domingo, 21 de julio de 2024

Libro: El hombre más feliz del mundo. Auschwitz nunca olvidar

 

 

Eddie Jaku se consideraba alemán antes que judío. Siempre sintió un gran orgullo por su país, hasta que en 1938 fue arrestado por los nazis y trasladado a uno de sus campos de concentración. Aunque su formación como ingeniero le concedió ciertos privilegios, primero en Buchenwald y después en Auschwitz, Eddie sufrió horrores indecibles. Perdió a su familia, a sus amigos, a su país. Durante todos esos años, lo que le mantuvo con vida fue su amigo Kurt y la bondad de la gente. Como superviviente del Holocausto y para honrar a todos aquellos que no pudieron hacerlo, Eddie se comprometió a sonreír todos los días y a vivir el resto de su vida con gratitud. A sus 100 años de edad, Eddie asegura que se siente el hombre más feliz del mundo. En estas memorias conmovedoras nos cuenta la historia de su supervivencia y de cómo, gracias a su optimismo, logró superar los mayores horrores y transformar el dolor en esperanza. Un relato exquisito y conmovedor de una vida extraordinaria.

 

Nací en 1920 en una ciudad llamada Leipzig, en el este de Alemania. Me bautizaron como Abraham Salomon Jakubowicz, pero entre mis amigos era conocido con el diminutivo de Adi. En inglés, este nombre se pronuncia igual que Eddie, así que, por favor, llámame Eddie, amigo mío. Éramos una familia muy unida, una gran familia. Mi padre, Isidore, tenía cuatro hermanos y tres hermanas, y mi madre, Lina, doce hermanos. ¡Figúrate la fortaleza de mi abuela para criar a semejante prole! En la Primera Guerra Mundial perdió a un hijo, un judío que sacrificó su vida por Alemania, y también a su esposo, mi abuelo, un capellán del ejército que jamás regresó de la contienda.

Mi padre, un inmigrante procedente de una ciudad que hoy forma parte de Polonia afincado en Alemania, se sentía sumamente orgulloso de ser ciudadano alemán. Dejó su trabajo de aprendiz de ingeniería mecánica de precisión en su país para trabajar en la fábrica de máquinas de escribir Remington. Como hablaba alemán con fluidez, lo contrataron en un buque mercante alemán y se marchó a América.

Allí destacó en su oficio, pero añoraba a su familia y decidió embarcarse de nuevo en otro buque mercante alemán rumbo a Europa para ir a verla; su llegada coincidió precisamente con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Como viajaba con pasaporte extranjero, los alemanes lo recluyeron por ser un extranjero ilegal. Sin embargo, dado que era un hábil mecánico, el Gobierno alemán lo liberó de su internamiento y le permitió trabajar en una fábrica de armamento pesado en Leipzig. En aquella época se enamoró de mi madre, Lina, y de Alemania, donde permaneció al acabar la guerra. Abrió una fábrica en Leipzig, se casó con mi madre y no tardé en venir al mundo. Al cabo de dos años nació mi hermana pequeña, a la que llamamos con el diminutivo de Henni.

Nada podía menoscabar el patriotismo y orgullo que mi padre sentía por Alemania. Nos considerábamos primero alemanes, después alemanes y, por último, judíos. Nuestra religión no revestía tanta importancia para nosotros como el hecho de ser buenos ciudadanos en nuestra querida Leipzig. Aunque celebrábamos los rituales y festividades judíos, reservábamos nuestra lealtad y amor a Alemania. Estaba orgulloso de ser oriundo de Leipzig, un foco artístico y cultural desde hacía ochocientos años, una ciudad con una de las orquestas sinfónicas más antiguas del mundo y fuente de inspiración de los músicos Johann Sebastian Bach, Clara Schummann y Felix Mendelssohn, de escritores, poetas y filósofos, como Goethe, Liebniz y Nietzsche, entre muchos otros.

Durante siglos los judíos habían constituido una parte fundamental del tejido social de Leipzig. Desde la Edad Media, el mercado se celebraba los viernes en vez de los sábados para que pudieran acudir los comerciantes judíos, pues se nos prohíbe trabajar el sábado, el sabbat judío. Destacados ciudadanos y filántropos judíos contribuyeron al bien común, así como al de la comunidad judía, y supervisaron la construcción de algunas de las sinagogas más bonitas de Europa. La armo nía estaba presente en nuestras vidas, y era una vida muy buena para un niño. A escasos cinco minutos a pie de mi casa teníamos los jardines del zoo, famoso en todo el mundo por sus animales y por la cría en cautividad de más leones que en cualquier otro lugar. ¿Te imaginas lo emocionan te que eso era para un niño pequeño?

Dos veces al año se organizaban enormes ferias comerciales, como, precisamente, las que habían hecho de Leipzig una de las ciudades más refinadas y ricas de Europa, y mi padre siempre me llevaba a ellas. El emplazamiento de Leipzig y su importancia como ciudad comercial la convirtieron en una plataforma para la difusión de nuevas tecnologías e ideas. Su universidad, la segunda más antigua de Alemania, se fundó en 1409. El primer diario del mundo comenzó a publicarse en Leipzig en 1650. Una ciudad de libros, de música y de ópera. De pequeño, yo estaba convencido de que formaba parte de la sociedad más progresista, culta y avanzada —desde luego la más erudita— del mundo entero. ¡Qué equivocado estaba!

