¿Dónde queda Mario Vargas Llosa en el elenco de la disidencia que escribía en Vuelta? ¿Disidente? ¿Crítico?
Ambas cosas, intensamente. Creo que la Revolución rusa fue para Paz
lo que la cubana para Mario: un advenimiento histórico que atrajo no
solo su simpatía sino su adhesión activa y apasionada. Pero la de Mario
lo fue aún más, porque se trataba de la revolución latinoamericana, la
revolución en tiempo presente, hecha por guerrilleros de su propia
generación. Como él ha narrado en varios textos, desde el primer momento
se entregó a ella y le fue fiel largo tiempo. Su rompimiento no fue
súbito, sino un proceso doloroso de decepción. Creo que tanto en Paz
como en Vargas Llosa la palabra clave es desencanto, un desencanto que
al profundizarse desemboca en una crítica feroz, una crítica
proporcional a la dimensión del compromiso anterior.
Paz cargaba un sentimiento de culpa por haber callado cuando
tenía frente a sí evidencias irrefutables de los crímenes del régimen
soviético.
No creo que en Vargas Llosa quepa hablar de culpa, acaso sí de
remordimiento, porque, a pesar de los atropellos de toda índole que la
Revolución cubana cometió en sus primeros años, no hubo purgas de la
dimensión soviética. Paz no las hubiera tolerado y mantuvo un apoyo
discreto, a distancia, hasta fines de los sesenta. Para Vargas Llosa los
puntos de quiebre fueron la invasión a Checoslovaquia en 1968 y luego,
claramente, el caso Padilla. El proceso de decepción fue indetenible y
Castro lo ahondó con su actitud de desprecio abierto a los
«intelectuales revisionistas». Pero antes del rompimiento definitivo,
cosa que lo honra, Vargas Llosa mandó varias señales de alarma.
Recuerdas que aún en su nota sobre Persona non grata de Jorge Edwards publicada en Plural mantenía
su adhesión a la Revolución, aunque ya sin ningún entusiasmo, con
tristeza y nostalgia, con rabia contenida, en espera casi de un milagro
que no ocurrió. Cuando se escriba la biografía definitiva de Vargas
Llosa, uno de los aspectos más interesantes será seguir esa
transformación de sus convicciones que, como decía Sabato (y
Dostoyevski), es siempre fascinante y aleccionadora. Creo que su
revaloración de Camus en Plural en 1974 fue un momento clave de
ese proceso que no solo tuvo que ver con Cuba sino con el tema más
profundo de los medios y los fines en la política, en especial en la
política revolucionaria. Y, como decía Weber, ninguna «ética de la
convicción» resiste la prueba moral porque supedita y sacrifica vidas
concretas a ideales abstractos.
¿Siguió siendo socialista?
Creo que sí, y ahí tienes otro paralelo con Paz. Pero mientras
Octavio nunca se apartó de esa fe, o de esa posibilidad, a fines de los
setenta Vargas Llosa sí lo hizo, de manera clara y terminante. Mario
formaba parte de Vuelta, el barco intelectual de la disidencia. Lo tuve claro siempre y más aún en 1983, cuando publicó con nosotros y en The New York Times Magazine
su largo reportaje «La matanza de Uchuraccay». Fue un texto que cimbró a
los lectores. Pasó lo siguiente. En Ayacucho, centro de operaciones de
la guerrilla Sendero Luminoso, había ocurrido la muerte de ocho
periodistas. Una parte de la prensa culpó al gobierno democrático de
Fernando Belaúnde Terry, quien decidió nombrar una pequeña comisión
investigadora en la que participó Vargas Llosa. Fueron al lugar,
recabaron testimonios y concluyeron que los periodistas habían sido
asesinados por los campesinos, porque pensaban que eran guerrilleros.
