"Si se le preguntaba, contestaba que creía en el proyecto kemalista de occidentalización, pero en realidad, como a todos los habitantes de la ciudad, a mi abuela no le importaban lo más mínimo ni el Occidente ni el Oriente. De hecho, apenas salía. Como para la mayoría de los habitantes de una ciudad que viven en ella como en su casa, para mi abuela Estambul no tenía nada que ver con sus monumentos, con su historia ni con su «belleza». Y sin embargo había estudiado historia en la escuela de magisterio. Hizo algo tan atrevido para el Estambul de la década de 1910 como salir a la calle con mi abuelo antes de casarse e incluso de comprometerse y fue a comer con él a un restaurante. Una vez en el local (teniendo en cuenta que se sentaron a la misma mesa y que les ofrecieron bebidas alcohólicas, me imagino que sería un restaurante-casino en Pera), mi abuelo le preguntó qué quería beber (en el sentido de un té, una limonada o algo así) y mi abuela, que pensó que le estaba ofreciendo alcohol, le dio una respuesta muy fuerte para 1917: «No consumo bebidas alcohólicas, señor mío».
Cuarenta años después, en las cenas de los días de fiesta y de Nochevieja que celebrábamos todos juntos, si se alegraba lo suficiente con el vaso de cerveza que se tomaba para no desmerecer al resto de la familia, volvía a contar aquella historia que tan bien nos sabíamos todos y luego lanzaba una carcajada. Si se trataba de un día cualquiera y estaba sentada en su sillón de siempre, la carcajada de mi abuela se convertía en lágrimas por la muerte prematura de mi abuelo, aquel «hombre excepcional» al que solo vi en unas cuantas fotografías. Mientras ella lloraba, yo intentaba imaginármela paseando alegre por las calles en sus tiempos. Pero aquello me resultaba tan difícil como imaginar a aquella mujer tan gruesa y confortable como las de los cuadros de Renoir siendo una joven delgada, alta y nerviosa de Modigliani.
La repentina y prematura muerte por leucemia de mi abuelo después de haber conseguido una buena fortuna dejó a mi abuela en la posición de «jefa» de una enorme familia. El cocinero Bekir, algo así como su compañero vital, cuando se hartaba de las interminables órdenes y críticas de mi abuela, le contestaba con un ligero sarcasmo: «De acuerdo, jefa». Pero la condición de jefa de mi abuela solo era válida mientras paseaba por la casa llevando un enorme manojo de llaves. Cuando todavía eran jóvenes, mi padre y mi tío le arrebataron el mando de la fábrica que había dejado mi abuelo, se metieron en grandes negocios de construcción y, a base de malas inversiones y quiebras, obligaron a su madre a que fuera vendiendo una a una las posesiones que quedaban del abuelo, las casas y los pisos, y entretanto mi abuela, sin salir nunca a la calle, simplemente vertía algunas lágrimas y les aconsejaba que la próxima vez tuvieran más cuidado.
Pasaba las mañanas en la cama, tapándose con un grueso edredón y apoyada en enormes almohadas de plumas apiladas unas encima de otras. El cocinero Bekir colocaba cuidadosamente una enorme bandeja con huevos pasados por agua, aceitunas, queso y tostadas en un cojín que mi abuela había puesto sobre el edredón (estropeaba la imagen el periódico viejo dispuesto entre el cojín con bordados de flores y la bandeja de plata) y mi abuela pasaba su larguísimo desayuno leyendo el periódico y recibiendo las primeras visitas de la mañana en la cama. (De ella aprendí el placer de tomar un sorbo de té azucarado mientras se tiene en la boca un trozo de queso blanco duro.) Mi tío, que nunca se iba a trabajar sin haber besado a su madre, llegaba temprano. Mi tía aparecía de vez en cuando llevando el bolso después de haber enviado a su marido al trabajo. Durante un breve período antes de ir a la escuela y para que fuera aprendiendo a leer y escribir, yo también, como mi hermano mayor, me acercaba cada mañana al edredón de mi abuela cuaderno en mano intentando aprender de ella el misterio de las letras. Como luego descubriría en la escuela, me aburría aprender cualquier cosa de los demás, y cuando veía una hoja en blanco lo primero que se me venía a la mente no era escribir sino dibujar.
Todos los días, en medio de aquellas pequeñas lecciones de lectura y escritura, el cocinero Bekir entraba en la habitación y le hacía la misma pregunta con las mismas palabras: «¿Qué les vamos a dar a estos hoy?».
Lo preguntaba con tanta solemnidad como si se estuviera decidiendo lo que había de prepararse ese día en la cocina de un gran hospital o de un cuartel. Mientras mi abuela y el cocinero hablaban de quién vendría de cada uno de los pisos de la casa para el almuerzo y para la cena y sobre qué se podría preparar intentando inspirarse en el «menú del día» que venía al final de cada hoja del Calendario de Horas e Informaciones Útiles, lleno de todo tipo de extraños datos, yo contemplaba alguna corneja que volara alrededor de las ramas del ciprés del jardín de atrás.
El cocinero Bekir, que nunca perdía su sentido del humor, a pesar del inmenso trabajo que tenía, nos tenía puestos motes a cada uno de los nietos que andurreábamos por la atestada casa. El mío era «Corneja». Años después, cuando le pregunté la razón, me explicó que se debía a que me pasaba el rato observando a las cornejas del tejado de al lado y porque era muy delgado. El mote de mi hermano, que nunca se separaba de su osito de peluche, al que tanto quería, era «la Niñera», el de un primo con los ojos muy rasgados «el Japonés», el de otro muy cabezota «el Mulo», el de uno que nació prematuro, «el Seis Meses». Durante años fuimos llamados por aquellos nombres, en cada uno de los cuales me parecía percibir un cascabeleo de cariño.
