–Así que nos han matado a Fernando –dijo el ama al señor Švejk que, una vez declarado idiota por la comisión médica militar, había abandonado el servicio y vivía de la venta de perros, unos horribles monstruos híbridos para los cuales inventaba falsas genealogías.
Aparte de aquella ocupación, sufría de reumatismo y en aquel momento preciso se embadurnaba las rodillas con un linimento alcanforado.
–¿De qué Fernando habla, señora Müllerová? –preguntó Švejk sin dejar de masajearse las rodillas–. Yo conozco a dos Fernandos. Uno es criado del droguero Pr ˚usˇa, aquel que una vez se untó por equivocación el cabello con pomada, y también conozco a un tal Fernando Kokosˇka, que recoge mierda de perro. El mundo poco perdería sin ellos.
–Señor mío, ¡se trata del archiduque Fernando, el de Konopisˇteˇ, aquel hombre gordo y piadoso!
–¡Virgen santa! –exclamó Švejk–, ¡qué cosas! ¿Y dónde han matado al archiduque?
–En Sarajevo, señor, con un revólver, mientras iba en coche con aquella mujer, la archiduquesa.
–¡Caramba, señora Müllerová! ¡En coche! Claro, un señor como él se puede permitir ese lujo, pero no se imaginaría que un viaje así pudiera acabar mal. ¡Y además en Sarajevo, es decir, en Bosnia, señora Müllerová! Seguramente, habrá sido cosa de los turcos. Nunca les deberíamos haber quitado Bosnia-Herzegovina. Vaya, vaya. Así que el señor archiduque ya reposa en la paz del Señor. ¿Y sufrió mucho?
–El archiduque la diñó en el acto, señor. Ya se sabe, un revólver no es cosa de broma. No hace mucho, en mi barrio, en Nusle, un señor que estaba jugando con un revólver envió al otro barrio a toda su familia, y también al portero, que había ido a ver quién disparaba en el tercer piso.
–Hay revólveres que no disparan por más que uno se afane en ello, señora Müllerová. Hay un montón de sistemas diferentes. Pero para asesinar al archiduque han debido de utilizar un artefacto de los mejores. Me juego lo que quiera a que, además, el hombre que lo ha hecho estaba vestido para la ocasión. Ya se sabe que disparar contra el archiduque es un trabajo difícil. No es como cuando un cazador furtivo dispara contra el guardabosques. Lo que importa es la manera en que te acercas. No puedes ir a ver a un señor así con un traje andrajoso. Hay que llevar sombrero de copa si no quieres que la policía te eche.
–Parece que ha sido más de uno, señor.
–Está clarísimo, señora Müllerová –dijo Švejk, acabando de frotarse las rodillas–. Si usted quisiera matar a un archiduque o a un emperador, seguro que consultaría a alguien más. Cuantas más personas, más juicio. Uno propone esto, el otro aquello, y es así como «se logra un buen resultado», como dice nuestro himno nacional. Lo más importante es aprovechar el momento en que la persona en cuestión pasa por delante de ti. ¿Se acuerda usted del señor Luccheni, aquel que apuñaló a nuestra difunta Elizabeth con una lima? Pues paseaba con ella. ¡Para fiarte de la gente! Desde aquel día, ninguna emperatriz sale a pasear. Y la misma suerte les espera a muchos otros. Ya verá, señora Müllerová, como también les llegará el turno al zar y a la zarina y, Dios le libre, a nuestro emperador, si ya han comenzado con su tío... El pobre abuelo tiene un montón de enemigos. Aún más que Fernando. Como hace poco contaba un hombre en la taberna, llegará un día en que los emperadores se irán a la caja uno detrás de otro de tal modo que ni la fiscalía podrá hacer nada por ellos. El hombre después no pudo pagar y el dueño tuvo que avisar a la policía. Y el hombre le propinó un sopapo a él y dos al guardia. De manera que se lo llevaron en el carro municipal para que volviera en sí. ¡Ay, señora Müllerová, hoy en día pasa cada cosa! Otra pérdida para Austria. Cuando yo hacía la mili, un soldado de infantería mató a tiros al capitán. Cargó el fusil y se fue derecho a la oficina. Le insistieron en que no tenía nada que hacer allí, pero él dale que dale con que tenía que hablar con el capitán. Cuando éste salió, lo castigó inmediatamente con un arresto de caserna. El soldado cogió el fusil y le disparó directamente al corazón. La bala le atravesó la espalda y hasta causó destrozos en la oficina. Rompió una botella de tinta que manchó todos los expedientes.