Vargas Llosa llegó a la conclusión de que el enfrentamiento entre las
guerrillas y las fuerzas armadas eran arreglos de cuentas entre sectores
privilegiados de la sociedad, en los que las masas campesinas eran
utilizadas por quienes decían querer liberarlas.Vargas Llosa hablaba de
«sectores privilegiados», más que de universitarios, pero la realidad
que revelaba ese reportaje hecho in situ correspondía a la
misma que Zaid estaba revelando en sus análisis sobre los universitarios
en el poder o hacia el poder, incluidos los universitarios en la
guerrilla. La guerrilla peruana no es obrera ni campesina. El profesor
maoísta Abimael Guzmán, «cuarta espada» del marxismo o el comunismo
(junto con Lenin, Stalin y Mao), no creía en la autonomía de la vida
campesina. Como sus congéneres soviéticos, chinos y camboyanos, creía
que había que reeducar a los campesinos, sin reparar en la violencia de
los métodos, para crear al «hombre nuevo». Y claro, el radicalismo
maoísta provocaba la reacción militarista. La trágica espiral
latinoamericana. Esa experiencia y los estragos terribles de Sendero
Luminoso (setenta mil muertos atribuibles a ellos) llevaron a Vargas
Llosa a escribir en los ochenta obras de gran tensión histórica y moral
con respecto a la idea de la Revolución, entre ellas su largo ensayo La utopía arcaica y su novela Historia de Mayta.
La primera es una crítica al indigenismo, que si bien prohijó obras
notables de teoría social e imaginación literaria que Vargas Llosa
admira y valora (Mariátegui y sobre todo José María Arguedas) mantuvo
viva la flama de un proyecto económico y social inviable y opresivo.
Historia de Mayta recrea la vida de un guerrillero prototípico.
Te hago notar que Mayta (el exguerrillero trotskista a quien el
periodista de la novela encuentra mucho después de su fallido intento de
foquismo revolucionario en una aldea, entregado a la vida pacífica, sin
remordimientos ni nostalgias) era uno de esos jóvenes impacientes,
radicalizados no por carencias materiales ni desventajas sociales, sino
por una truncada o torcida vocación religiosa. En su caso, no habían
sido los jesuitas quienes lo «indoctrinaron», como a Dalton, sino los
salesianos. La novela narra la escala de la radicalización: sectas
clandestinas, lecturas, planes, conjuras. Se trataba de «asaltar el
cielo», «bajaremos al cielo del cielo, lo plantaremos en la tierra»,
decía Mayta. Su fracaso se debió a problemas técnicos, de logística, de
planeación. No tuvieron el genio irrepetible de Castro. La novela te
dejaba con la certeza de que los guerrilleros (los impacientes, los
radicales) de las generaciones venideras cuidarían más esos detalles.
Esa persistencia histórica de la Revolución es la que llevaría a Gabriel
Zaid a remontarse al origen, y encontró la obra de Joaquín de Fiore que
inventó esa idea de «bajar el cielo a la tierra». Mayta y Dalton eran
soldados en la escalera mística de la perfección revolucionaria.
Del tiempo en que estamos hablando, el gozne entre los setenta y ochenta, data un libro fundamental: La guerra del fin del mundo.
Para mí es la novela más ambiciosa y extraordinaria de Vargas Llosa.
La leí deslumbrado porque entroncaba con el tema del mesianismo. En el
otoño de 1981, cuando recibimos en Vuelta el primer capítulo
con la descripción del redentor Antonio Conselheiro, sentí
inmediatamente que estaba ante un fenómeno similar a los que estudió
Gershom Scholem, el historiador del mesianismo judío. La revelación de
esa lectura me llevó a la historia y la antropología de los movimientos
mesiánicos, y a entender que, si bien fueron muy característicos del
Brasil (hubo otros redentores antes y después de Conselheiro),
aparecieron en otros momentos y culturas: en la Alemania medieval, en la
Italia del siglo xix.
