En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa,
El torbellino dio a luz a la Madre gloriosa.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida,
El oscuro vacío era para la Gran Madre una herida.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía.
Al otro creó del polvo que al nacer traía consigo,
Un hermano, compañero, pálido y resplandeciente amigo.
Juntos crecieron, aprendieron qué era amor y consideración,
Y cuando Ella estuvo a punto, decidieron confirmar su unión.
Él la rondó expectante. Su pálido y luminoso amante.
En un principio su otra mitad la colmó de ventura;
Mas con el tiempo que sintió inquieta, su alma insegura.
Amaba a su blanco amigo, su complemento adorado,
Pero algo le faltaba, parte de su amor veía desaprovechado.
La Madre era. De algo estaba en espera.
Desafió al caos, a las tinieblas, al gran vacío,
Para hallar la chispa dadora de vida en un confín sombrío.
La oscuridad era absoluta; el torbellino, aterrador.
El caos se helaba, y acudió a Ella en busca de calor.
La Madre era valerosa. Su misión, azarosa.
Extrajo del frío caos la fuente germinal,
Y tras concebir, huyó con la fuerza vital.
Creció junto con la vida que dentro llevaba,
Y se entregó con amor y orgullo, sin traba.
Algo al mundo traía. Su vida compartía.
El oscuro vacío y la Tierra yerma y vasta
Aguardaron el nacimiento con ánimo entusiasta.
La vida desgarró su piel, bebió la sangre de sus venas,
Respiró por sus huesos, y redujo sus rocas a blancas arenas.
La Madre alumbraba; otro alentaba.
Al romper aguas, éstas llenaron mares y ríos,
Anegándolo todo, creando así árboles y plantíos.
De cada preciosa gota, hojas y tallos brotaron,
Verdes y exuberantes plantas la Tierra renovaron.
Sus aguas fluían. Nueva vegetación crecía.
En violento parto, vomitando fuego a borbotones,
Dio a luz una nueva vida entre dolorosas contracciones.
Su sangre seca se tornó en limo ocre, y llegó el radiante hijo.
El supremo esfuerzo valió la pena, ya todo era gran regocijo.
El niño resplandecía. La Madre no cabía en sí de alegría.
Se alzaron montañas, de cuyas crestas brotaban llamas,
Y Ella a su hijo alimentaba con sus colosales mamas.
Chispas saltaban al chupar el niño, tal era su anhelo,
Y la tibia leche de la Madre trazó un camino en el cielo.
Una vida se iniciaba. A su hijo amamantaba.
El niño reía y jugaba, y así se desarrollaban su cuerpo y su mente.
Para gozo de la madre, las tinieblas disipaba su luz refulgente.
Su mente y su fuerza crecían, recibiendo de Ella cariño,
Pero pronto aquel niño maduró, pronto dejó de ser niño.
Atrás quedaba la edad de la inocencia. Quería independencia.
A la fuente Ella recurrió cuando a una vida dio nacimiento.
Ahora el vacío y gélido caos atraía al hijo con embaucamiento.
La Madre daba amor, pero el joven tenía otras ambiciones,
Buscaba conocimientos, aventuras, viajes, emociones.
Para Ella el vacío era abominable. A él le parecía deseable.
Se marchó de su lado cuando la Gran Madre dormía,
Mientras fuera se arremolinaba la oscuridad vacía.
Por todos los medios, las tinieblas procuraron al hijo tentar,
Y él, fascinado por el gran torbellino, se dejó cautivar.
A su hijo arrebataba. Al joven que tanto brillaba.
El hijo de la Madre, en un primero momento alborozado,
Pronto se afligió en aquel vacío glacial y desolado.
Su incauto vástago, corroído por su conciencia quejosa,
No pudo escapar a aquella fuerza misteriosa.
Estaba en un grave aprieto. El caos lo tenía bien sujeto.
Pero en el preciso instante en que lo engullía la oscuridad,
La Madre despertó, tendió la mano y lo sostuvo con tenacidad.