–¿Y qué pasó con el soldado? –preguntó la señora Müllerová un rato después, mientras Švejk se aseaba.
–Se colgó con los tirantes –dijo Švejk mientras limpiaba su duro sombrero–. Y los tirantes ni tan siquiera eran suyos. Había pedido al carcelero que se los dejara porque se le caían los pantalones. ¿Tal vez hubiera debido de esperar pacientemente a que lo fusilaran? Ya sabe, señora Müllerová, en casos como éste cualquiera puede perder la cabeza. Al carcelero lo degradaron y le cayeron seis meses, pena que no cumplió, y huyó a Suiza, donde ahora es predicador. Dios sabe en qué parroquia. Hoy en día hay poca gente honrada, señora Müllerová. Me imagino que el archiduque Fernando también se equivocó con respecto a la persona que disparó contra él. Seguramente, vio a un señor y pensó que si le gritaba «¡viva!» debía de ser una persona honesta. Y, en cambio, va y le pega un tiro. ¿Le disparó una o más veces?
–Los periódicos dicen que el archiduque tenía más agujeros que un colador. Le vaciaron el cargador entero.
–Sí, son cosas que se hacen deprisa, señora Müllerová, muy deprisa. Para algo así yo me compraría un Browning. Parece de mentira, pero en dos minutos puedes cargarte a tiros a veinte archiduques, gordos o flacos. Aunque, dicho sea entre nosotros, señora Müllerová, es más fácil acertar en uno gordo que en uno flaco. ¿Se acuerda de que una vez en Portugal dispararon contra su rey? Pues también estaba gordo. Claro que un rey no puede estar delgado, de ninguna manera. En fin, me voy a la taberna del Cáliz. Si viene alguien a recoger el perro faldero del que ya he cobrado paga y señal, le dice que lo tengo en la perrera, en el campo, que no hace mucho le he recortado las orejas y que hasta que no se le hayan curado las heridas no lo puedo sacar a pasear, porque se resfriaría. Deje la llave a la portera.
En la taberna del Cáliz sólo había un cliente. Era Bretschneider, el guardia vestido de paisano que servía en la policía secreta. Palivec, el tabernero, lavaba los vasos y Bretschneider se esforzaba en vano por entablar conversación sobre algún tema serio.
Palivec era célebre por su grosería: de cada dos palabras que decía, una era «cojones» o «mierda». No obstante, era un hombre culto y aconsejaba a todo el mundo que leyera el comentario de Victor Hugo sobre la última respuesta de la vieja guardia de Napoleón a los ingleses en la batalla de Waterloo.
–Tenemos un verano muy bueno, ¿verdad? –dijo Bretschneider para empezar a conversar sobre temas importantes.
–Todo es una mierda –contestó Palivec mientras colocaba los vasos en la vitrina.
–¡La que han armado en Sarajevo! –volvió a decir Bretschneider sin demasiadas esperanzas.
–¿En qué «Sarajevo»? –preguntó Palivec–. ¿En la taberna de Nusle? Allí se pelean día sí, día también. Ya se sabe, aquel barrio...
–¡Hablo del Sarajevo de Bosnia, patrón! Han matado al archiduque Fernando. ¿Qué le parece?
–Yo no quiero saber nada de eso. Los que quieran meterse en ese tipo de cosas pueden irse a hacer puñetas –contestó Palivec con cortesía, encendiendo la pipa–. Hoy en día, remover esta mierda le puede costar a uno el cuello. Yo soy comerciante, y si viene alguno y me pide una cerveza, se la sirvo y santas pascuas. Pero cosas como Sarajevo, la política y el difunto archiduque son palabras mayores, y lo único que puedes sacar de ellas es la cárcel.
Bretschneider se calló y, desilusionado, se puso a observar la taberna vacía.
–Aquí había un retrato de Su Majestad el emperador –dijo al cabo de un rato–, aquí mismo, donde está el espejo.
–Tiene razón –contestó Palivec–. Estaba colgado aquí, sí, pero como las moscas se cagaban en él, lo subí a la buhardilla. Podía haber provocado comentarios que me habrían traído problemas, bien lo sabe. ¡Como si no tuviera ya bastante!
