General victorioso, político hábil y maniobrero, cónsul, emperador…
todas estas definiciones se ajustan a su figura, pero también las de
dictador implacable, conquistador despiadado e individuo sin moral ni
remordimientos. Pocos personajes históricos son, al mismo tiempo, tan
decisivos, admirados y controvertidos como Napoleón Bonaparte, un hombre
que partiendo de una apartada isla del Mediterráneo que acababa de ser
anexionada a los dominios de Luis XV, se convirtió primero en el amo de
la Francia revolucionaria y luego en el dueño y señor de casi toda
Europa.
La importancia de Napoleón es tal que se habla de sus años de gloria
como la época napoleónica, un periodo de tres lustros en el que los
ejércitos franceses se derramaron por toda Europa poniéndola al gusto de
su emperador. Pero antes de eso Napoleón no fue más que un joven
militar corso que buscaba una oportunidad en la convulsa Francia
revolucionaria. Nació en Córcega y, por deseo de su padre, se trasladó
al continente para convertirse en oficial del ejército. Pasó por la
academia militar de Brienne-le-Château y posteriormente fue admitido en a
la Escuela Militar de París, una institución fundada pocos años antes
para formar a la élite del ejército. A los 16 años recibió el despacho
de subteniente de artillería y fue enviado a una serie de guarniciones
de distintos puntos de Francia.
Ese sería el principio de una carrera que, en circunstancias normales,
habría ido mucho más lenta. Pero cuatro años después de salir de la
Escuela Militar estalló la revolución francesa, regresó a Córcega y
abrazó las ideas revolucionarias. La Asamblea Nacional necesitaba
militares leales que sirviesen a la causa, y allí estaba Napoleón
dispuesto a entregarse. Partidario de los jacobinos de la Convención, le
encargaron que comandase la artillería para retomar el puerto de Tolón,
que había caído en manos de un combinado angloespañol. La ciudad fue
capturada y eso le reportó un gran prestigio en París. Tenía 23 años y
su leyenda no había hecho más que empezar, pero los jacobinos cayeron en
desgracia, algo que le alejó temporalmente del centro del poder.
Dos años más tarde, ya establecido el Directorio, la suerte volvió a
sonreírle. Uno de los directores, Paul Barras, se fijó en él por
indicación de Josefina de Beauharnais, una joven y refinada viuda con la
que se había casado. El Directorio le encargó reprimir una rebelión
realista en París. Lo hizo disparando los cañones contra los
manifestantes. Alguien tan resuelto no se podía desperdiciar. Le
asignaron el ejército de Italia, un frente secundario para distraer a
los austriacos del valle del Rin. Su victoria fue absoluta. Ocupó todo
el norte de Italia y lo rehízo políticamente a su antojo. Ya nadie en
París podía seguir ignorándole.
Quizá por eso mismo le enviaron a Egipto con idea de yugular el
comercio británico con la India. De nuevo volvió a alzarse con la
victoria, pero él y su ejército se quedaron aislados en próximo Oriente.
Desató una campaña por lo que hoy es Israel y Palestina y, tras ello,
sabedor de las intrigas políticas que sacudían París, viajó de vuelta a
Francia para sumarse a un golpe de Estado junto a dos de los directores:
Emmanuel Sieyès y Roger Ducos, que se habían conjurado para que el 18
del mes de brumario el Consejo de los Quinientos les entregase el poder.
El plan era que el joven general que acababa de regresar de Egipto
fuese un relleno, pero se las apañó para apartar a los otros dos y
convertirse en el primer cónsul.
En La ContraHistoria de hoy, la primera de dos que vamos a dedicar a
Napoleón Bonaparte, Alberto Garín y yo abordaremos los orígenes, el
periodo formativo y el modo en el que Napoleón escaló por la pirámide
del poder hasta convertirse en el dueño de una república que hacía
aguas. Sin ese camino del héroe trufado de casualidades que le
beneficiaron, nunca hubiera podido llegar tan lejos.
Fuente: La ContraHistoria
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