Chelm era una aldea de tontos: tontos jóvenes y tontos viejos. Una noche alguien espió a la luna, que se reflejaba en un barril de agua. La gente de Chelm imaginó que había caído allí. Sellaron el barril para que la luna no se escapara. Cuando a la mañana destaparon el barril y comprobaron que la luna ya no estaba allí, los aldeanos concluyeron que había sido robada. Llamaron a la policía, y, cuando el ladrón no pudo ser hallado, los tontos de Chelm lloraron y gimieron.
De todos los tontos de Chelm, los más famosos eran los siete ancianos. Como eran los tontos más rematados y más viejos, gobernaban en Chelm. De tanto pensar, tenían las barbas blancas y las frentes muy anchas.
Una vez, durante toda una noche de Hannukkah, la nieve no cesó de caer. Cubrió todo Chelm como un manto de plata. La luna brilló, las estrellas titilaron, y la nieve relució como perlas y diamantes.
Esa noche los siete ancianos estaban sentados y reflexionando, mientras arrugaban sus frentes. La aldea necesitaba dinero, y no sabían cómo obtenerlo. De repente, el más anciano de ellos, Groham el Gran Tonto, exclamó:
–¡La nieve es plata!
–¡Veo perlas en la nieve! –gritó otro.
–¡Y yo veo diamantes! –agregó un tercero.
Para los ancianos de Chelm estaba claro que había caído un tesoro del cielo.
Pero pronto comenzaron a preocuparse. A la gente de Chelm le gustaba caminar, y ciertamente terminarían por pisotear el tesoro. ¿Qué se podía hacer? El tonto Tudras tuvo una idea.
–Enviemos un mensajero que golpee en todas las ventanas y comunique a todos que deben permanecer en sus casas hasta que se hayan recogido la plata, las perlas y los diamantes.
Durante un rato los ancianos quedaron satisfechos. Se restregaron las manos y aprobaron la astuta idea. Pero entonces Lekisch el memo hizo notar con aflicción:
–El mensajero mismo pisoteará el tesoro.
Los ancianos comprendieron que Lekisch tenía razón, y otra vez arrugaron las frentes en un esfuerzo por solucionar el problema.
–¡Ya lo tengo! –exclamó Shmerel el Buey.
–Dinos, dinos –rogaron los ancianos.
–El mensajero no debe ir a pie. Debe ser transportado sobre una mesa, para que sus pies no toquen la preciosa nieve.
Todos quedaron encantados con la solución de Shmerel el Buey, y los ancianos, batiendo palmas, admiraron su sabiduría.
Los ancianos enviaron inmediatamente a alguien a la cocina a buscar a Gimpel, el chico de los recados, y lo pusieron sobre una mesa. Y ahora ¿quién habría de transportar la mesa? Fue una suerte que en la cocina estuvieran Treitle el cocinero, Berel el pelador de patatas, Yukel el mezclador de ensaladas, y Yontel, que cuidaba a la cabra de la comunidad. Se les ordenó a los cuatro que llevaran la mesa en la que Gimpel se había puesto de pie. Cada uno sostuvo una pata. Arriba estaba Gimpel con un martillo de madera, para golpear en las ventanas de los aldeanos. Entonces salieron.
En cada ventana Gimpel golpeaba y decía:
–Nadie debe salir de casa esta noche. Ha caído un tesoro del cielo y está prohibido pisarlo.
La gente de Chelm obedeció a los ancianos y permaneció en sus casas durante toda la noche. Entretanto los propios ancianos se sentaron, tratando de imaginar cómo harían mejor uso del tesoro, una vez que lo recogieran.
El tonto Tudras propuso que lo vendieran y compraran una gansa que pusiera huevos de oro. Así la comunidad tendría unos ingresos fijos. Lekisch el memo tuvo otra idea. ¿Por qué no comprar anteojos que hicieran parecer más grandes todas las cosas a los habitantes de Chelm? Las casas, las calles y las tiendas parecerían más grandes, y desde luego, si Chelm parecía más grande, pues entonces sería más grande. Ya no sería una aldea, sino una gran ciudad.