–Las cosas deben de pintar muy mal en Sarajevo, ¿no, patrón?
El señor Palivec respondió a esa pregunta capciosa con una prudencia excepcional:
–En esta época, en Sarajevo hace un calor horrible. Cuando yo hacía la mili, a nuestro teniente le teníamos que poner hielo en la cabeza.
–¿En qué regimiento sirvió, patrón?
–No me acuerdo de fruslerías como ésa. Nunca me han preocupado tonterías semejantes ni he sentido ninguna curiosidad por saberlas –contestó el señor Palivec–. Demasiada curiosidad hace daño.
Cabizbajo, el agente Bretschneider se calló definitivamente y su expresión poco se habría animado si no hubiera entrado Švejk, que pidió una cerveza negra al tiempo que hacía una observación:
–En Viena también están de duelo.
A Bretschneider se le iluminaron los ojos esperanzados y, tanteando el terreno, dijo:
–En el castillo de Konopisˇteˇ ondean diez banderas negras.
–Tendrían que ser doce –dijo Švejk después de echar un buen trago de cerveza.
–¿Por qué doce? –preguntó Bretschneider.
–Porque es una cifra redonda y porque es más sencillo contar por docenas. Además, por docenas todo sale mejor de precio –contestó Švejk.
Se hizo un silencio que el propio Švejk interrumpió con un suspiro.
–O sea, que el archiduque reposa en el seno de la justicia divina; que Dios le conceda la paz eterna, pues. No ha vivido lo suficiente para ser emperador. Una vez, cuando yo hacía la mili, un general se cayó del caballo y se mató como si nada. Querían ayudarlo a montar otra vez, pero se dieron cuenta con sorpresa de que estaba muerto y bien muerto. Le faltaba poco para llegar a mariscal de campo. Sucedió durante un desfile militar. Esta clase de desfiles no lleva nunca a nada bueno. En Sarajevo también organizaban uno. Recuerdo que una vez, antes de uno de esos desfiles, me encerraron dos semanas porque me faltaban veinte botones del uniforme. Durante dos días estuve echado como un enfermo, inmovilizado por los grilletes. Pero en el ejército ha de haber disciplina; de lo contrario, nadie haría caso de nada. Nuestro teniente Makovec nos decía siempre: «Es preciso que haya disciplina, majaderos; si no, todavía treparíais a los árboles como si fueseis monos; ¡de unos tochos como vosotros sólo puede hacer hombres el ejército!». ¿Y no es verdad? Imaginad, por ejemplo, que en la plaza Carlos, en cada árbol hubiera un soldado indisciplinado. Esto siempre me ha dado mucho miedo.
–Lo que ha pasado en Sarajevo –insinuó Bretschneider– es cosa de los serbios.
–Se equivoca –dijo Švejk–, lo han hecho los turcos para vengar a Bosnia-Herzegovina.
Y Švejk expuso su punto de vista sobre la política de Austria-Hungría en los Balcanes. Según él, en 1912 los turcos perdieron la guerra con Serbia, Bulgaria y Grecia porque Austria-Hungría no les envió la ayuda que habían pedido y por ello ahora habían matado a Fernando.
–¿Te gustan los turcos? –Švejk se dirigía al tabernero Palivec–. ¿Te gustan esas bestias paganas? Supongo que no, ¿verdad?
–Un cliente es un cliente –dijo Palivec–, aunque sea turco. Para nosotros, los comerciantes, la política no existe. Si pagas tu cerveza, siéntate y habla todo lo que quieras; he aquí mi principio. Me da igual si el que ha matado a nuestro Fernando es un serbio o un turco, un católico o un musulmán, un anarquista o un nacionalista checo.
–De acuerdo, patrón –observó Bretschneider, que otra vez perdía las esperanzas de poder atrapar a uno de los dos–, pero tiene que admitir que es una gran pérdida para Austria.
Švejk contestó en lugar del tabernero:
–Que es una gran pérdida nadie lo puede negar. Una pérdida enorme. No puede sustituir cualquiera a un botarate. Lo que pasa es que tendría que haber sido todavía más barrigudo.
–¿Qué quiere decir? –se animó Bretschneider.
