TRADICIONES PERUANAS DE RICARDO PALMA
Muy popular es en Arequipa la historieta contemporánea que vas a leer; y
para no dejar resquicio a críticos de calderilla y de escaleras abajo,
te prevengo que bautizaré a los dos principales personajes con nombre
distinto del que tuvieron.
I
Por los años de 1834 no se hablaba en Arequipa de otra cosa que de la Viudita, y contábanse acerca de ella cuentos espeluznadores. La viudita era la pesadilla de la ciudad entera.
Era el caso que, vecino al hospital de San Juan de Dios, había un chiribitil conocido por el de profundis o sitio donde se exponían por doce horas los cadáveres de los fallecidos en el santo asilo.
Desde tiempo inmemorial veíase allí siempre un ataúd alumbrado
por cuatro cirios, y los transeuntes nocturnos echaban una limosna en el
cepillo, o murmuraban un padre nuestro y una avemaría por el alma del
difunto.
Pero en 1834 empezó a correr el rumor de que después de las diez
de la noche salía del cuartito de los muertos un bulto vestido de negro,
el cual bulto, que tenía forma femenina, se presentaba armado con una
linterna sorda cada vez que sentía pasos varoniles por la calle. Añadían
que, como quien practica un reconocimiento, hacía reflejar la luz sobre
el rostro del transeúnte, y luego volvía muy tranquilamente a
esconderse en el de profundis.
Con esta noticia, confirmada por el testimonio de varios
ciudadanos a quienes la viuda hiciera el coco, nadie se sentía ya con
hígados para pasar por San Juan de Dios después del toque de queda.
Hubo más. Un buen hombre, llamado D. Valentín Quesada, con
agravio de su nombre de pila que lo comprometía a ser valiente, casi
murió del susto. ¡Ayúdenmela a querer!
En vano la autoridad dispuso la captura del fantasma, pues no
encontró subalternos con coraje para dar cumplimiento al superior
mandato.
Los de la ronda no se aproximaban ni a la esquina del hospital, y
cada mañana inventaban una mentira para disculparse ante su jefe, como
la de que la viuda se les había vuelto humo entre las manos a otra
paparrucha semejante. Y con esto el terror del vecindario iba en
aumento.
Al fin, el general D. Antonio Gutiérrez de La Fuente, que era el
prefecto del departamento, decidió no valerse de policíacos embusteros y
cobardones, sino habérselas personalmente con la viuda. Embozose una
noche en su capa y se encaminó a San Juan de Dios. Faltábanle pocos
pasos para llegar al umbral del mortuorio cuando se le presentó el
fantasma y le inundó el rostro con la luz de la linterna.
El general La Fuente amartilló una pistola, y avanzando sobre la viuda le gritó:
-¡Ríndete o hago fuego!
El alma en pena se atortoló, y corrió a refugiarse en el ataúd alumbrado por los cuatro cirios.
Su señoría penetró en el mortuorio y echó la zarpa al fantasma,
quien cayó de rodillas, y arrojando un rebocillo que le servía de
antifaz, exclamó:
-¡Por Dios, señor general! ¡Sálveme usted!
El general La Fuente, que tuvo en poco al alma del otro mundo,
tuvo en mucho al alma de este mundo sublunar. ¡La viudita era... era...
una lindísima muchacha!
-¡Caramba! -dijo para sí La Fuente-. Si tan preciosas como ésta
son todas las ánimas benditas del purgatorio, mándeme Dios allá de
guarnición por el tiempo que sea servido. -Y luego añadió alzando la
voz:- Tranquilícese, niña; apóyese en mi brazo, y véngase conmigo a la
prefectura.
II
Por los años de 1834 no se hablaba en Arequipa de otra cosa que de la Viudita, y contábanse acerca de ella cuentos espeluznadores. La viudita era la pesadilla de la ciudad entera.
Era el caso que, vecino al hospital de San Juan de Dios, había un chiribitil conocido por el de profundis o sitio donde se exponían por doce horas los cadáveres de los fallecidos en el santo asilo.
Desde tiempo inmemorial veíase allí siempre un ataúd alumbrado
por cuatro cirios, y los transeuntes nocturnos echaban una limosna en el
cepillo, o murmuraban un padre nuestro y una avemaría por el alma del
difunto.
