La afición a la astronomía que Peter Brown (Dublín, 85 años) desarrolló de niño fue un presagio de la tarea que iba a consagrarle como historiador: el afán de escudriñar en la oscuridad los puntos de luz que definen la Antigüedad tardía (200-700 después de Cristo), ese periodo durante el que se produjo el colapso de Roma, cobraron forma las religiones del libro y el cristianismo fue arraigando en Europa. Un periodo que adquirió carta de naturaleza académica gracias precisamente a sus investigaciones.
La reedición en español de El mundo de la Antigüedad tardía (Taurus), una de sus obras magnas, es una oportunidad para redescubrir no solo esa época erróneamente considerada sombría y sus tentadoras concomitancias con la actualidad, sino para repasar la carrera del profesor emérito de Princeton que antes enseñó en Oxford, su alma mater, hasta 1975, del titán capaz de rebelarse frente a Edward Gibbon: la tesis de la ruptura de este –la exitosa pero poco justificada idea de decadencia y caída del Imperio Romano— tuvo una relectura radical en el concepto de transformación de Brown.
Venerado por generaciones de historiadores, el encuentro en su domicilio de Princeton suscita una ansiedad pertinente. Igual que intentar averiguar qué regalo desea alguien que lo tiene todo, ¿qué cabe preguntar a un erudito, a un sabio de fama internacional? Tal cúmulo de conocimiento impone respeto. Pero la cortesía del profesor, que aguarda la llegada del taxi para acompañar al interior de la vivienda —luminosa y plácida, con torres de libros, porcelanas, miniaturas y cortinas de cretona—, diluye cualquier prevención.
En el umbral, una mesita auxiliar recubierta por azulejos que reproducen los motivos florales de Iznik, la cerámica de época otomana, hace al visitante valorar su belleza mientras pronuncia el topónimo. “¡Iznik!” y, abracadabra, predispone el diálogo. La primera referencia, gracias a la cerámica, es Turquía, un país que Brown y su esposa, Betsy, conocen muy bien, como parada obligada para quien ha estudiado Bizancio en todas sus formas. Turquía volverá repetidamente a la charla. “¿Qué opina de Erdogan?, ¿cómo ve la situación del país?”, pregunta luego el profesor en un ejercicio de mayéutica. Betsy recuerda que Peter estudió turco, “ese idioma tan hermoso, con un sonido precioso”, apunta él con delectación. De su vasto don de lenguas hablará, entre divertido y modesto, más tarde. “Ahora estoy aprendiendo etíope”, confiesa sin darle importancia. “Pero no el moderno, el antiguo”.
Para un historiador total como Brown, heredero en aliento de Fernand Braudel y discípulo de Arnaldo Momigliano, ¿qué vigencia tiene un libro escrito hace décadas? “Este libro apareció en 1971. Obviamente, mis inquietudes han cambiado. La razón para dedicarme a lo que ahora llamamos Antigüedad tardía era el deseo de estudiar una sociedad que había conservado sus raíces en el mundo antiguo, con el latín y el griego como lenguas dominantes, pero a la vez había empezado a cambiar. Era el estudio del cambio en una sociedad inusualmente resistente. Solíamos descartar ese periodo por ser un periodo de ruptura total. Todo lo que veíamos de él no nos gustaba”, recuerda de la época que él rehabilitó epistemológicamente.
“Esa fue mi principal motivación: la comprensión de la naturaleza exacta de ciertas crisis, como los cambios en el Gobierno del Imperio Romano en los siglos III y IV. Quería averiguar si habían sido desastrosos o más bien cambios de ajuste de la evolución; un equilibrio entre la continuidad y la discontinuidad, la fragilidad y la resistencia. Un ejemplo: la aparición de nuevos estilos de vida aristocrática en las provincias del Imperio Romano. Debo mucho a la arqueología española, a los grandes mosaicos de villas como Carranque, que conocí entonces. Hallazgos que nos decían: eh, las cosas no se han derrumbado, han cambiado, el foco ya no está en las urbes”, la quintaesencia del mapamundi romano junto con su red viaria desplegada como una tela de araña entre metrópolis.
“Creo que una de las principales inquietudes en el campo de la Antigüedad tardía era socavar la noción fácil de las invasiones bárbaras”, añade. La tentación de ver un trasunto de ese fenómeno en el de la inmigración irregular resulta fácil, tanto para un discurso tan romo como el de los populistas a granel como para ese otro, más alambicado, que propone la perversa teoría del reemplazo. “Si estás constantemente mirando una imagen falsa del pasado, buscando el reflejo de tu propia imagen, solo te llevará por el camino del racismo, del oscurantismo. De la xenofobia. Un buen ejemplo son las invasiones bárbaras. Todo el mundo es consciente de que hay problemas en Europa a causa de la inmigración masiva, pero es un terrible abuso histórico tratar lo uno como una repetición de lo otro”, explica Brown. Además, añade, “el islam yihadista trágicamente protagonista hoy no tiene nada que ver con el del profeta Mahoma, con el islam de hace 300 años, son totalmente diferentes”.
