El narrador japonés, persistente candidato al galardón sueco, ha creado un mundo propio caracterizado por el amor y la falta de certezas.
Haruki Murakami corrobora que Japón ha trascendido definitivamente el horizonte del crisantemo y la espada. Su literatura desprende el mismo aroma que Lost in Translation, la película de Sofía Coppola: ese olor a asfalto y hormigón de las grandes ciudades salpicadas de luces de neón, donde los seres humanos se hacinan en pequeños apartamentos, soñando con una improbable felicidad.
Murakami muestra una completa indiferencia hacia la ética trágica del samurái, siempre dispuesto a desposarse con la muerte. No piensa en el honor, sino en el amor, el sexo, la soledad. No le preocupa la posteridad, sino el aquí y ahora. Su concepción de la belleza tampoco está asociada a las formas puras inmunes al tiempo. El crisantemo es hermoso, sí, pero no lo es menos una balada de Chet Baker. Y en cuanto a la espada, prefiere cualquier canción de Los Beatles a la historia de abnegación y sacrificio de los 47 Ronin.
El Japón de Murakami no es un artificio, sino el Japón real, con sus jóvenes sumidos en el consumismo, el individualismo y una perspectiva existencial impregnada de nihilismo. Se trata de un Japón afectado por esa misma liquidez que contamina a Occidente. Los grandes relatos se han desplomado. Ya no hay certezas. El escepticismo se ha propagado como un virus. El pasado ya no gravita sobre el presente y el futuro es incertidumbre.
Se advierte cierta nostalgia de lo espiritual, pero no hay cauces para esa inquietud. El malestar que produce tanta fragilidad ya no se aplaca con el culto a los antepasados y al emperador, sino con la áspera voz de Joe Strummer.
La mirada de Murakami no extrae enseñanzas de la tradición, sino del vuelo de un Sputnik. Un Sputnik nos muestra que la existencia es una trayectoria incierta por un mar de silencio y oscuridad. Surgimos del azar y nos disolvemos en la insignificancia, como una gota de lluvia. Durante ese itinerario solo hallamos paz en amar y ser amados, pero los afectos son precarios y raramente soportan los estragos del tiempo. El amor es uno de los grandes temas de Murakami. No como una experiencia de encuentro, sino como una metáfora sobre el misterio que envuelve a la condición humana.
El otro es impenetrable, una alteridad que se resiste a ser desvelada. Murakami utiliza la figura de lo femenino para expresar este conflicto. La mujer no es uno de los polos de la diferencia sexual, sino una oscura epifanía. Nos muestra un más allá que se desvanece apenas lo abrazamos. El sexo no es simple placer, sino un éxtasis que nos sitúa en un territorio donde no funcionan las leyes de la lógica. En esa región, no hay tú ni yo sino una brevísima plenitud que se disipa apenas finaliza el frenesí de los cuerpos.
Es difícil destacar algún libro de Murakami, pues casi todos poseen características similares. Tokio Blues tiene el encanto de una balada de Paul McCartney. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo produce el mismo asombro que las fantasías del Bosco. Kafka en la orilla es una fábula mítica que nos lleva por los pasadizos más remotos de la conciencia. Murakami fue un innovador, pero se ha estancado en una fórmula que repite una y otra vez. Sus libros nunca me producen tedio o indiferencia, pero sí la sensación de escuchar una vieja melodía.
Se echa de menos la valentía de autores como Coetzee, capaces de lanzarse a aventuras como su trilogía sobre Jesús. No sé si la Academia Sueca honrará a Murakami con el Nobel, pero su obra no lo necesita. Sus libros poseen una resonancia universal y circulan por la imaginación de todos los que no pueden invocar el ayer sin recordar una canción del Sgt. Pepper’s o uno de esos bares donde la soledad pesa menos y el amor no parece una utopía irrealizable.
Fuente: https://www.elespanol.com
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