Acudíamos a la sinagoga con frecuencia, aunque yo personalmente no era muy religioso. Seguíamos las reglas de la cocina y la dieta kosher por mi madre, que quería respetar lo más posible los preceptos de la tradición para complacer a su madre, mi abuela, que vivía con nosotros y era muy devota. Todos los viernes por la noche nos reuníamos para la cena del shabbos (sabbat), recitábamos nuestras oraciones y tomábamos los platos tradicionales que mi abuela preparaba con cariño en una enorme cocina de leña que servía para calentar el resto de la casa. Un ingenioso sistema de conductos distribuidos por la vivienda permitía aprovechar todo el calor generado, mientras que el humo salía de forma segura. Cuando llegábamos de la calle, nos sentábamos en cojines junto a la cocina de leña para entrar en calor. Yo tenía una perrita, un cachorro de teckel llamado Lulu, que se acurrucaba en mi regazo en las noches frías. ¡Cómo atesoro el recuerdo de aquellas veladas!

Mi padre trabajaba mucho para mantenernos y disfrutábamos de comodidades, pero también nos inculcaba que en la vida había cosas más importantes que los bienes materiales. Cada viernes por la noche, antes de la cena del shabbos, mi madre horneaba tres o cuatro hogazas de challah, el delicioso y consistente pan ceremonial elaborado con huevos y harina que comíamos en ocasiones especiales. Cuando yo tenía seis años, pregunté a mi padre por qué horneábamos tantas si en la familia solo éramos cuatro, y me explicó que llevaba las hogazas que sobraban a la sinagoga para dárselas a los judíos necesitados. Él amaba a su familia y a sus amigos. Siempre los invitaba a cenar con nosotros, hasta que al final mi madre acabó poniéndose firme y le prohibió traer a más de cinco a la vez, pues en la mesa no nos podíamos apretujar más.

Si tienes la gran suerte de tener dinero y una casa bonita, puedes permitirte el lujo de ayudar a los necesitados. En eso consiste la vida. En compartir tu buena suerte», me decía mi padre, y también que es más gratificante dar que recibir, que las cosas importantes de la vida —los amigos, la familia, la bondad— son mucho más valiosas que el dinero, y que un hombre vale más que su cuenta bancaria. Por aquel entonces yo pensaba que estaba loco, pero ahora, después de todo lo que he vivido, sé que tenía razón.

Sin embargo, un nubarrón empañaba nuestra feliz concordia familiar: corrían malos tiempos para Alemania. Habíamos perdido la Gran Guerra y la economía nacional estaba en ruinas. Las potencias aliadas victoriosas reclamaban a Alemania una compensación económica que jamás podría pagar, y sesenta y ocho millones de personas pasaban penurias. Los alimentos y el combustible escaseaban, y la pobreza se extendía cada vez más, lo que hería el profundo orgullo del pueblo alemán. A pesar de pertenecer a la clase media acomoda da, a mi familia le resultaba imposible conseguir numerosos productos de primera necesidad, incluso pese a disponer de dinero en metálico. Mi madre caminaba muchos kilómetros para cambiar en el mercado bolsos y ropa comprados en tiempos mejores por huevos, leche, mantequilla o pan. Para mi decimotercer cumpleaños, mi padre me preguntó qué quería, y yo pedí media docena de huevos, una hogaza de pan blanco —difícil de encontrar porque los alemanes prefieren el pan de centeno— y una piña. Yo no podía imaginar nada más impresionante que media docena de huevos, y jamás había visto una piña. No tengo ni idea de cómo se las ingenió para encontrarla, pero lo logró. Así era mi padre. Hacía lo imposible con tal de arrancarme una sonrisa. Yo estaba tan pletórico que me zampé los seis huevos y la piña entera de una sentada. Nunca me había dado semejante atracón. Mi madre me advirtió que me lo tomara con calma, ¡pero no le hice caso!

La inflación era devastadora, por lo cual resultaba imposible hacer acopio de alimentos no perecederos o previsiones de futuro. A la salida del trabajo mi padre llegaba a casa con un maletín repleto de dinero en metálico que a la mañana siguiente carecía de valor. Me mandaba a la tienda y decía: «¡Compra todo lo que puedas! ¡Si hay seis hogazas de pan, llévatelas todas! ¡Mañana no tendremos nada!». Incluso a la gente pudiente le costaba salir adelante; los alemanes se sentían humillados e indignados. La gente comenzó a desesperarse y a contemplar cualquier salida. Hitler y el partido nazi prometieron una solución al pueblo alemán y le proporcionaron un enemigo.

Primeros párrafos del libro El hombre más feliz del mundo.

 

EDDIE JAKU

Eddie Jaku nació en 1920 en Leipzig y Estudió Ingeniería mecánica. Durante la Segunda Guerra Mundial fue arrestado por los nazis y llevado a los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, donde le hicieron trabajar como ingeniero. Tras varios intentos, en 1945 logró escapar de una marcha de la muerte y fue rescatado por unos soldados americanos. Después de vivir un tiempo en Bélgica, en 1950 se trasladó a Australia con su familia, donde vive felizmente desde entonces. Eddie lleva 74 años casado con Flore. Tienen dos hijos, nietos y bisnietos.

 

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Autor(es): Eddie Jaku

Editorial: Planeta

Páginas: 240

Tamaño: 15 x 23 cm.

Año: 2024