Su primer libro fue, no obstante, una biografía de san Agustín, el norteafricano al que el erudito descabalgó de la santidad titulando la obra Agustín de Hipona, a secas. “Una figura muy latina, un hombre que representaba un cristianismo inmensamente opresivo. Recuerdo las críticas en español a mi ensayo; cómo los europeos, sobre todo los de origen católico, consideraban a Agustín todavía como parte de su propio mundo”.
Por intercesión intelectual del santo, Brown superó el etnocentrismo —es decir, el eurocentrismo tradicional, el que considera la civilización clásica como única fuente de Occidente— y supo mirar en derredor, otro de sus grandes logros como historiador. “Habría sido muy fácil seguir estudiando solo el cristianismo, pero me encontré con los descubrimientos de la arqueología, aprendí siriaco y hebreo y abrí un área cuya cultura llegaba entonces hasta las ciudades griegas de la costa del Egeo, como Éfeso. Seguían siendo ciudades impresionantes, pero se iban creando otras grandes obras, como Santa Sofía en Estambul”.
Por tanto, prosigue sin abandonar el uso del plural de modestia y con un levísimo tartamudeo ocasional, imperceptible, “vimos que había un mundo ahí fuera y que no se podía escribir sobre él como si debiéramos correr el telón del Imperio Romano; era una vida nueva para el Imperio Romano, incluso el profeta Mahoma y el islam surgieron de esa cultura, no vinieron del espacio exterior. Parte de las raíces de Europa no están solo en Europa. También están en Oriente Próximo y en el sur del Mediterráneo. Parte de la riqueza de la cultura europea es precisamente su apertura al mundo. En Santa Sofía, en los escritos de los Padres del Desierto…”.
Brown es generoso a la hora de resaltar la contribución de sus discípulos. Cita con especial cariño al español Javier Arce, o a Jack Tannous, su heredero en Princeton. Para el académico, toda investigación es una gran inversión: en tiempo, en conocimiento, en lecturas: “Descubrir textos, leer con fluidez lenguas como el árabe y el siriaco, es un trabajo duro, que necesita un apoyo adicional. Necesita apoyo institucional. Necesita profesores. Pero una vez que lo consigues, puede ofrecerte una visión mucho más rica y amplia que las estrechas certezas”. Así que su opinión sobre el desdén con que algunos gobiernos tratan las humanidades resulta más que obvia: “[Los políticos] están más preocupados por los costes de sus decisiones. Estamos tratando con una generación de políticos que durante mucho tiempo han carecido de una educación humanista como la que nosotros tuvimos. No hay nada más trágico que un hombre que ha perdido la memoria”.
Sobre la ordalía de la historia, sometida últimamente al filtro de la ultracorrección política —el derribo de estatuas de colonizadores o esclavistas, por ejemplo, tras episodios de violencia policial contra negros—, Brown —que pasó parte de su niñez en el Sudán colonial, donde su padre era funcionario del Imperio Británico— sostiene: “No asumir la parte vergonzosa del pasado es un rechazo a estar aquí, a ser adulto. Parte de la identificación del adulto es la pertenencia a generaciones anteriores. Y al igual que una familia, que no siempre está orgullosa de su tío o su abuelo… Cualquier persona madura debe asumir a los anteriores miembros de su familia, es un signo de madurez. Una especie de resiliencia. Julio César es un ejemplo. Mató a millones de personas. Y lo horrible es que lo sabemos porque él lo publicó. Ahora bien, ¿rechazamos totalmente el Imperio Romano porque se basó en eso? No, tenemos que aplicar, supongo, lo que ahora llamamos visión binocular para enfocar correctamente”. Ítem más episodios como la esclavitud en la antigua Roma, que permitía el acceso sexual de los hombres a las esclavas, y el parecido sistema vigente en las plantaciones sureñas de la nueva América, recuerda.
A todas las ideas que convoca Brown en la salita donde, en mecedoras enfrentadas, tiene lugar la charla, se les puede sacar punta, incluso hasta el extremo de establecer una línea directa entre la inconsciencia o la incuria de la historia y la ignorancia que subyace a eso que llamamos fake news. “Olvidar es una tragedia. Puede liberar a ciertas personas de los malos recuerdos. Pero creo que el problema son los recuerdos a medias. No es que hayamos prescindido de la memoria histórica, es que hemos disminuido nuestra capacidad de interponernos y criticar las falsas memorias históricas. No se puede decir que estos políticos, el Brexit, Trump, hayan ignorado la historia, simplemente la han tergiversado. Sabemos cómo se ha hecho eso en los países fascistas, en los países nazis, en los países comunistas, hoy en día también en los islámicos. Retorcer la historia es aún peor que olvidarla. Lo peligroso son las medias memorias que utilizan los políticos para avivar el resentimiento y los miedos”.