Buscando quien la ayudara a recobrar a su hijo radiante,
La Madre acudió al pálido y luminoso amigo, antes su amante.
La Madre lo agarró fuerte. Perderlo habría sido la muerte.
Ella agradeció su regreso al que fuera su compañero,
Y el triste suceso le contó en tono pesaroso y lastimero.
El querido amigo accedió a intervenir en el lance,
Dispuesto a rescatar a su hijo de tan difícil trance.
La habló de su honda aflicción, y del turbulento ladrón.
Al borde del agotamiento, Ella necesitaba una pausa,
Al luminoso amante dejó luchar por su justa causa.
Mientras la Madre dormía, él combatía a la fuerza glacial,
Y momentáneamente la obligó a volver a su estado inicial.
Tenía alma de paladín. Pero incierto era aún el fin.
Dándolo todo, su magnífico amigo luchó con bravura,
El combate era enconado, la contienda penosa y dura.
Al cerrar su gran ojo, abandonó por un instante la cautela,
Y la oscuridad robó la luz de su cielo con una triquiñuela.
Su pálido amigo desfallecía. Su luz se extinguía.
En la oscuridad absoluta, la Madre despertó con un grito.
El tenebroso vacío se había propagado por el espacio infinito.
Ella se sumó a la pugna, organizó con rapidez la defensa,
Y a su amigo liberó de aquella sombra tétrica y densa.
Pero su hijo perdió la vista. La noche borró toda pista.
En las garras del torbellino, el hijo radiante y exaltado
Dejó de dar calor a la Tierra, el frío caos había triunfado.
La vida fértil y verde dio paso a la nieve y el hielo,
Y un cortante viento siguió azotándola cual flagelo.
La Tierra era un desierto. Las plantas habían muerto.
La Madre estaba angustiada, exánime, exhausta,
Pero tendió de nuevo su mano en ocasión tan infausta.
No podía rendirse, de eso tenía clara conciencia;
De Ella dependía la luz de su hijo, su supervivencia.
No cesó de luchar. La luz quería recuperar.
Y su luminoso amigo no iba ya a ceder más terreno
Ante el ladrón que mantenía retenido al hijo de su seno.
Juntos pugnaron por el rescate del hijo que Ella adoraba.
Sus esfuerzos no fueron en vano, su luz de nuevo alumbraba.
Recobraba la energía. Su resplandor volvía.
Pero las inhóspitas tinieblas ansiaban su vivo y radiante calor.
La madre firme se mantuvo en su defensa y resistió con vigor.
El torbellino tiró con violencia, negándose a soltar a su presa,
Y Ella luchó de tú a tú contra la oscuridad arremolinada y aviesa.
De las tinieblas se protegió. Pero su hijo otra vez se alejó.
Cuando la Madre combatía el torbellino y el caos hacía huir,
La luz de su hijo con intensidad veía nuevamente refulgir.
Cuando Ella flaqueaba, el inhóspito vacío volvía a la carga,
Y la oscuridad retornaba al final de una jornada ardua y larga.
De su hijo sentía el calor. Mas aún no había encendedor.
En el corazón de la Madre anidaba una inmensa pena,
Su hijo y Ella por siempre separados, ésa era la condena.
Suspiraba por el niño que en otro tiempo fuera su centro,
Y una vez más recurrió a la fuerza vital que llevaba dentro.
No podía darse por vencida. Su hijo era su vida.
Cuando llegó la hora, manaron de Ella las aguas del parto,
Devolviendo la verde vida a un mundo seco como el esparto.
Y las lágrimas por su pérdida, profusamente derramadas,
Tornáronse arco iris y gotas de rocío, maravillas inusitadas.
La Tierra recobró su verde encanto, pero no sin llanto.
Partió en dos las rocas con un atronador rugido,
Y en sus profundidades, en el lugar más escondido,
Nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz,
Y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz.
La Madre sufría; pero más hijos nacían.
Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores,
Unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores.
Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado,
Cada uno era un modelo digno de ser copiado.