Pero en 1834 empezó a correr el rumor de que después de las diez
de la noche salía del cuartito de los muertos un bulto vestido de negro,
el cual bulto, que tenía forma femenina, se presentaba armado con una
linterna sorda cada vez que sentía pasos varoniles por la calle. Añadían
que, como quien practica un reconocimiento, hacía reflejar la luz sobre
el rostro del transeúnte, y luego volvía muy tranquilamente a
esconderse en el de profundis.
Con esta noticia, confirmada por el testimonio de varios
ciudadanos a quienes la viuda hiciera el coco, nadie se sentía ya con
hígados para pasar por San Juan de Dios después del toque de queda.
Hubo más. Un buen hombre, llamado D. Valentín Quesada, con
agravio de su nombre de pila que lo comprometía a ser valiente, casi
murió del susto. ¡Ayúdenmela a querer!
En vano la autoridad dispuso la captura del fantasma, pues no
encontró subalternos con coraje para dar cumplimiento al superior
mandato.
Los de la ronda no se aproximaban ni a la esquina del hospital, y
cada mañana inventaban una mentira para disculparse ante su jefe, como
la de que la viuda se les había vuelto humo entre las manos a otra
paparrucha semejante. Y con esto el terror del vecindario iba en
aumento.
Al fin, el general D. Antonio Gutiérrez de La Fuente, que era el
prefecto del departamento, decidió no valerse de policíacos embusteros y
cobardones, sino habérselas personalmente con la viuda. Embozose una
noche en su capa y se encaminó a San Juan de Dios. Faltábanle pocos
pasos para llegar al umbral del mortuorio cuando se le presentó el
fantasma y le inundó el rostro con la luz de la linterna.
El general La Fuente amartilló una pistola, y avanzando sobre la viuda le gritó:
-¡Ríndete o hago fuego!
El alma en pena se atortoló, y corrió a refugiarse en el ataúd alumbrado por los cuatro cirios.
Su señoría penetró en el mortuorio y echó la zarpa al fantasma,
quien cayó de rodillas, y arrojando un rebocillo que le servía de
antifaz, exclamó:
-¡Por Dios, señor general! ¡Sálveme usted!
El general La Fuente, que tuvo en poco al alma del otro mundo,
tuvo en mucho al alma de este mundo sublunar. ¡La viudita era... era...
una lindísima muchacha!
-¡Caramba! -dijo para sí La Fuente-. Si tan preciosas como ésta
son todas las ánimas benditas del purgatorio, mándeme Dios allá de
guarnición por el tiempo que sea servido. -Y luego añadió alzando la
voz:- Tranquilícese, niña; apóyese en mi brazo, y véngase conmigo a la
prefectura.
Tradiciones peruanas es el título con el que se conoce el conjunto de textos escritos por el peruano Ricardo Palma, que fue publicando a lo largo de varios años en periódicos y revistas. Se trata de relatos cortos de ficción histórica que narran, de forma
entretenida y con el lenguaje propio de la época, sucesos basados en
hechos históricos de mayor o menor importancia, propios de la vida de las diferentes etapas que pasó la historia del Perú,
sea como leyenda o explicando costumbres existentes. Aunque su valor
como fuente histórica es limitado y no confiable, su valor literario es
enorme. Las Tradiciones peruanas surgieron en el ambiente periodístico donde se movió su autor. Las primeras se publicaron como artículos en diarios
o revistas de la época. La forma, en un inicio, no estaba ni pensada ni
definida. La idea de narrar un suceso llevaba al autor a ponerle
nombres como «articulito», «reminiscencia fiel», «cuento», etcétera.
Ricardo Palma (Lima, 7 de febrero de 1833 - Miraflores, Lima, 6 de octubre de 1919) fue un escritor romántico, costumbrista, tradicionalista, periodista y político peruano, famoso principalmente por sus relatos cortos de ficción histórica reunidos en el libro Tradiciones peruanas. Cultivó prácticamente todos los géneros: poesía, novela, drama, sátira, crítica, crónicas y ensayos de diversa índole. Sus hijos Clemente y Angélica siguieron sus pasos como escritores.
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