lunes, 11 de noviembre de 2019

P. Adolfo Franco, SJ: Comentario para el domingo 10 de noviembre

DOMINGO XXXII del Tiempo Ordinario

La pregunta sobre la resurrección

27 Después algunos saduceos fueron a ver a Jesús. Los saduceos niegan que los muertos resuciten; por eso le presentaron este caso: 

28 —Maestro, Moisés nos dejó escrito que si un hombre casado muere sin haber tenido hijos con su mujer, el hermano del difunto deberá tomar por esposa a la viuda para darle hijos al hermano que murió. 29 Pues bien, había una vez siete hermanos, el primero de los cuales se casó, pero murió sin dejar hijos. 30 El segundo 31 y el tercero se casaron con ella, y lo mismo hicieron los demás, pero los siete murieron sin dejar hijos. 

32 Finalmente murió también la mujer. 33 Pues bien, en la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa esta mujer, si los siete estuvieron casados con ella?

34 Jesús les contestó:

—En la vida presente, los hombres y las mujeres se casan; 35 pero aquellos que Dios juzgue que merecen gozar de la vida venidera y resucitar, sean hombres o mujeres, ya no se casarán, 36 porque ya no pueden morir. Pues serán como los ángeles, y serán hijos de Dios por haber resucitado. 37 Hasta el mismo Moisés, en el pasaje de la zarza que ardía, nos hace saber que los muertos resucitan. Allí dice que el Señor es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. 38 ¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos están vivos! 

En los Evangelios se nos muestran una serie de “discusiones” de Jesús con los “intelectuales” de su época como eran los fariseos, los levitas y los saduceos. Las personas más ilustradas se sentían incómodas, envidiosas y furiosas de que este “iletrado”, inculto, proveniente de un lugar insignificante se constituyera en “Maestro”, y de que además los desautorizase a ellos. Era normal su fastidio contra Jesús, dado su orgullo de creerse los inteligentes, los jefes, los maestros, los importantes, en fin. Jesús, además, se había permitido criticarles su poca autenticidad; y en ciertas ocasiones mostró la poca lógica y la poca coherencia que tenían sus doctrinas; a veces les muestra cómo era equivocada su aplicación de las mismas enseñanzas de Moisés. 

Entonces ellos quieren desautorizarlo, y con su ingeniosidad de hombres agudos quieren poner en evidencia la ignorancia de este “insignificante maestrito”. Le van a proponer un enigma, un callejón sin salida mental; algo que sólo a mentes privilegiadas como las suyas se les podría ocurrir. Lucas nos cuenta en este párrafo del Evangelio uno de estos episodios interesantes. Los saduceos (secta de intelectuales que no creían en la resurrección) se enfrentan a Jesús para hacerle caer en la cuenta de la incongruencia que hay en afirmar la resurrección. Y Jesús desbarata de raíz todo el tinglado intelectual absurdo que habían montado estos pseudo intelectuales.

En el fondo esta actitud pone al descubierto las de tantos hombres, en todos los tiempos, muy convencidos de su aguda intelectualidad, que han querido resolver el problema de la religión, mediante razones hábilmente elaboradas. Muchos hombres razonables plantean sus objeciones a la fe, desde el estructurado razonamiento de la lógica humana. Pero, ¿es la razón humana el instrumento apropiado para llegar a descubrir la realidad, en su dimensión más completa, en su dimensión sobrenatural? ¿Es la pura razón suficiente para darle respuesta completa a las preguntas fundamentales del hombre: El sentido de la vida humana, la vida después de la vida?

Los seres humanos tenemos básicamente dos fuentes de conocimiento, que nos son necesarias para vivir la vida orientados, y no sin brújula: la Fe y la Razón. Esas dos fuentes no entran en competencia, no se pelean entre sí, y no son enemigas. Eso en primer lugar; ha habido tiempos en que algunos hombres pensaban que tenían que escoger: o razón, o fe. Pensaban que ambas eran enemigas e incompatibles. Además por entender mal la fe, por juzgarla desde fuera y con ignorancia teñida de orgullo, pensaban que la fe era una actitud de menores de edad, de hombres sin cultura, en el fondo, de hombres inferiores. Esos tiempos, gracias a que la sensatez termina abriéndose paso, ya han pasado.

Tampoco se puede pretender que la fe resuelva los problemas intelectuales de la ciencia, ni que la ciencia dé una respuesta a los problemas que tocan el misterio interior de la vida y del ser humano. Así como no es legítimo pedirle a la fe que nos responda preguntas científicas, como las leyes de la astronomía sideral, tampoco es aceptable que la ciencia pretenda responder al problema de la esencia de Dios, o la eternidad, o el más allá. 

Además la razón humana, si somos suficientemente sinceros, es un maravilloso instrumento, pero con muchas limitaciones. Ha incurrido a lo largo del tiempo en tantos errores científicos, en muchos titubeos (piénsese en cómo las teorías se suceden y se corrigen unas a otras); incluso sigue encontrando en el presente tantos límites, tantas incertidumbres y sobre realidades elementales: en qué consiste la luz, cuál es el componente final de la materia... No es posible que una persona suficientemente inteligente confíe tanto en su sola razón, que le encomiende la respuesta a los más grandes interrogantes, cuando a veces no puede dar razón de problemas referentes a lo material. Si el hombre se encierra en la sola razón, queda encerrado en un mundo de sombras, sin posibilidad de salir más allá. 

Además hay que advertir lo que es la fe: Dios se nos ha acercado para contarnos la verdad, especialmente referida a El mismo, y a su misterio interior, ha querido contarnos las realidades maravillosas del futuro que nos espera, ha querido asombrarnos con el misterio de nuestro parentesco con El. La razón recibe con humildad estas nuevas realidades, que la superan absolutamente. Pero no se rebela frente a la luz, sino queda asombrosamente sorprendida por esta nueva luz que nos llega desde el que es todo Verdad, Belleza y Bondad.

Adolfo Franco, SJ