En Brasil incidió el «sebastianismo», el famoso culto portugués a
Sebastián, «el Deseado», aquel monarca que había muerto en los setenta
del siglo xvi en una insensata guerra contra los califas marroquíes,
pero cuyo regreso a Portugal fue la esperanza de generaciones de
«sebastianistas» a través de los siglos.
Vargas Llosa lo recoge en su libro. Y ha explicado que leyó varios
libros sobre movimientos mesiánicos y tratados místicos cristianos al
preparar su obra. Pero el motivo principal de aquella guerra fue la
aparición del Anticristo bajo la forma muy concreta de la nueva
república brasileña, con sus valores liberales y sobre todo su fe en el
positivismo de Auguste Comte. En México también tuvimos, en ese mismo
período, es decir, en las décadas finales del siglo xix y principio del
xx, nuestra fiebre positivista que llegaba a extremos de producir
catecismos y congregar iglesias paralelas como competencia «científica» a
la Iglesia católica. Pero en ningún país como en Brasil prendió el
positivismo como una religión de Estado que profesaban las élites
políticas, militares e intelectuales. Ese es el corazón del libro,
basado Os Sertões, la obra clásica sobre la rebelión de la
región de Canudos. Su autor, Euclides da Cunha, aparece como «el
periodista miope» en la novela. La leí entonces (buscando el tema
mesiánico) y la he releído recientemente. Creo que en términos
biográficos fue una novela de transición. Al escribirla y reescribirla,
en ese tránsito entre décadas, Vargas Llosa tuvo un cambio de piel.
Pienso que entró siendo uno y salió siendo otro, porque se aventuró por
las zonas más oscuras y bárbaras, las más reales, de la vida
latinoamericana. La guerra del fin del mundo es la guerra entre
verdaderos condenados de la tierra, de nuestra tierra latinoamericana, y
las élites que buscan imponerles un esquema racional.
¿No es ese el dilema latinoamericano por excelencia?
Lo vio Bolívar, en un pasaje de su «Carta de Jamaica», donde se burla
de que en nuestras repúblicas tratemos de copiar a Sieyès y a Hamilton.
Y Martí dice algo similar en «Nuestra América». Y, sin embargo, ambos
eran republicanos. Una contradicción profunda que no tuvieron Carpentier
o García Márquez, que optaron resueltamente por la dictadura de Castro,
aunque borrara, mucho más que la república, toda la magia y misterio de
la tribu que recrearon en sus obras. Hablo de «la tribu» en el sentido
que le ha dado Vargas Llosa, el de colectivos de identidad de cualquier
índole que subsumen al individuo en un nosotros que lo incluye y rebasa,
que lo determina y muchas veces esclaviza u oprime.
En el caso de Brasil el pensador clave no fue Hamilton ni Sieyès
sino Benjamin Constant, que así se llamaba el líder que proclamó la
república brasileña. Era homónimo del gran liberal francés y en el
nombre tenía grabado su destino. ¿Se inclinó por algún bando Vargas
Llosa en su novela?
La guerra del fin del mundo no es, en absoluto, una novela
de tesis, pero creo que el corazón de Vargas Llosa (y el de lectores
como yo) estaba con los seguidores de Conselheiro en Canudos. Un lienzo
humano digno de Brueghel o el Bosco rodea al mesías: asesinos brutales,
bandidos de leyenda, cangaceiros implacables, curas pecadores,
enanos de circo, prostitutas, beatos y beatas, comerciantes conversos.
Es un lienzo de miseria humana. ¿Cómo no conmoverse? Cada personaje es
desgarrador, aunque hablen poco, su vida y su silencio habla por ellos. Y
algunos como el enano son narradores naturales que realmente
deambulaban por Brasil narrando cuentos medievales. Vargas Llosa los
rescata. Y hablando de escribidores, está el invento del «León de
Natuba», esa cruza de humano deforme y felino reptante, con su inmensa
cabeza y su vocación (dictada por Dios, ¿por quién más?) de ser el
Boswell de Conselheiro que toma nota de cada frase, paso y gesto del
santo redentor. Corrijo: no es un lienzo lo que presenciamos, es un
desfile dantesco, pero también una marcha hacia la redención.
