Caminar entre los restos, cada vez más reducidos, de lo que solía ser el mar de Aral en Uzbekistán fue como entrar al infierno.
Todo era un desierto sin vida, con la excepción de los matorrales de saxaúl. El polvo se arremolinaba bajo un sol rojo y punzante a una temperatura de 43 grados Celsius. Llegué a la orilla de uno de los lagos desperdigados, que son todo lo que queda de lo que alguna vez fue una enorme masa de agua. Me quité los zapatos y caminé por el agua, tan llena de sal que se sentía viscosa, no del todo líquida.
En Moynaq, una ciudad cercana, los segmentos de noticias en blanco y negro en el museo local y las fotografías de los álbumes familiares de los residentes muestran tiempos mejores. En la era soviética, comunidades pesqueras como la de Moynaq rodeaban el mar y prosperaban impulsadas por su abundancia: esturión, platija, caviar y otros alimentos básicos de las mesas soviéticas. En la ciudad conocí a Oktyabr Dospanov, un arqueólogo que creció a las orillas del Aral y quien recuerda una “vida feliz” en su juventud, cuando los barcos de pesca, buques de pasajeros y embarcaciones de carga surcaban las olas del mar todo el tiempo.
Por décadas, sin embargo, las autoridades soviéticas desviaron los ríos que desembocaban en el mar hacia las plantaciones de algodón y otros cultivos. La cuarta masa de agua interior más grande del mundo —que cubría un área aproximadamente un 15 por ciento mayor que el lago Michigan— se fue reduciendo con el tiempo, lo que provocó un efecto dominó de colapso ecológico, económico y comunitario, el tipo de catástrofe que podría ocurrir en otras partes del mundo que son vulnerables desde el punto de vista medioambiental, a menos que cambiemos nuestras costumbres.
Para 2007, la superficie del mar se había reducido alrededor del 90 por ciento, lo que transformó Moynaq en un destino sin salida al mar para los turistas que vienen a maravillarse ante este desastre ecológico, donde se toman selfies cerca de los cascos oxidados de los barcos que descansan en las extensiones interminables de arena.
Aunque los esfuerzos de restauración de los últimos años han generado pequeñas mejorías en algunas zonas, la antigua superficie del mar de Aral es un reino desolado, donde una serie de lagos salinos considerablemente más chicos se esparcen como charcos en una enorme cuenca seca. El mar de Aral es ahora el desierto de Aralkum. Durante décadas, la tierra y el agua se contaminaron con pesticidas y otros contaminantes, que se sospecha que causan defectos congénitos y otros problemas crónicos de salud en la zona.
A medida que el mar de Aral languidecía, las pasturas y bosques de la región, en otro tiempo abundantes, empezaron a degradarse, según Dospanov. Desaparecieron aves, insectos y otros animales salvajes que dependía del mar y de su entorno. Sin el mar, fue como si la biodiversidad cayera en picada.
El polvo salado que vuela del lecho marino seco ha afectado con gravedad los cultivos. Otros medios de subsistencia vinculados al mar también resultaron perjudicados y, con el paso de las décadas, los ingresos locales bajaron y el desempleo aumentó. La población de la región disminuyó y muchas personas emigraron a la capital uzbeka, Taskent, o a Moscú, donde muchas de ellas trabajan en la construcción o en otros empleos mal pagados y a menudo enfrentan discriminación. Todo un ecosistema natural y humano se destruyó. Lo hace todavía peor el hecho de que las autoridades soviéticas sabían lo que estaba ocurriendo, pero prioridades como el crecimiento económico parecían más importantes. En la década de 1980, las autoridades consideraron redoblar la locura y desviar agua del lago Baikal en Siberia, a más de 3200 kilómetros de distancia, a la región de Aral. La Unión Soviética colapsó antes de que ese plan se ejecutara.
El año pasado estallaron protestas en Karakalpakstán, donde estaba el mar de Aral, tras una propuesta del gobierno de Uzbekistán que habría limitado la autonomía de la región. Muchos expertos han señalado que las dificultades económicas y medioambientales relacionadas con la desaparición del mar han agravado la volatilidad de la región.
Lo que es en verdad aterrador del caso del mar de Aral es que catástrofes medioambientales similares están ocurriendo en todo el mundo. Vemos a refugiados que huyen de tierras inhabitables, conflictos implacables por la escasez de recursos y tierras y ciudades amenazadas por la subida del nivel del mar.
En Estados Unidos, el lago Mead y el Gran Lago Salado se están reduciendo, y ciudades como Los Ángeles se están apresurando para equilibrar sus necesidades de agua con un clima cambiante. La agricultura, la fracturación hidráulica, el cuidado del césped y otras actividades están agotando con rapidez los acuíferos subterráneos en todo el país. ¿Podemos vivir con la posibilidad de que otros lugares estén en camino de tener un destino similar al del mar de Aral? La raza humana está agotando el agua y otros recursos como si no hubiera un mañana, pero, como descubrieron los habitantes de Moynaq, sí había un mañana, solo que no el que esperaban.
Para Dospanov, el mar era un microcosmos de la profunda conexión económica y social de la humanidad con el medioambiente. Una cultura y un modo de vida florecieron en torno al mar de Aral, en simbiosis con él, dependientes de él. Pero la pérdida del mar hizo que todo lo demás colapsara junto con él, afirmó.
Partí rumbo a Taskent para tomar un vuelo de regreso a China, en donde vivo, ansioso por dejar atrás Karakalpakstán. Pero tendría que esperar: Pekín registraba las lluvias más intensas en años (algo que abrió un debate sobre si el cambio climático tenía parte de la culpa), lo que me obligó a quedarme un tiempo en Taskent.
El mar de Aral es una parábola sombría, una advertencia de lo que puede ocurrir por la arrogancia medioambiental de la humanidad. Si seguimos así, a la espera de que otras personas actúen o si dejamos que se interpongan los intereses económicos a corto plazo, podemos terminar como Dospanov, relatando a quienes visitan lo hermoso que fue nuestro hogar en otro tiempo.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Jacob Dreyer es un editor y escritor que vive en Shanghái
CADENA DE CITAS
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