miércoles, 4 de octubre de 2023

Poeta 697: Canto a Grau de Juan Ríos

JUAN RÍOS

Juan Esteban Ríos Rey (Barranco, 28 de septiembre de 1914 - 15 de noviembre de 1991) fue un poeta, dramaturgo y periodista peruano. Al estallar la Guerra civil española se enroló en las Brigadas Internacionales y en las Milicias Republicanas con las cuales combatió en la Sierra de Guadarrama. Posteriormente tuvo que dejar España debido a una disputa con una patrulla anarquista. Hacia el final de la guerra, exiliado del Perú, fue corresponsal en Madrid, Barcelona y Valencia. En 1946, luego de casarse y becado por el Gobierno francés, se trasladó a París donde vivió algunos años. Ya en el Perú escribió durante mucho tiempo la columna periodística "Tierra de Nadie" en la que -al margen de consignas e intereses ideológicos y políticos- se dedicó a la defensa de la Cultura y los Derechos Humanos. En 1960 recibió de la Unesco la beca adjudicada a los Artistas Creadores. En 1971 fue elegido Miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Obtuvo cinco Premios Nacionales de Teatro (Don Quijote, 1946; La Selva, 1950; Ayar Manko, 1952; El Mar, 1954 y Los Desesperados, 1960) y los dos Premios Nacionales de Poesía -que en casos excepcionales- permitía la Ley de Fomento a la Cultura (Cinco Poemas a la Agonía, 1948 y Cinco Cantos al Destino del Hombre, 1943).


CANTO A GRAU

1

Yo canto el héroe y la muerte del héroe.

Loados sean en él los que caen del lado de la vida en los combates,
los que escuchan a las sirenas de la sangre murmurar en sus oídos,
los que ven a la derrota con la misma sonrisa viril que a la victoria,
los que se estrellan como fúlgidas olas en las peñas sin luz del infinito,
los que aceptan morir sin preguntar por qué motivo,
y son el yunque donde el golpe del destino forja el alba.

Esta no es una marcha fúnebre. Esta es una marcha triunfal,
una marcha triunfal para los que sucumben en su puesto,
para los marinos que perecen erguidos sobre sus puentes de mando,
para los broncos tripulantes que yacen en los sepulcros del océano,
para los que oyen impasibles las campanas del fondo de las aguas,
para los que muerden su angustia cual dulce fruta envenenada
cuando sienten el beso de la fatalidad sobre la frente.

Es hermoso jugarlo todo a una carta inexorable,
ganar como quien pierde, vivir como quien muere,
pero es sublime perder como quien gana,
morir como quien vive, desplomarse de bruces en la altura;
porque basta una voz de la garganta o los cañones,
una sola palabra desnuda como una espada,
basta un instante puro para justificar la vida,
basta un bello ademán para justificar la muerte.

La suprema embriaguez no se detiene;
los que la alcanzan, deben morir bajo sus alas.
Está madura su alma para la eternidad terrestre.

2

El monitor es pequeño;
pero el océano es grande.

Blindada agonía, hermano de los mares,
hijo de la Cruz del Sur bajo las aves y el viento,
yo canto al “Huáscar” surcando las tempestades del odio;
yo lo canto en su impotente grandeza herida.
Rocinante marino arremetiendo contra toros de espuma,
contra molinos de estrellas que el alba triste asesinaba.

Yo canto a Grau, cara al futuro en su apoteótica derrota,
Almirante del Perú por los siglos sucesivos;
yo lo canto, huérfano de patria en mar adverso,
abandonado hasta la entraña en los brazos del destino;
yo lo canto de pie en su torre acribillada por la luna,
corsario de los débiles, desamparado Señor de la esperanza,
fidedigno caballero de la razón en pleno vértigo,
intuyendo, en esas noches en que la lucidez como un cuchillo corta,
que significa menos alcanzar la victoria que haberla merecido;
yo lo canto en su hora tremenda, bajo la suave luz de la mañana,
solitario de la gloria en su función social de pararrayos,
estratega de la muerte dominada en el vértice mismo de la muerte.