Surgieron otras ideas igualmente ingeniosas. Pero mientras los ancianos sopesaban sus diversos planes, llegó la mañana y brilló el sol. Miraron por la ventana y, caramba, vieron que la nieve había sido pisoteada. Las pesadas botas de los porteadores de la mesa habían destruido el tesoro.
Los ancianos de Chelm se acariciaron sus blancas barbas y admitieron que habían cometido un error. ¿Quizás, razonaron, otras cuatro personas debían haber llevado a los cuatro hombres que llevaron la mesa en la que estaba Gimpel, el chico de los recados?
Tras largas deliberaciones los ancianos decidieron que, si durante el próximo Hannukkah llegaba a caer otro tesoro del cielo, eso era exactamente lo que habrían de hacer.
Aunque los aldeanos se quedaron sin tesoro, estaban llenos de esperanzas para el año siguiente y elogiaron a los ancianos, con quienes sabían que se podía contar para encontrar una solución, por muy difícil que fuera el problema.
ISAAC BASHEVIS SINGER
(en yidis: יצחק באַשעװיס זינגער; Leoncin o Radzymin, según algunas fuentes (Reino de Polonia), en esa época parte del Imperio ruso, 21 de noviembre de 1902-Miami, Florida; 24 de julio de 1991) fue un escritor judío, y ciudadano polaco. En 1978 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.
EL PREMIO NOBEL MÁS SOLITARIO
El último y por ahora más persistente intento por reasegurar a la literatura en su vocación de eternidad ha sido durante el último siglo el Premio Nobel de Literatura. Y lo ha hecho a través de dos características -su cuantía y su independencia- que ha llegado a cobrar, aunque de manera bastante desigual, una relevancia que, a pesar de su prestigio, parece rozar a veces el patetismo, disuelto entre el impacto repentino de su concesión y lo efímero de sus propuestas. Unas propuestas que ni siquiera perviven en los habituales concursos de esas caprichosas preguntas y respuestas con las que nuestras televisiones al uso intentan falsamente autoconvencerse (y de paso a nosotros mismos) de que cumplen una función cultural, pues vaya. Pues nuestra fundamental contradicción está en que la abundancia de la información se autodestruye en una presión donde la densidad de la actualidad desemboca en la pura y simple aniquilación de la cultura, por la falta de reposo, de valoración y estabilidad de los valores que intenta comunicar. La universalización de la información desemboca en la muerte de esa misma información de la que decimos vivir, aunque sólo se pueda vivir en ella descreyendo de ella, para así mordernos la cola sin parar, mientras pensamos enseñarla y mostrarla como una bandera victoriosa que yace siempre en el polvo de la derrota.
Los premios llamados "literarios" no tienen en verdad nada que ver con la literatura, ni aun el Nobel: son un reconocimiento social, político y económico, sin más. Ha habido premios Nobel que no lo han sido -de Tolstói a Borges, involuntariamente- o por propia voluntad (Sartre) o no escritores (Churchill), o no reconocidos en su tierra (Gao Xin Jian), que se han quedado sin patria (Ivo Andric en Yugoslavia), que apenas duran (Eucken) y la lista de no reconocidos (Deledda) o protestados (Echegaray), olvidados y efímeros (desde el primero, Sully Prudhomme, hasta Gjellerup, Heyse, Sillanpäa y así sucesivamente) lo niegan sin parar. Aunque se dice que la historia no se repite nunca salvo en forma de autoparodia (ahí está la de los premios Nobel para justificar la moda de la novela histórica) siempre reincide en su sentido y hoy he venido, aunque no lo parezca, para insistir con motivo del centenario de otro Nobel descolocado, y quizá el que más, el del que considero un gran escritor, Isaac Bashevis Singer, galardonado en 1978 (el año siguiente al de nuestro Vicente Aleixandre) y del que aunque ha gozado de muchos lectores y algunos de sus libros siguen todavía vivos (incluso entre nosotros, qué sorpresa) no se está muy seguro de casi nada.
