La actuación del teniente Roger Cotrina Alvarado salvó muchas vidas.
En
la mañana del 26 de agosto de 1988, el submarino BAP Pacocha de la
Armada peruana navegaba tranquilamente de regreso a la base naval de El
Callao tras completar unos ejercicios de rutina. Ninguno de los 49 tripulantes a bordo de aquel buque de 94 metros se imaginaba que estaban a punto de vivir una pesadilla. Uno
de los oficiales a bordo era un joven teniente ingeniero llamado Roger
Cotrina Alvarado. No sospechaba que aquel día la vida le pondría a
prueba y se convertiría en un héroe. Recordó su epopeya para el programa Outlook del Servicio Mundial de la BBC.
"Eran sobre las 6 pm y el submarino navegaba tranquilamente en
superficie. Yo había terminado mi cena cuando sentimos un golpe tan
violento que me hizo saltar del asiento y golpear la cabeza contra el
techo. Lo que oímos fue, más que un choque, una explosión"
Todos
los sistemas del Pacocha comenzaron a fallar. La electricidad, la
radio, el timón… La confusión se adueñó de los oficiales al mando del
buque.
En
aquellos años, Perú vivía el conflicto entre el Estado y la guerrilla
maoísta de Sendero Luminoso y lo primero que pensó Cotrina fue que
habían sufrido un atentado o un sabotaje.
"Llegué a la sala de mando y me dijeron: 'hemos chocado'. 'Pero ¿con qué?', pregunté yo".
Cotrina
conocía bien el Pacocha. Encariñado con él, había estudiado al detalle a
ese veterano submarino que había tenido una vida anterior como USS
Atule al servicio de la Armada de Estados Unidos, para la que fue
construido en plena Segunda Guerra Mundial.
Aun así no tenía respuestas para lo ocurrido. Ni tiempo para buscarlas.
Un pesquero fue el causante
Un
incendio se había desatado en la proa y el pánico cundía a bordo. Los
marineros se habían puesto sus máscaras antigás para protegerse del humo
y corrían frenéticamente en medio del caos reinante.
Ninguno
lo sabía entonces, pero el causante de todo había sido un pesquero
japonés llamado Kiowa maru. Equipado con un casco reforzado para romper
el hielo del Ártico, al chocar con el Pacocha había causado un boquete
de dos metros en su sala de máquinas.
El capitán del Kiowa Maru navegó
aún unas millas antes de detenerse a evaluar sus propios daños y
reportar que había chocado contra un objeto que no supo identificar,
pero no avisó a las autoridades navales peruanas, sino a los propios
jefes de su empresa en Lima, con lo que la Marina de guerra de Perú
tardó horas en saber que el Pacocha se encontraba en serios apuros.
A bordo, Cotrina sintió cómo el submarino comenzaba a irse a pique.
"Se inclinó hacia atrás. Sentí como si estuviera sobre un caballo que dobla sus patas traseras antes de saltar".
Quiso
correr hacia la sala de mandos para alertar al capitán, Daniel Nieva,
de que el submarino se hundía, pero se encontró con que el agua estaba
ya inundando el interior del submarino a través de la escotilla
principal.
Las olas inundaban la popa, y la proa era ya la única parte de la cubierta que no estaba bajo el agua.
Algunos de los marineros comenzaron a lanzarse al agua para tratar de salvarse a nado.
No era fácil. Braceaban desesperados para escaparse de la succión
provocada por el hundimiento del submarino, herido ya de muerte.
Cotrina estuvo a punto de hacerlo también, pero algo le hizo cambiar de opinión.
"Pensaba
'¿qué debo hacer? Necesito salvarme, pero soy un oficial y tengo la
responsabilidad de ayudar a salvarse a los que quedaron dentro. No puedo
abandonarlos'.
"Recé y le pedí a Dios que salvara mi vida si actuaba con valor. Y decidí trepar de regreso al interior del submarino. Aquella resultó ser la decisión más importante que he tomado en mi vida", recordó, años después.