También resulta especialmente reveladora acerca de la validez hermenéutica de las humanidades —cómo ayudan a entender el mundo al explicarlo— su experiencia en el Irán prerrevolucionario. “Fui a Irán en 1974 y 1976, poco antes de la revolución islámica [1979]. El Gobierno de EE UU quería averiguar lo que estaba pasando y se puso en contacto con un montón de profesores en Berkeley, pero la mayoría eran especialistas en desarrollo, el gran concepto dominante en los sesenta y setenta, y se ocupaban, por supuesto, del presente. En el santuario de Mashhad tuve una sensación casi de pavor, de que algo muy sombrío y posiblemente terrible iba a suceder. Los otros profesores no percibieron nada tras la fachada de país en desarrollo”. Porque un historiador es un buen periodista, recuerda cómplice, al igual que un buen periodista debe conocer la historia.
El proverbial don de lenguas de Brown —aprendió farsi en Irán; tiene pendiente el armenio— respalda su insistencia en el aprendizaje de “lenguas europeas, no solo latín y griego, muy útiles para la investigación, sino las lenguas europeas, sin cuyo conocimiento la dimensión del mundo [en inglés] es roma y plana. La cultura europea es una cultura multilingüe, y la fuerza de Europa no es su uniformidad, sino su diversidad. Me preocupan los alumnos que no leen de forma natural el francés, el alemán, el italiano y el español, porque deberían hacerlo”.
A un bachiller, ¿cómo le convencería de que estudie historia? “Con la metáfora del viaje. Si quieres ver las pirámides de Egipto, o conocer Sevilla, ¿por qué no viajas en el tiempo? Viajar amplía la mente; la historia no es solo saber acerca del pasado. Eso es una visión estrecha. Se trata también de conocer un mundo más amplio, ya sea en la actualidad o en el pasado”.
Al terminar la entrevista, y mientras Peter Brown saca el coche para llevar a la periodista a la estación, Betsy Brown muestra con respeto, en la esquina, la casa donde vivió Albert Einstein mientras enseñó en Princeton. La conversación ha terminado minutos antes con una anécdota de Oxford, cuando el profesor dio a sus estudiantes un libro en polaco. “Pero también les di un resumen en francés”, dice como quien recuerda una travesura. Los Brown regalan una visita a vuelapluma por Princeton que es otra lección de historia, del lugar de la batalla de 1777 al estilo gótico de colleges y rectoría. “Woodrow Wilson [28º presidente de EE UU], que fue rector”, cuenta Brown al volante, divertido, “dijo que era más fácil gobernar el país que la universidad”.
TOM HOLLAND
El historiador Peter Brown nació en Dublín, donde estudió inicialmente, en el seno de una familia protestante. Fue educado en la Escuela Shrewsbury y en el New College, Oxford. Fue fellow del All Souls College, en la Universidad de Oxford, donde realizó sus estudios de licenciatura bajo la dirección del gran historiador de la Antigüedad Arnaldo Momigliano. Peter Brown enseñó en Oxford, en la Universidad de Londres, y en dos universidades estadounidenses: Universidad de California en Berkeley, y la Universidad de Princeton. En 1982, Peter Brown fue nominado por la MacArthur Fellow. En 2001, fue premiado por la Fundación Andrew W. Mellon, como reconocimiento por su trabajo sobre humanidades. En 2008 ganó, junto con la historiadora india Romila Thapar, el gran Premio Kluge por sus estudios de humanidades.
Peter Brown, que maneja unas quince lenguas, elaboró una muy notable biografía, a los 32 años, sobre Agustín de Hipona, que tiene todavía gran prestigio. Tras redactar luego una gran cantidad de escritos, se le considera hoy uno de los más sobresalientes historiadores de la Antigüedad tardía. Brown ha estudiado, además, muy originalmente el problema del culto a los santos. Inicialmente fue muy influido por los franceses de la Escuela de Annales, y sobre todo por Fernand Braudel, dada su unión de la antropología y la sociología, y también por una vasta mirada temporal, que apreció Michel Foucault.
En The World of Late Antiquity, de 1971, hizo una nueva interpretación del período comprendido entre los siglos III y VII. Tradicionalmente se hablaba del peso de la idea de decadencia, tras la época dorada de la gran Roma que la había precedido (sobre todo en el siglo II): esto es, se seguían las viejas tesis de Edward Gibbon, en su famosa The History Of The Decline And Fall Of The Roman Empire, que se remonta a 1779. Pero Brown propone ver desde otro punto de vista todo el período, mostrando el conjunto de grandes innovaciones culturales que hubo por entonces. Esa investigación suya ha continuado por muy diversas líneas, convergentes hacia una fecunda reconsideración de las bases de la Alta Edad Media.
Los libros más recientes son El ojo de una aguja, impresionante trabajo sobre la captación de dinero en la Alta Edad Media por la Iglesia, y The Ransom of the Soul: Afterlife and Wealth in Early Western Christianity (2015). Ambos han sido traducidos al francés en 2016; y el segundo, al castellano: Por el ojo de una aguja, en ese año.
Fuente: https://elpais.com/babelia/
Por: María Antonia Sánchez-Vallejo
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