Tenía 11 años, había intentado cambiar una nota infructuosamente en mi libreta escolar, fui descubierto por mis profesores y mis padres me castigaron: un mes sin televisión, videojuegos e Internet. Solo quedaban los libros.
En una neblinosa tarde de un sábado de setiembre recurrí a un viejo ejemplar de “El señor de los anillos” que había comprado años antes porque me gustó su portada y me sumergí en sus páginas, en la textura, en el olor de los paisajes que J.R.R. Tolkien describía de Tierra Media y sus entrañables personajes. Luego pasé a otra novela que acumulaba polvo en el librero de mis abuelos, de portada tenía una extraña ‘X’ sobre un recuadro que no se terminaba de dibujar: era la primera edición de “La casa verde”. Las historias de Don Anselmo, el Sargento Lituma, el bandido Fushía, la Chunga me sorprendieron, pero más me impactó cómo estaba contada la historia, más allá del qué, me importó mucho más el cómo. En ese momento entendí que mucho más importante de qué es lo que se cuenta, en la literatura importa el cómo, la estructura, la forma. Y, a través de anotaciones, me gustaba intentar adivinar cómo el autor había logrado contar la historia.
Había algo en el papel, en su textura. Ya empezaban a circular PDF, eBooks, voces que decían que “en las tablets es más barato” y que se podían conseguir cientos de miles de títulos de buena calidad y de forma gratuita, pero no necesariamente lícita en Internet. Pero me rehusaba, el papel tenía algo especial que lo hacía único, lo hacía tuyo.
El mes culminó, el castigo había terminado, pero los libros jamás me dejaron, a esos dos les siguieron cientos y un afán acumulativo me hacía ir cada viernes por la tarde luego de clases a buscar un título que en sus páginas encierre una historia distinta, una estrategia para contar algo que sorprenda y construya nuevos escenarios.
De los cientos de libros que he adquirido, muchos conservan el olor del papel abierto que rememora historias, momentos y emociones que sentí la primera vez que los leí y lo que vivía en aquel entonces. Cada libro siempre es una historia, pero los que los leemos cambiamos y cada vez que acudimos nuevamente a ellos podemos leerlos desde otra óptica, desde la experiencia de haber vivido cosas que nos acercan más a los personajes, a los autores que en dichas páginas impregnan experiencias que los lectores vivimos al dejar que las palabras calen.
Hace algunas semanas, el reconocido cineasta Christopher Nolan, director de joyas como la trilogía de “The Dark Knight”, “Interstellar”, “Oppenheimer” e “Inception”, aseguró que no le gusta que sus filmes estén en streaming y que él prefiere tener películas en formato físico. “Mis películas se reproducirán en HBO o lo que sea, vendrán y se irán, pero la versión de video doméstico es lo que siempre puede estar ahí para que la gente siempre pueda acceder a ella”, señaló a “The Washington Post”.
Lo mismo ocurre con los libros. El formato físico asegura su permanencia en el tiempo y su no adulteración. Hace varios meses, la literatura infantil enfrentó una polémica importante con la decisión de la editorial Puffin Books de eliminar y modificar contenidos presuntamente ofensivos de los libros de Roald Dahl. Por suerte, para los lectores hispanohablantes, las editoriales en castellano del autor de “Charlie y la fábrica de chocolates” aseguraron que no cambiarán en lo más mínimo dichas obras.
Sin embargo, esta dinámica plantea un punto importante. Hasta qué punto la sociedad puede censurar una obra porque hoy en día sea considerada polémica, hasta qué punto el legado de un autor puede ser modificado por la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos. Ese es uno de los principales peligros de la digitalización y es, entonces, cuando la defensa del papel, la defensa del formato físico –que no cambia con los tiempos y solo es víctima de los peligros del paso del tiempo– se hace necesaria.
Parafraseando al gran Charly García, los autores y lectores pueden desaparecer, los editores y correctores pueden desaparecer, pero la palabra impresa en los libros NO va a desaparecer.
Fuente: https://elcomercio.pe
Por: Mauricio Chereque es literato y periodista
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