Se
adentró de nuevo en el submarino y se las arregló para llegar hasta la
sala de mando, donde informó al capitán de la situación.
Este le ordenó volver sobre sus pasos y dar indicaciones de abandonar la nave a todos los demás.
La inclinación del submarino era ya tanta que resultaba cada vez más difícil mantenerse en pie.
"Entonces
empezaron a caer cosas. Una máquina de escribir, herramientas de metal,
los platos de la cocina, todo empezó a caer y golpear. Era como estar a bordo del Titanic".
En
medio de la lluvia de objetos, Cotrina avanzó hacia la proa y la sala
de torpedos, lanzando a gritos las órdenes del capitán. Para entonces,
la única luz era la de la alarma roja que se encendía intermitentemente.
Era
la señal para el llamado cierre Alfa. Quienes no habían logrado salir,
debían quedarse donde estaban, asegurarse de cerrar todas las escotillas
y esperar.
El
objetivo de esa medida de emergencia es minimizar la entrada de agua y
asegurar la conservación de un bien muy escaso en un submarino que se
hunde: el oxígeno.
"Regresaba
hacia la sala de torpedos y otros tripulantes se me iban uniendo.
Íbamos cerrando todas las escotillas a nuestro paso", rememora Cotrina.
"Les
dije que se pusieran los chalecos salvavidas y se aprestaran a
abandonar la nave. Para entonces ya resultaba imposible mantenerse en
pie".
Ayudó a salir a cuatro, pero entonces empezó a colarse el agua de mar por la escotilla.
"Me di cuenta de que a partir de ese momento sería imposible escapar".
Un
electricista que intentaba escapar había quedado atrapado. Ni él
lograba salir ni se podía cerrar la escotilla con él atascado.
Cotrina le empujó para que pudiera salir y a continuación cerró la escotilla.
Un
potente chorro de agua lo lanzó violentamente y se golpeó contra el
borde de la cámara que contenía los torpedos. Pensó que aquello era el
final.
"Todo
oscureció y vi pasar mi vida entera delante de mis ojos", contó. "Sentí
cómo abandonaba mi cuerpo y entonces vi esa famosa luz".
Desde
afuera, los marinos que habían tenido tiempo para abandonar el buque
vieron la proa en posición totalmente vertical antes de desaparecer
definitivamente bajo un agua burbujeante.
"Un
teniente que vio el submarino hundirse me contó después que estaba
asistiendo a la muerte de todos los que habíamos quedado dentro".
Cuando
porfiaba por incorporarse tras el golpe recibido, en medio del
estruendo del agua que se colaba en el interior del submarino, vio la escotilla cerrarse de un portazo. Cotrina no tiene dudas: "Eso fue un milagro".
Habían pasado apenas siete minutos del choque con el pesquero japonés.
Cuando recuperó la lucidez, el joven oficial trató de mantener la cabeza fría y entender la situación.
Se dio cuenta de que era el oficial de más alto rango al cargo y toda la tripulación dependía de él.
"Pensaba que el capitán había logrado escapar, pero luego supe que había muerto en el naufragio. Había trepado hacia la escotilla principal para intentar cerrarla, pero el mar lo envolvió y se ahogó cuando intentó escapar".
Para
Cotrina, fue un acto heroico que les dio una oportunidad a los demás de
sobrevivir, al impedir que más agua entrara en el submarino.
En
la sala de torpedos, Cotrina empezó a hacer cálculos sobre cuánto
tardaría la presión del agua en provocar el colapso total de la
estructura del submarino y la muerte de todos sus ocupantes.
Consultó
a sus subordinados a qué profundidad estaban. 42 metros, le
respondieron. Volvió a preguntar y la respuesta fue la misma.
Eso quería decir que el submarino había llegado al fondo del mar, por lo que la presión había dejado de ser una amenaza.
Los
oficiales reunieron a la tripulación en la sala de torpedos para hacer
recuento. Eran 22. El resto habían logrado escapar o perecido con el
buque.
"Dios me había dado la oportunidad de salvarme. Ahora mi tripulación debía tener la misma oportunidad", se dijo.