En el cuarto de mi abuela, como en el de mi madre, había un atractivo tocador en el que habría podido extraviar mi imagen abriéndole las alas y metiendo la cabeza entre ellas, pero me estaba prohibido tocarlo. Porque mi abuela, que se pasaba la primera parte del día acostada, había colocado el tocador, que nunca usaba para maquillarse, de tal manera que al mirar desde la cama podía ver todo el largo pasillo, la puerta de servicio, el vestíbulo y el extremo del salón hasta las ventanas que daban a la calle, y así podía controlar el movimiento de toda la casa, a los que entraban y salían, a los que charlaban en un rincón y a los nietos que se estaban peleando. Como el espejo del tocador reflejaba más pequeño cualquier movimiento que se produjera en el otro extremo de aquella casa perpetuamente en sombras, a veces mi abuela no podía identificar lo que estaba ocurriendo, por ejemplo, al lado de la mesa con incrustaciones de nácar del lejano salón, así que gritaba con todas sus fuerzas desde la cama y Bekir acudía inmediatamente y le informaba de quién estaba haciendo qué.
Aparte de leer el periódico y a veces bordar flores en cojines, mi abuela pasaba la mayor parte de las tardes fumando y jugando al bezique con otras señoras de Nisantasi de su edad. Recuerdo que en ocasiones también jugaban al póquer. Me gustaba sentarme a un lado y manosear las monedas otomanas, perforadas, con los bordes desgastados y con las armas del sultán impresas, que salían de entre las auténticas fichas de juego que guardaba en una suave bolsa de terciopelo roja como la sangre.
Una de las señoras que participaban en las partidas procedía del harén, que habían clausurado después de que la familia imperial –no me sale llamarla dinastía– fuera obligada a abandonar Estambul tras la caída del Estado otomano, y se había casado con un compañero de trabajo de mi abuelo. A pesar de que mi abuela y ella, cuya manera de hablar excesivamente educada remedábamos mi hermano y yo, eran amigas, siempre se hablaban diciéndose «señora mía» mientras, por otro lado, engullían felices los bollos de mantequilla recién salidos del horno y las tostadas con queso fundido que el cocinero iba trayendo de la cocina. Las dos estaban gordas, pero seguían tan contentas porque vivían en un tiempo y en una cultura para los que eso no suponía ningún problema. Si resultaba que, una vez cada mil años, mi abuela tenía que salir a la calle o acudir a alguna invitación, la última etapa de los preparativos, que duraban días, consistía en llamar a la señora Kamer, la mujer del portero, para que subiera a tirar con todas sus fuerzas de las cintas del corsé de mi abuela. Yo contemplaba sobrecogido la larguísima escena de apretado del corsé que se desarrollaba detrás del biombo con sus empujones, sus tirones y sus «Despacio, hija». También me fascinaban los cuencos, las aguas jabonosas, los cepillos y tantos otros instrumentos que esparcía por el cuarto la manicura-pedicura que llamaban los días previos para que se pasara horas con mi abuela; pero lo que de veras ocupaba mi mente, con una mezcla de atracción y repugnancia, era ver las bolas de algodón insertadas entre los dedos regordetes de los pies de mi abuela mientras unas manos ajenas le pintaban las uñas de rojo bombero.
Veinte años después, viviendo ya en otras casas de otros lugares de Estambul, cada vez que visitaba a mi abuela en el edificio Pamuk me la encontraba por las mañanas acostada en la misma cama entre bolsos, periódicos, almohadas y sombras. El inigualable olor del cuarto, mezcla de jabón, colonia, polvo y madera, siempre era el mismo. Otra de las cosas de las que nunca se separaba era de un grueso cuaderno de tapas duras en el que todos los días escribía algo. Dicho cuaderno, en el que apuntaba las cuentas, detalles que no quería que se le olvidaran, lo que se había servido en la comida, los gastos, planes y la evolución del tiempo atmosférico, tenía una extraña cualidad de «cuaderno de protocolo». Quizá porque había estudiado historia, otra de las consecuencias de aquel protocolo, que a veces daba lugar a que usara una lengua irónicamente ceremonial, y de su afición por los otomanos, fue por lo que a cada uno de los nietos se nos pusiera el nombre de uno de los sultanes de los años gloriosos de la fundación del Estado otomano. Cada vez que iba a verla, después de besarle la mano, de meterme alegre en el bolsillo y sin sentir la menor vergüenza el billete que siempre me daba y de explicarle lo que hacían mi madre, mi padre y mi hermano uno por uno, mi abuela a veces me leía lo que estaba escribiendo en el cuaderno: «Mi nieto Orhan ha venido a visitarme. Es muy inteligente y muy dulce. Estudia arquitectura en la universidad. Le he dado diez liras. Si Dios quiere, algún día tendrá mucho éxito en la vida y, como su abuelo, conseguirá que el nombre de la familia Pamuk se escuche con respeto».
Después de leerlo me miraba con una sonrisa misteriosa e irónica por encima de las gafas, que hacía que sus ojos con cataratas parecieran todavía más raros, y yo intentaba sonreírle de la misma manera sin poder averiguar si tras su ironía se ocultaba un chiste dirigido a ella misma o el hecho de que había descubierto el sinsentido de la vida."
Estambul. Ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk. Literatura Mondadori.
MÁS INFORMACIÓN
MÁS CUENTOS