítulo sexto del Evangelio de San Juan, muchos de los oyentes piensan que toda esta enseñanza es inaceptable. Jesús ha manifestado a sus oyentes que El es el pan bajado del cielo, que hay que comer su cuerpo y beber su sangre, y que el que coma de este pan vivirá para siempre. Frente a estas afirmaciones tan deslumbrantes, una buena parte de los oyentes se marcha, porque todo les parece inaudito, inaceptable.

Jesús, que se ha querido manifestar en la intimidad, que ha anunciado "el gran regalo de la Eucaristía", como la participación de los hombres en la salvación que El nos trae, sufre un tremendo fracaso. Por haber manifestado este misterio maravilloso, ve que los hombres se sienten defraudados, y se le van yendo uno tras otro. Parece que "la gran maravilla" no interesa a nadie y muchos la consideran un disparate. Y cuando todo el grupo ha disminuido hasta la mínima expresión y quedan solos los apóstoles, con tristeza, la tristeza de un Hombre que da todo y nadie lo quiere, les hace a los apóstoles una pregunta salida desde su dolor ¿ustedes también se van a marchar? Esta pregunta revela lo que siente su corazón, es como si dijera ¿estoy de más en este mundo? ¿a nadie le interesa mi amor?

Y Pedro, en nombre de los apóstoles, responde con el corazón: Señor ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. San Pedro ha quedado sobrecogido ante el tono con que el Maestro les ha preguntado si también ellos le van a dejar. Parecería que el Maestro los necesita, y Pedro le da la respuesta adecuada: No podemos ni siquiera pensar en irnos, porque no tendríamos ya ningún lugar fuera de Ti. Como quien dice: sin ti no hay para nosotros, ni lugar a donde ir, ni vida que valga la pena. El Señor se ha convertido de verdad en la razón de ser de los apóstoles.

Es una escena del Evangelio en que podemos sentirnos retratados. A veces la fe nos plantea dificultades, y no sólo teóricas; sino a veces dificultades nacidas de los problemas reales que nos suceden. La fe nos desafía tantas veces en las circunstancias difíciles de nuestra vida. Y podríamos sentir la tentación de claudicar; sentiríamos la tentación de decirle a Jesús: si las cosas son así, yo me voy. Y también con respecto a las exigencias morales del evangelio, podemos sentirnos cuestionados; podríamos pensar: si hay que comportarse así, para ser cristianos, yo me marcho. Y de hecho hay personas que, por las exigencias morales del Evangelio, se van y abandonan a Jesús; y Cristo las ve marchar con pena; también ahora El siente que le dejen.

A todos nosotros, a cada uno en momentos muy particulares, nos hace Jesús la pregunta ¿también tú quieres marcharte? Y también nosotros deberíamos responder como San Pedro ¿y a quién iría? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Sólo Tú le das sentido a mi vida. Sin Ti no sabría a donde ir.

Así se pone de relieve una pregunta acuciante, ¿nos decidimos por Dios o no? Es la pregunta central del ser humano; y todos nos enfrentamos alguna vez con esta pregunta, que espera una decisión fundamental.

Pero hay que tener en cuenta lo que encierra la pregunta, y lo que encierra la respuesta: decidirse por Dios libremente es aceptar su señorío, su bondad, sus planes, su proyecto sobre nosotros: es ser dócil a Dios, y buscar a Dios como El es (una búsqueda que en realidad nunca acaba), y no hacernos un Dios a nuestra medida, creado por nuestra comodidad a nuestra conveniencia. Y esto pasa a algunas personas: dicen creer en Dios, pero no en el Dios QUE ES, sino en el que ellos se fabrican: Dios blando, informe, que no exige nada, o por el contrario Dios déspota, vengativo, o policía, o lejano de nuestra vida.

Creer, aceptar a Dios es aceptar a Jesucristo. No el Jesucristo recortado, que no tiene exigencias, un Jesucristo tan dulcificado y tan sin desafíos, que termina también siendo un mutilado en su figura y en su doctrina. No se puede creer seriamente, aceptando sólo una parte del Evangelio. Porque, entre otras cosas, aceptar sólo una parte, es considerarse juez de la doctrina de Dios (dictaminar lo que es aceptable y lo que no lo es); termina uno considerándose superior a Dios mismo. Hay algunas doctrinas de Jesucristo que resultan difíciles; pero no podemos hacer recortes en el Evangelio que terminan deformando la figura de Cristo mismo.

Aceptar a Dios y a Jesucristo, supone también aceptar plenamente la Iglesia que fundó el mismo Jesucristo, y en la que El depositó su doctrina, su gracia y su salvación. Es verdad que la Iglesia está conformada por hombres. Es verdad que este hecho hace algunas veces más difícil creer en la Iglesia. Pero la Iglesia es el único espacio donde de veras podemos encontrar a Jesucristo. No podemos decir que aceptamos a Dios, si no aceptamos a Jesucristo, y no podemos decir que aceptamos a Cristo, si no aceptamos a la Iglesia.

 
Adolfo Franco, SJ