Y sin embargo el mesianismo condujo al Apocalipsis.
Precisamente así se entiende el mesianismo en la tradición judía. Por
eso las corrientes racionalistas en la propia religión judía temían su
advenimiento y rechazaban a los mesías. Vargas Llosa retrata muy bien al
«periodista miope» que desde la razón comienza por condenar el
fanatismo de los seguidores de Conselheiro, pero poco a poco, conforme
avanza su experiencia directa de los hechos, comprende la lógica interna
y la emoción de los mesiánicos y entiende que las categorías que se les
aplican son inadecuadas, falsas. Y entonces, no solo el periodista,
también Vargas Llosa matiza. Más que «fanáticos», esos ejércitos de la
fe son trágicos. Y finalmente, parece preguntarse legítimamente Vargas
Llosa, ¿quiénes son más fanáticos, los fervorosos seguidores de
Conselheiro o los intelectuales armados de teorías abstractas como la
propia idea de la república representativa, no se diga la doctrina
positivista? En todo caso, eran como él ha dicho «fanatismos
recíprocos», universos incomprensibles el uno para el otro. Por eso el
título es perfecto: es la guerra del fin del mundo porque así la
vivieron sus protagonistas, pero también porque una oposición así entre
el llamado milenarista de la tribu y los preceptos racionales y modernos
no puede llevar sino a una conflagración total, final.
Finalmente, a un costo espeluznante, sobrevivió la República.
Y sobrevivió la fe. Así pasó también en México en la Cristiada,
guerra entre los campesinos y rancheros católicos mexicanos y un Estado
que se empeñaba en imponer la religión de la razón. Pero en México no
existió el fenómeno notable del líder mesiánico. Finalmente, en Brasil y
México, la realidad dio al César lo que era del César y a Dios lo de
Dios. Pero murieron decenas de miles en esas guerras religiosas, ecos de
las guerras europeas del siglo xvii. Y presagios de las guerras
religiosas de principios del xxi.
Y Vargas Llosa se volvió un liberal.
Sí, como el periodista miope de su novela, en cierta forma.Por eso digo que La guerra del fin del mundo es
una novela de tránsito. Por más místico o mágico que resulte el mundo
encantado del mesianismo, con sus comunidades fervorosas y sus
ancestrales creencias, si creemos en la libertad estamos obligados –como
explicó Max Weber– a desencantarlo. No me refiero, obviamente,
a reprimir u oprimir a quienes permanecen en la tribu. Me refiero a
construir un orden en donde prive la razón, si quieres la razón con
minúscula. La razón spinoziana de la claridad, la separación de lo
sagrado y lo profano, la libertad de pensar y publicar, la tolerancia.
Por eso creo que de esa inmersión en el corazón de las tinieblas
latinoamericanas salió el liberal Vargas Llosa.
Alguna vez dijo: «En Perú, tenemos un Canudo vivo en los Andes.»
Lo cual es cierto aún ahora y quizá lo será siempre, pero creo que al
concluir esa novela, y al confrontar el proyecto que Sendero Luminoso
tenía para los Andes (obra diabólica de ese remedo atroz y sanguinario
de mesías, de ese mesías asesino que era Abimael Guzmán), Vargas Llosa
desembocó en la convicción de que no había, para Canudos o para los
Andes, mejor opción que la modesta utopía republicana y liberal con todo
y sus «abstracciones». Pero ese orden no debe ni puede ser impuesto.
¿Cómo hacerlo atractivo y eficaz para los miembros de la tribu? ¿Cómo
lograr que no se rindan a nuevos mesianismos no defensivos (como los de
Conselheiro) sino revolucionarios? Sigue siendo un tema de nuestro
tiempo. ~
Fragmento de Spinoza en el Parque México.
Fuente: https://letraslibres.com
Por: Enrique Krauze
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