Cotrina,
sobrevenido oficial al mando, reunió a a los subordinados que habían
quedado como él atrapados en el submarino y les lanzó un mensaje de
optimismo. "Nos van a rescatar", les dijo.
La
tripulación acogió con júbilo sus palabras de aliento. "Así se habla,
capitán", le decían, pero él sabía que los problemas no habían
terminado.
Muchos
de los hombres estaban adiestrados en tareas de servicio. Eran
cocineros, asistentes, etc. Ninguno era miembro de las fuerzas
especiales y nueve de ellos ni siquiera sabían nadar.
Estaban a 42 metros bajo el agua, el oxígeno se acababa y el submarino tenía abiertas varias vías de agua.
Unos cálculos decisivos
No tenían agua potable ni comida, y estaban todos apiñados casi a oscuras en la sala de torpedos.
En
tan adversas circunstancias, el ingeniero Cotrina se puso a hacer
números. Estuvo enfrascado más de cuatro horas en unos cálculos que solo
él entendía.
Los
marineros creían que se había vuelto loco, pero él sabía que eran
cruciales para que todos salvaran la vida. Trataba de determinar la
situación exacta del Pacocha y con cuántas horas de oxígeno contaban.
Concluyó que el submarino estaba tan inundado que ya era imposible reflotarlo. Su única posibilidad de sobrevivir pasaba por abandonar el buque antes de que el oxígeno se agotara.
"Si estábamos a 42 metros de profundidad, era factible escapar".
Pero
sus compañeros no estaban de acuerdo. Recordaban que en unos ejercicios
habían visto morir a un marinero intentando salir a flote a solo 15
metros de profundidad. Preferían esperar a que la Armada peruana los
rescatara.
Roger Cotrina sabía que el tiempo no estaba de su lado.
Pasaron
unas horas más, con los tripulantes intentando mantener la calma. Hasta
que ésta se vio interrumpida por unos golpes en el casco del buque.
"Al
principio pensé que [los ruidos] los provocaba el submarino hundiéndose
en el fondo marino, pero eran demasiados rítmicos". Parecía como si
alguien estuviera golpeando el casco del submarino.
Entre la esperanza y la incredulidad, los náufragos respondieron golpeando también ellos el casco.
El júbilo se desbordó cuando obtuvieron una reacción a su respuesta.
"Los buzos de la Armada nos habían encontrado y, al oír ruido dentro del submarino, comprendieron que estábamos vivos", relató.
"Estallamos de alegría. Les gritaba '¡¿lo ven, muchachos?! ¡Les dije que nos encontrarían!'".
Empezaron
entonces a comunicarse con los rescatadores. Cotrina envió un mensaje a
través del tubo de presurización del submarino.
Les
explicó la situación a sus mandos. Les contó cuántos hombres había en
el Pacocha y pedía que los buceadores les hicieran llegar víveres y, lo
más crítico, botellas de oxígeno para respirar.
Recibieron una respuesta también por escrito. Las
autoridades peruanas habían pedido colaboración a Estados Unidos, que
se comprometió a enviar unos sofisticados equipos que permitirían
sacarlos del submarino.
Pero Cotrina sabía que la llegada de ese material a Perú y su carga en un buque adecuado que los transportara hasta la zona del hundimiento podía llevar días y ellos no tenían tanto tiempo.
Cotrina había
calculado que tendrían oxigeno para 48 horas, pero solo habían pasado
siete y ya empezaban a sentir dificultades para respirar.
"Para cuando llegaran los estadounidenses solo iban a encontrar cadáveres", temía Cotrina.
Poco después, las cosas se complicaron aún más.
"El hombre de guardia me avisó de que había un incendio en la sala de baterías".
Cotrina
ordenó sellar el compartimento y le dijo al marinero que no le contara a
nadie lo ocurrido para evitar que cundiera el pánico.
Vio
a través del cristal cómo el fuego se sofocaba por la falta de oxígeno.
Pero ese era el mismo oxígeno que él y sus hombres necesitaban para
seguir con vida.
