La obsesión con medir y pesar es connatural al ser humano. Todo lo que
nos rodea tendemos a medirlo. No es algo exclusivamente nuestro, sabemos
que las primeras civilizaciones ya lo hacían. Necesitaban, por ejemplo,
tomar medidas de tierra o pesar el fruto de la cosecha. De aquellas
medidas de la antigüedad remota poco nos ha llegado. Se trataba de
sistemas de medida para uso local. Las comunidades humanas desarrollaban
sus propias escalas para medir la longitud, el área, el volumen o la
masa y luego ya se encargaban de convertirlas en las del vecino. No
tenían necesariamente que estar interrelacionadas entre ellas. Eran
pequeñas comunidades en un mundo vacío, el comercio era muy limitado,
por lo que les bastaba con aquellos conjuntos de medidas tan básicos.
Conforme las civilizaciones se extendían y ganaban importancia esos
primitivos sistemas de medidas fueron sofisticándose. Los antiguos
egipcios desarrollaron el suyo propio, lo mismo sucedió en Mesopotamia y
en la antigua Grecia. No es mucho lo que conocemos de ellos, pero,
gracias a los jeroglíficos, sabemos que los egipcios utilizaban sus
extremidades mara medir su entorno. Empleaban el dedo, la palma, el codo
o el brazo, algo que también hacían los antiguos romanos, cuya unidad
básica de longitud era el “pes”, es decir, el pie, que medía
aproximadamente 30 centímetros. Los romanos desarrollaron un conjunto de
medidas muy amplio y también muy complejo que incorporaba un sinnúmero
de unidades para áreas y volúmenes entre las que no había relación
decimal. Una milla romana, por ejemplo, no se correspondía con mil pies,
sino con 5.000 pies, aproximadamente un kilómetro y medio. El sistema
romano tuvo, eso sí, la peculiaridad de ser conocido en todo su imperio,
aunque no siempre era el utilizado por los pueblos conquistados, que
permanecían fieles a sus medidas tradicionales.
La Europa medieval desconectada ya del rodillo aplanador romano
desarrolló también sus propias medidas, a veces relacionadas con el
sistema romano y otras creadas desde cero para atender las necesidades
de ciertas regiones. De este modo se fueron desarrollando sistemas
propios en todos los reinos medievales que iban cambiando y
transformándose. En Italia había varios. No medía lo mismo un pie
milanés que uno romano o veneciano. En Francia sucedía lo mismo, aunque
allí, por empeño de los monarcas, se terminó unificando en un sistema
único. En España cada reino tenía su propio sistema de medidas, pero no
eran idénticas. Una vara (unidad de longitud) burgalesa no medía lo
mismo que una vara valenciana, algo parecido sucedía con la libra
(unidad de masa) o con la arroba (unidad de volumen). Durante el reinado
de Carlos IV se creo un sistema unificado, pero para entonces había
aparecido ya el sustituto definitivo que barrería a lo largo del
siguiente siglo con prácticamente todos los sistemas de medidas
tradicionales: el sistema métrico.
Este sistema, nacido al calor de la Francia revolucionaria, estandarizaba todas las unidades de medida en base diez con nombres fácilmente reconocibles y de aplicación universal. La idea partió de la Asamblea Nacional y vio la luz años más tarde, ya con Napoleón convertido en cónsul. Era completamente nuevo y carecía de relación con los sistemas anteriores, pero su practicidad era indudable. No costaba realizar conversiones entre metros y kilómetros o entre gramos y kilogramos. Se hacía todo de forma rápida y valía para todos ya que era muy aséptico. A lo largo del siglo XIX los países del continente se fueron sumando al nuevo sistema que facilitaba el comercio, respondía a las necesidades de la creciente industria y acompañaba a los avances científicos. En sólo un siglo se había impuesto haciendo olvidar para siempre los sistemas tradicionales. Hoy, con contadas excepciones, el nuestro es un mundo métrico en el que, vayamos donde vayamos, entenderemos las medidas.
Fuente: La ContraHistoria
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