Yo no canto el odio estéril ni el recuerdo del odio,
pero saludo la fraterna sangre de los héroes
y evoco a mi Almirante en el metal azul del cosmos.

3

El mar choca en las playas;
pero la muerte es infinita.

Es bello perder el cielo para ganar la Tierra,
no anhelar más ebriedad que la de la sangre,
más resplandor que el fuego propio;
y es hermoso también, cara a la vida,
atravesar sereno las artificiales tormentas de la guerra,
sin protestar si caen contrarios los dados del destino.

Cóndor del océano que la serpiente glauca aprisionaba,
Almirante de la agonía, invicto del desastre:
Yo quisiera alumbrar, para cantarte, las sendas de mis venas,
y decir triunfal esas palabras que nacen en el corazón
y mueren niñas, inocentes, en los labios;
porque hacía falta tu sangre, tu sublime sangre derramada,
para mirar de frente a la derrota vestida de apoteosis
y cubrir de larga gloria tu gran fracaso iluminado.

¡Alabados sean en ti todos los héroes de la Tierra!
¡El alma no duele cuando los labios cantan!

4

Era un hombre para la paz nacido,
su mano era cordial, y suave su sonrisa,
no era alto de estatura, hablaba poco,
amaba su paisaje de tristes arenales,
su desolado país entre el océano y la selva acorralado.

Fue marino porque así lo quiso el mar,
su palabra era firme como una lanza,
clara y directa como una espada;
hacía siempre lo que había que hacer,
cumplía órdenes a fuer de gran señor sin discutirlas nunca;
respetaba al enemigo, admiraba el valor en cualquier parte,
recogía a los náufragos, saludaba a los vencidos,
se conmovía de puro hombre por los otros,
era severo y dulce con los suyos,
iba a la guerra como a un baile con la muerte.

Con todas las causas perdidas del mundo a cuestas, sin decirlo,
poniendo en singular muchas plurales angustias acalladas,
nadie sabía si le pesaba o no en el corazón su destino de acero;
“Corazón de flor”, podía decirse, “Corazón iluminado”;
pero él llevaba clavados algo así como picos de cuervos en el pecho,
y algo implacable, como un sepulturero,
ahondaba el surco debajo de sus ojos;
porque él amaba la vida igual que todos,
y sufría al sentir cada vez más herida su esperanza.

5

A la buena de Dios desde la inmensidad circular de su agonía,
arando el mar para sembrar semilla heroica,
peleaba el “Huáscar” la mañana final de Punta Angamos,
enardecido, estoico, sereno, solo, humeante, acorralado,
entre el cielo y la costa acorralado,
al tope la bandera coronada de estrellas de pólvora caliente.
¿Quién dijo, quién, que la muerte es solo una,
que la muerte se entrega así no más al primer venido?
¿Quién dijo, quién dice aún, quién dirá más tarde,
que las victorias valen siempre más que las derrotas?

Buen tapete es el mar para los dados del destino,
buena arboleda el “Huáscar” para el hacha de las llamas,
para los férreos, potentes, invulnerables acorazados de Chile,
leñadores del Pacifico talando el templado bosque náutico.

Yo saludo y canto a la perpetua tripulación del “Huáscar”,
a los inconcebibles hijos del fuego que al agua verde enamoraba,
a los sucesivos oficiales que la muerte fue nombrando capitanes,
a los furiosos hombres del cañón y de las jarcias,
a los insomnes vigías ateridos, y a los tostados,
profundos, sinfónicos esclavos del Infierno,
los membrudos fogoneros que soñaba el viento libre.

Yo no lloro la tragedia de Angamos; yo la canto:
El barco es pequeño y el océano es grande,
pero la muerte es infinita, y lo contiene todo.

¡Estaba sublime el mar, cuando sus cabellos llegaron a la muerte!

 

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