Ya solo quedaba aire en la sala de torpedos.
La última posibilidad
"El
incendio lo cambió todo. A las 6 am, de nuevo me costaba respirar y
concluí que debíamos iniciar los preparativos para nuestra salida".
Reunió
a la tripulación para explicarles lo crítico de la situación y que su
única posibilidad de sobrevivir pasaba por la evacuación. También envió
un mensaje informando de su decisión a sus superiores en la superficie.
"Respondieron que estaba autorizado a actuar según mi criterio en función de las circunstancias en el submarino".
Ya no había alternativa. Había que escapar a nado. 42 metros a pleno pulmón a través de las frías aguas del Pacífico peruano.
La
reacción instintiva hubiera sido bracear desesperadamente hasta
alcanzar la superficie, pero las cosas eran más complicadas y Cotrina
supo mantener la cabeza fría para explicarles a sus hombres que, pese a
la urgencia, debían proceder con calma.
"Teníamos
que usar los chalecos salvavidas, pero había que inflarlos solo una
tercera parte de su capacidad. Existía el peligro de que si el chaleco
no tenía bastante aire, no bastaría para llegar a la superficie, pero si
estaba totalmente inflado, flotaríamos demasiado rápido y nuestros
pulmones podrían reventar.
"Teníamos
que poner exactamente la cantidad de aire requerida para que el chaleco
se inflara lentamente mientras emergíamos a la superficie”, recordó
Cotrina.
Dispuso
que los hombres abandonarían la nave en grupos de entre tres y cinco.
El primero entró en la cámara de evacuación. Los demás miraban con
angustia cuando Cotrina ordenó abrir las compuertas para que entrara el
agua y los vio partir con el corazón encogido. Otros a bordo no creían
en el plan.
"'¿Qué hace, capitán? Los va a matar', me decían".
Cotrina
había acordado que los buzos de rescate golpearían cinco veces el casco
si los integrantes del primer grupo llegaban con vida a la superficie.
De lo contrario, significaría que no lo habían logrado.
Pasaron
unos minutos eternos en un pesado silencio. Hasta que… toc, toc, toc,
toc, toc. Los golpes de los buceadores lo confirmaron. Lo habían
logrado.
No había tiempo que perder. Era el turno de los demás.
Un
segundo grupo evacuó. Luego un tercero. Decidieron que Cotrina saldría
en el penúltimo, para poder guiar desde la superficie el rescate de los
últimos tres marinos.
"Tomé
una gran bocanada de aire. Pasaron 10 segundos, 20, 30, y podía ver la
luz del sol cada vez más cerca. Finalmente, pude ver chispazos de luz y
claramente la superficie, pero sentía que no lo iba a lograr".
Casi sin aliento, asomó por fin a la superficie. "Fue como respirar por primera vez y la mejor bocanada de aire que he respirado en mi vida".
El teniente Cotrina fue trasladado de inmediato a recibir atención médica.
Sufría un caso agudo del llamado síndrome de descompresión,
un peligroso mal que aqueja a los buceadores que emergen demasiado
rápido sin dar tiempo a que los pulmones expulsen al ritmo adecuado el
nitrógeno acumulado durante la inmersión.
"Me dolía todo y apenas podía hablar, pero solo podía pensar en los tres que todavía quedaban abajo".
Finalmente,
24 horas después de la colisión con el pesquero japonés, los tres
últimos tripulantes del Pacocha llegaban a la superficie y eran
rescatados.
El "milagro" del Pacocha se había consumado.
El
capitán y el segundo de a bordo en el pesquero japonés fueron
condenados por homicidio involuntario y pagaron prisión en Perú antes de
ser extraditados a Japón.
El teniente Cotrina pasó 23 días hospitalizado. Una vez recuperado regresó al servicio en la Armada peruana.
Nueve de los 49 tripulantes del submarino murieron en el naufragio, entre ellos el capitán.
El resto, nunca olvidó su hazaña.
Fuente: https://www.bbc.com
Por: Redacción. Role, BBC News Mundo
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