La Madre era afanosa; la Tierra cada vez más populosa.
Todos: aves, peces y animales, eran su descendencia,
Y esta vez la Madre nunca habría de padecer su ausencia.
Cada especie viviría cerca de su lugar originario,
Y compartiría con los demás aquel vasto escenario.
Con la Madre permanecerían, de Ella no se alejarían.
Aunque todos eran sus hijos, y la colmaban de satisfacción,
consumían la fuerza vital que hacía latir su corazón.
Pero aún le quedaba suficiente para una génesis postrera,
Un hijo que supiera y recordara quién la Suma Hacedora era.
Un hijo que la respetaría, y a protegerla aprendería.
La Primera Mujer nació ya totalmente desarrollada y viva,
Y recibió los Dones que necesitaba, ésa era su prerrogativa.
La Vida era el Primer Don, y como la Madre naciente,
Al despertar, del gran valor de la vida era ya consciente.
La Primera en salir de la horma, las demás tendrían su forma.
Vino luego el Don de la Percepción, del aprendizaje,
El deseo de saber, el Don del Discernimiento, un amplio bagaje.
La Primera Mujer llevaba el conocimiento en su interior,
que la ayudaría a vivir y transmitiría a su sucesor.
Sabría la Primera Mujer, cómo aprender, cómo crecer.
Con la fuerza vital casi extinta, la Madre se consumía,
Transmitir el Espíritu de la Vida, sólo eso pretendía.
A sus hijos confirió la facultad de crear una nueva vida,
Y también la Mujer con esa posibilidad fue bendecida.
Pero la Mujer sola se sentía; a nadie tenía.
La Madre recordó la experiencia de su propia soledad,
El amor de su amigo y su caricia llena de inseguridad.
Con la última chispa que le quedaba, el parto empezó,
Para compartir la vida con la Mujer, al Primer Hombre creó.
De nuevo alumbraba; otro más alentaba.
A la Mujer y al Hombre había deseado engendrar,
Y el mundo entero les obsequió a modo de hogar,
Tanto el mar como la tierra, toda su Creación.
Explotar los recursos con prudencia era su obligación.
De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso.
A los Hijos de la Tierra la Madre concedió
Los Dones precisos para sobrevivir, y luego decidió
Otorgarles la alegría de compartir y el Don del Placer,
Por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer.
Los Dones aprendidos estarán, cuando a la Madre honrarán.
La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado.
Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado,
Y a desear y buscar siempre su mutua compañía,
Sin olvidar que el Don del Placer de la Madre provenía.
Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor.
Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar.
Anunciar que el hombre participa, ése fue Su último don:
para iniciarse la nueva vida, él debe hallar satisfacción
La Madre se siente honrada cuando a la pareja ve yacer
porque la mujer concibe cuando ambos comparten el placer
Con los Hijos ya bendecidos, la Madre goza de un descanso merecido
Extracto del sexto libro La tierra de las cuevas pintadas de la saga Hijos de la tierra. Hijos de la tierra es el nombre de una hexalogía escrita por la novelista estadounidense Jean Marie Auel y traducidos al español por Leonor Tejada. Los hechos de la historia ocurren en Europa, en el Paleolítico, a mediados del último periodo glacial. La protagonista de la serie es una mujer cromañón llamada Ayla. La serie ha vendido aproximadamente 3 millones de ejemplares en España e Hispanoamérica y más de 45 millones en todo el mundo. Según declara Auel, ella estaba muy interesada en escribir un libro narrativo ambientado en la prehistoria. Estaba interesada especialmente en una época del Pleistoceno en la que en Europa convivieron dos especies humanas: los Homo Sapiens y los Homo neanderthalensis. Aunque ambos grupos se extienden a lo largo todo el continente, durante la narración se deja entrever en varias ocasiones que los cromañones están desplazando poco a poco a los neandertales, quienes se dirigen lentamente hacia la extinción, al no poder competir con el nuevo rival, más avanzado tecnológicamente.
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