Hopper, el pintor que convirtió en arte la soledad y el encierro
No hay en estos días pintor más actual que Edward Hopper. Sus pinturas, donde la soledad se hace presencia, donde la distancia social es casi mandatoria, son casi calcos de una realidad global. Las personas estamos solas, solísimas en algunos casos, y Hopper pudo, sin pandemia mediante, adelantarse a los tiempos, contemplar el alma humana en esos momentos en que la desesperación se conecta con la esperanza, en los que el deseo por pertenecer a ese afuera se expresan en la mirada, en la intención de unas manos ansiosas que quieren, que añoran, que anhelan, abrazar la libertad. ¿Quién en estos días no fue, aunque sea por un instante, una obra de Hopper?
Hay motes imposibles de sacar. Edward Hopper tiene uno. Es, desde hace mucho tiempo, el pintor realista más importante de la EE.UU. del siglo XX. Y si bien hay un enorme grado de verdad en la afirmación por sus temas, estilo y calidad, también puede haber cierto facilismo en la aseveración.
Hopper (Nueva York, 1882 - 1967) no fue un pintor de fantasía y menos un surrealista. Eso es cierto. Pero encasillarlo solo como realista puede generar, a priori, preconceptos sobre su manera de mirar y entender la realidad.
Desde la aparición de la daguerrotipo, que derivó en la fotografía que conocemos en la actualidad, el arte sufrió una profunda perturbación. Los artistas atravesaron todo tipo de alteraciones estéticas y también de foco, surgieron vanguardias y más vanguardias. En todo aquel proceso, el realismo pasó a ser mala palabra o cosa de autores sin talento. Si algo era tomado de la vida diaria no se debía traducir al lienzo que, para eso, ya se habían inventado máquinas. Hasta Hopper, claro.
Hopper no fue una suerte de Camilo Canegato tampoco, ese pintor de ficción de la novela Rosaura a la diez de Marco Denevi, que pintaba sobre fotografías para no alejarse un milímetro de la perfección. Pero, ¿qué es lo que lo destacó entonces y hoy lo mantiene vigente?
Más allá de las cuestiones contractuales, sigue latente su arte sobre todo porque su realismo era netamente selectivo. El era un hombre de naturaleza retraída, algo asceta, algo huidizo, que a lo largo de su vida tampoco se destacó por una grandilocuencia verbal, o apariciones mediáticas. En sus entrevistas, las respuestas escuetas, pero precisas, revelan cómo las atmósferas de sus piezas de arte eran un resultante de su propia humanidad.
Sus pinturas, entonces, no son una copia de la realidad, sino una interpretación netamente subjetiva, interior: Hopper era un artista que recreaba una realidad que era la suya, que pintaba los puntos de conexión que tenía con sus retratados.
Otro concepto que suele utilizarse cuando se habla de la obra de Hopper es la tristeza. Una y otra vez, sus personajes son consumidos por un aura de melancolía, como maniatados en un estado sin escapatoria. Y al igual que con la cuestión del realismo, esta etiqueta es fácil de pegar, difícil de sacar.
Quizá el hecho de que su obra más famosa, Nighthawks (Noctámbulos) reúna mucho de esto, tanto de realismo como de tristeza, produjo que los conceptos arrasaran sobre el resto.
Noctámbulos comenzó a ser pintado después de Pearl Harbor, el ataque japonés que llevó al país del norte a ingresar en la Segunda Guerra. Hay un desánimo en la obra, propio del momento, como también una metáfora que, según el autor, no fue buscada. El diner de la escena de Manhattan, que ya no existe, no tiene puerta de salida. Están, los personajes, confinados en su desánimo. Hopper negó cualquier intento de expresar ese encierro, aunque admitió que “inconscientemente, probablemente, estaba pintando la soledad de una gran ciudad”.
Hijo de familia de clase media, Hopper ingresó con 18 años a la Escuela de Arte de Nueva York, donde compartió salones con otros pintores destacados de los ‘50 como Guy Pène du Bois, Rockwell Kent, Eugene Speicher y George Bellows.
Como muchos pintores antes que él y también posteriores, encontró en París inspiración en obras de otros grandes artistas y en su arquitectura. Pero no eligió la Ciudad de la Luz para vivir, ni tampoco tuvo grandes residencias. Fueron tres viajes entre 1906 y 1910, suficiente.
A pesar de haber vivido en época de vanguardias, eligió su propio camino. Por ejemplo, en 1906 ya existía el cubismo, aunque comentó luego que jamás había oído nada sobre un tal Pablo Picasso en aquella época. Lo que sí asimiló fue el impresionismo, tal como se puede ver en su uso de la luz, la naturaleza y los edificios.
De a poco fue abandonando la oscuridad que azotaba sus primeros trabajos, donde la presencia de Vermeer, Caravaggio, Rembrandt y Velázquez era latente. Para 1962, con una obra ya muy reconocida, afirmó: “Creo que todavía soy un impresionista".
Hasta sus 37 años, participó de muestras grupales, con poco o nada de éxito, hasta que tuvo su primera exhibición personal en el Whitney Club, y aunque no vendió nada entonces sí hubo cierto revuelo sobre sus obras, lo que terminó de reforzar su estilo y temática.
Para su segunda muestra en solitario, en la Galería Frank KM Rehn de Nueva York, ya tenía un nombre, no un reconocimiento total, pero si una fama que se tradujo en ventas y público.
Su matrimonio en 1923 con Josephine Nivision, una ex compañera de clases, produjo varios cambios importantes. El primero, la creación de grabados y piezas en base a acuarelas, que le trajo un reconocimiento aún mayor, y también la necesidad de viajar por los interiores de su país: Massachusetts, donde pasaba sus vacaciones, Vermont, Charleston y más.
Con su Casa junto al ferrocarril (1925), tan parecida a la mansión de Psycho de Hitchcock, llegó al Museo de Arte Moderno. En esta pieza se puede ver con claridad dos características de su marca estética: líneas muy bien definidas y ángulos recortados como puntos de vista.
Para los ‘40, ya había acumulado una serie de presentaciones individuales en el Museo Whitney, que era casi su casa, y las ventas se producían a un ritmo vertiginoso. Luego, por supuesto, la crítica comenzó a tildarlo de aburrido, repetitivo, y otros etcéteras: era el tiempo del expresionismo abstracto de Pollock, De Kooning y Rothko.
En la ciudad o en el campo, las obras de Hopper son un espejo de las contradicciones, pero también de la vida interior. No todos sus personajes viven en un limbo de soledad, muchas veces esas miradas perdidas, esos brazos caídos, están más cercanos al pensamiento, a las ensoñaciones, a la reflexión que no de por sí deben ser tomadas como tristeza. La múltiple cantidad de obras con lectores hablan de eso, de la vida dentro de la vida, de una soledad que se nutre de si misma, pero que a su vez es enriquecedora. A fin de cuentas, Hopper fue su obra, y su vida no fue para nada una espera eterna, fue movimiento en búsqueda de retratar esa espera. Una espera solitaria, al fin, como lo días de coronavirus.
Fuente: https://www.infobae.com
Por: Juan Batalla
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