–¿Que qué quiero decir? –replicó Švejk con la mayor tranquilidad del mundo–. Hombre, sólo eso: si hubiera sido más gordo, seguramente habría tenido un infarto ya hace tiempo, cuando perseguía a las viejas que buscaban setas y recogían leña en el bosque imperial de Konopisˇteˇ, y así no habría muerto de una manera tan vergonzosa. Qué contrariedad: ¡un tío de Su Majestad el emperador muerto a tiros como un perro! ¡Qué escándalo, los periódicos no hablan de otra cosa! Hace años, en Budeˇjovice, en una discusión, apuñalaron a un tal Brˇetislav Ludvík, que comerciaba con ganado. Cuando su hijo Bohuslav iba a vender sus cerdos, nadie quería comprarle ninguno y todos decían: «Éste es el hijo del que apuñalaron. Seguramente será también una mala pieza». Al final, no tuvo más remedio que tirarse al Moldava desde el puente de Krumlov; lo tuvieron que rescatar, vaciarle el agua de los pulmones, hasta que el muchachote respiró por última vez en los brazos del médico, que le acababa de poner una inyección.
–Hace usted unas comparaciones muy extrañas –dijo Bretschneider en un tono suficientemente significativo–. Primero habla del archiduque Fernando y después de un traficante de ganado.
–De ninguna manera –se defendió Švejk–. Dios me libre de hacer comparaciones. El patrón me conoce. ¿Verdad que nunca he comparado a una persona con otra? Sólo que no me gustaría verme en la piel de la viuda del archiduque. ¿Qué hará ahora? Los niños se han quedado huérfanos y la propiedad de Konopisˇteˇ sin dueño. ¿Casarse con otro archiduque? ¿Y qué sacará de ello? Hará con él otro viaje a Sarajevo y enviudará por segunda vez. Hace años, en el pueblo de Zliv, cerca de Hluboká, vivía un guardabosques que tenía el feo nombre de Picha. Los cazadores furtivos lo mataron a tiros, y él dejó viuda y dos niños. Al cabo de un año, la mujer se volvió a casar con otro guardabosques, Pepík Šavle de Mydlovary. Y también lo liquidaron. Entonces se casó por tercera vez, también con un guardabosques, diciendo: «A ver si el tres me trae buena suerte. Si esta vez no sale bien no sabré qué hacer». Naturalmente, también lo pelaron, y ella se quedó con seis hijos de sus tres guardabosques. Más tarde se casó con el guarda de pesca Jaresˇ del estanque de Razˇ ice. No se lo creerá, pero lo ahogaron cuando pescaba en el estanque, y con él también había tenido dos hijos. Después se casó con un capador de Vod ˇnany que la mató una noche a hachazos y después se entregó a la policía. Y, cuando el tribunal del distrito de Písek lo hizo ahorcar, el capador mordió la nariz al capellán diciendo que no se arrepentía de nada y añadió alguna cosa muy fea sobre nuestro emperador.
–¿Y no sabe qué dijo? –preguntó Bretschneider con una voz llena de esperanza.
–No se lo puedo decir porque nunca nadie se ha atrevido a repetirlo. Pero tuvo que ser algo espeluznante porque uno de los consejeros del tribunal enloqueció después de haberlo oído. Todavía hoy lo tienen aislado en una celda para que no salga todo a la luz. Nada que ver con las ofensas a nuestro emperador que se le escapan a la gente cuando está borracha.
–¿Cuáles son las ofensas a nuestro emperador que se le escapan a la gente cuando está borracha? –preguntó Bretschneider.
–Señores, hagan el favor de cambiar de tema –suplicó el tabernero Palivec–; de sobra saben que no me gusta que hablen de estas cosas. Se puede escapar alguna sandez que más tarde nos pueda perjudicar.
–¿Que qué clase de ofensas al emperador se le escapan a un borracho? –repitió Švejk–. Pues de cualquier clase. Emborráchese, haga que toquen el himno austríaco y ya verá lo que empieza a soltar. Se le ocurrirán tantas cosas sobre el emperador, que con la mitad sería suficiente para dejar a Su Majestad en ridículo para toda la vida. Pero el abuelo no se lo merece, de verdad que no: perdió a su hijo Rodolfo cuando éste era joven y estaba pletórico de virilidad. A su esposa Elizabeth la apuñalaron con una lima. Johann Orth desapareció y vete tú a saber dónde está. A su hermano Maximiliano, el emperador de México, lo fusilaron en una fortaleza, contra un muro cualquiera. Y ahora que ya es viejo van y lo matan. Pobre hombre, debía de tener los nervios de acero. Y después viene un borracho y se pone a insultarlo. Si hoy comenzara una guerra, me alistaría como voluntario y me desviviría por servir a Su Majestad el emperador.
