En el Perú no hemos tenido auténticos museos porque los gobiernos no han poseído esa conciencia de la heredad cultural del país, esa conciencia de la historia que es la única historia digna de leer y difundir.
Si en el Perú, y aún en Lima, capital que se precia de culta, no ha habido hasta hoy un verdadero museo, un museo dinámico y de proyección popular, concebido como catedral de cultura general, ello no se debe al azar.
No podemos desvirtuar el verdadero sentido de dicha carencia, muy grave, en verdad, dada la trascendencia educativa que un centro de dicha índole tiene, atribuyéndola a mera negligencia, a descuido o a olvido. La idea de museo no es antigua: nace con la edad moderna, cuando el hombre occidental toma conciencia de su heredad cultural, de su dimensión histórica, de su realidad en proceso hacia la perfección.
En el Perú no hemos tenido auténticos museos porque los gobiernos no han poseído esa conciencia de la heredad cultural del país, esa conciencia de la historia espiritual que es la única historia digna de leer y difundir. Por imitación, se han habilitado locales, se han colocado obras, se ha nombrado un conservador y se ha puesto a la puerta a un funcionario encargado de recabar una limosna. Al cabo de unos años, polvoriento el edificio, desvencijado su mobiliario, muerto el contenido, los museos han terminado por ser una especie de leve pero incómoda carga para los tambaleantes presupuestos de educación.
–Educación, oligarquía y museo–
No ha habido conciencia cultural porque se ha gobernado “al día”. Salvo excepciones, los gobernantes han pensado solo en la política menuda, sin plan de gobierno. Cuando los ha preocupado la educación, han construido escuelas, no escuelas reales, sino edificios pequeños o grandes para alojar niños en determinadas horas del día.
Cultura, para casi la mayoría de quienes nos han gobernado, ha sido tener el título profesional, ganar un salario que preserve del hambre y aceptar, conforme el orden económico-social impuesto por los poseedores de la riqueza, que todo está bien. La educación, por ello, se ha reducido a memorizar temas y asuntos que luego podían echarse al canasto.
–Función docente y liberación–
La palabra social es una clave en la idea moderna de museo. El museo actual tiene que ser abierto a todos. Sus puertas no se cierran para proteger la propiedad, sino por rutina de la labor. El hombre de la calle va a él como quien va a un paseo. Pero al que, por ignorancia o descuido, no acude a sus salas, el museo sale a buscarlo, le ofrece conocimientos, le dice en una palabra que eso es suyo y debe aprehenderlo espiritualmente, poseerlo y transmitirlo a los suyos, a sus descendientes, como una herencia inalienable. Un individuo así formado tiene las mejores defensas contra la vulgaridad del ambiente contemporáneo, contra las mentiras que políticos, traficantes y embusteros lanzan a la circulación para servir sus intereses.
–La promesa del nuevo museo–
Se nos promete, como debe ser, un museo dinámico, que no cese en su labor docente, que enriquezca sus medios y contenido al ritmo más acelerado, que se abra a la muchedumbre como una universidad libre, que conserve parte de nuestro patrimonio y busque completarlo con expresiones del arte de todos los pueblos de la tierra, que no tenga prejuicios hacia determinada expresión de ayer u hoy, que brinde en sus muros y salas, en su auditorio y sus otras dependencias, cultura gratuita, y que, en substancia, termine con esa ausencia educativa.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 18 de octubre de 1959.
Fuente: https://elcomercio.pe
Por: Sebastián Salazar Bondy es poeta, periodista y escritor
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