Para empezar, de la fecha misma de su nacimiento, pues si se sabe que fue en 1904, nunca se ha sabido muy bien en qué día. El propio Singer dijo en broma que fue un 14 de julio, pero todo su rastro ha desaparecido de la historia (dicho día, en la escuela, un compañero le dijo que era su aniversario, el niño Singer se entristeció y le preguntó a su madre cuándo era el suyo y ambos decidieron que el mismo). Los más de tres millones y medio de judíos polacos desaparecieron reducidos a 150.000 tras el Holocausto mal llamado "nazi", pues muchos polacos colaboraron alegremente en él, según mostró Claude Lanzmann en su estremecedora Soah (que por aquí seguimos sin ver ni en cine ni en la televisión, ahora que hay tantas y todas iguales). Sabemos el lugar, un pueblecito a treinta kilómetros de Varsovia llamado Leoncin, donde hoy -reconstruido en sus mil quinientos habitantes étnicamente puros- existe un impasse inhabitado que lleva su nombre, de donde su familia de rabinos askenazíes se trasladó a Radcymin y finalmente a la capital, donde su padre trabajó en una escuela judía que también era tribunal como "de paz" o algo así. Y hasta ahí, cuando marchó a Estados Unidos en 1935 de la mano de su hermano mayor, modelo y "patrón" Israel Yeoshua Singer, también escritor importante en su misma lengua, el yídish, todo fue una rápida sucesión de lecturas y escrituras, de periodismo sobre todo, que sin embargo le cargó de contenidos para una larga obra de una no menos larga vida, en la que se casó tres veces, tuvo un hijo, publicó casi cincuenta libros, miles de artículos, obtuvo un premio Nobel inesperado y terminó, rodeado de un respeto a veces bastante reticente, el 24 de julio de 1991.
¿Quién fue Singer, de qué nacionalidad, en qué lengua escribió, quién puede apuntar en su balanza su nombre, por qué y en calidad de qué? Era un judío, desde luego, aunque bastante heterodoxo en ocasiones con relación a sus propias raíces de la pureza askenazi, tan importantes desde luego para él. Un polaco por el lugar de su nacimiento, del que ya ha sido borrado, o casi: nunca escribió en polaco. Terminó su vida siendo ciudadano norteamericano, pero apenas escribió en inglés, la gran mayoría de sus libros fueron escritos en yídish, que no es un idioma canónico de verdad, sino una "lengua", un lenguaje mezcla de alemán y hebreo con aportación de algunos otros: una lengua del exilio apoyada y promocionada por un puñado de centenares de miles de lectores y espectadores, aunque ya en vía de extinción, tras haber alcanzado algún esplendor, sobre todo en el exilio americano. Es un escritor sin duda alguna pero no se sabe -ni se sabrá en el futuro- de dónde, ni en qué, ni por qué. Es pura memoria, sobre todo de su infancia y juventud, que alcanzó fama y popularidad por sus traducciones al inglés en las que él mismo intervenía para al final modificar el original, que conste (y eso le fue y le es reprochado por sus propios compañeros y colegas). Pero Sombras sobre el Hudson es una novela judía y americana maravillosa, que se mantiene pura y dura al lado de aquellas anteriores de La mansión, Un amigo de Kafka, El esclavo, Enemigas, una historia de amor, La familia Moskat, Gimpel el tonto, Satán en Goray, El mago de Lublin y las relatos de Krochmalna, 10 o sus memorias de Amor y exilio tan recientes entre nosotros. Es un judío enamorado de las mujeres, a veces erótico y hasta suavemente pornográfico, rebelde contra los dictados de un Yavhé al que siempre se sometió y defendió hasta de sus propios ataques. Un espectáculo emocionante, al que podrán acercarse, creo, pues algunos de sus libros todavía siguen por ahí, vivitos y más coleando que casi todos los demás.
Fuente: https://elpais.com
Por: Rafael Conte
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