Švejk, tras beber un buen trago, continuó:
–¿Usted piensa que el emperador lo dejará correr? ¡Pues lo conoce muy poco! Hay que montar una guerra contra los turcos. Me habéis matado al tío, pues yo os reventaré a puñetazos. La guerra está asegurada. Serbia y Rusia se aliarán con nosotros. ¡Vaya paliza que les daríamos a los turcos!
Švejk estaba espléndido en su exuberancia profética. Su cara ingenua sonreía como la luna llena e irradiaba entusiasmo. Lo veía todo muy claro.
–Es posible –prosiguió con su previsión sobre el futuro de Austria– que en caso de guerra con Turquía nos ataquen los alemanes, porque éstos y los turcos se ayudan. Unos y otros son unos canallas tan malnacidos como en todo el mundo no encontraríamos otros. Pero nosotros nos podemos aliar con Francia, que desde 1871 odia a Alemania. ¡Y hala!, guerra, y habrá una guerra que Dios nos ampare. Bretschneider se levantó y dijo solemnemente:
–No hay nada más que decir. Acompáñeme al corredor, tengo que decirle una cosa.
Švejk siguió al agente al corredor, donde le esperaba una pequeña sorpresa: su compañero de mesa le mostró el águila, la insignia de la policía, y le comunicó que lo detenía y que se lo llevaba enseguida a la prefectura. Švejk intentó explicarle que se trataba de un error, que él era completamente inocente, que no había pronunciado ni una sola palabra que pudiera ofender a nadie.
Bretschneider le replicó, sin embargo, que había cometido varios delitos, entre ellos el de alta traición. Entonces volvieron a la taberna y Švejk le dijo al señor Palivec:
–Cóbrame cinco cervezas, una salchicha y un panecillo. Y ponme un aguardiente. Me voy detenido. Bretschneider enseñó el águila al señor Palivec y, tras mirarlo un instante, preguntó:
–¿Está casado?
–Sí, señor.
–¿Y su esposa puede llevar el negocio si usted no está?
–Sí, señor.
–Está bien, patrón –dijo Bretschneider con alegría–. Haga venir a su esposa y que se encargue de todo. Por la nochelo vendremos a buscar.
–No le hagas caso –le consoló Švejk–, yo voy sólo por alta traición.
–Pero ¿por qué yo? –se lamentó el señor Palivec–, ¡si yo he sido siempre muy prudente!
Bretschneider sonrió, satisfecho con su triunfo, y dijo:
–Porque ha dicho que las moscas se cagaban en nuestro emperador. ¡Ya verá cómo le quitan a nuestro emperador de la cabeza!
De manera que Švejk se fue de la taberna del Cáliz en compañía del agente y, una vez en la calle, le preguntó con su cara siempre iluminada por una sonrisa bondadosa:
–¿Tengo que bajar de la acera?
–¿Por qué?
–Pensaba que por estar detenido ya no tenía derecho a caminar por la acera.
Cuando llegaron al portal de la prefectura, Švejk dijo:
–¡El tiempo se nos ha pasado volando! ¿Va usted a menudo a la taberna del Cáliz?
Y, mientras conducían a Švejk a la oficina de ingreso, en la taberna del Cáliz el señor Palivec encargaba a su esposa que llevara el negocio, y la consolaba a su curiosa manera:
–Calla, mujer, no llores, ¿qué me pueden hacer por un miserable cuadro embadurnado de cagadas?
Fue así como el buen soldado Švejk tomó parte en la Guerra Mundial. A los historiadores les interesará saber que Švejk predijo el futuro. Si más adelante los acontecimientos se desarrollaron de una manera que no coincidía exactamente con su profecía, hemos de tener en cuenta que Švejk nunca había asistido a un curso de ciencias políticas.
Fuente: El buen soldado Švejk interviene en la Guerra Mundial. Primera parte. En la retaguardia del libro Las aventuras del buen soldado Švejk de Jaroslav Hašek.
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