Un científico cuenta cómo cada criatura puede verse como un reflejo del misterio creador de la Trinidad. Como liquenólogo (persona que estudia los líquenes), he ayudado a describir y dar nombre a nuevas especies de líquenes. Los líquenes son criaturas con las que uno se cruza a diario, pero en las que probablemente nunca se haya fijado. Complejo y misterioso, un liquen no es un organismo, sino varios que han aprendido a convivir entre sí hasta el punto de funcionar como uno solo. Ni completamente vegetal ni animal ni hongo, un liquen es una combinación, una simbiosis viva de un alga y un hongo. Tan íntima es esta relación que damos a cada liquen un solo nombre, aunque esté compuesto por varios organismos diferentes de reinos vegetales y fúngicos distintos.
Poner nombre es un acto divino. En el libro del Génesis, Dios crea las bestias del campo y las aves del cielo y se las presenta al hombre, Adán, para ver cómo las llamaría. Siglos más tarde, Carlos Linneo (s. XVIII), el célebre botánico sueco, inventaría el sistema binomial (de dos nombres) de nomenclatura utilizando el latín y el griego. A cada criatura se le asignaba un nombre de género y un nombre o epíteto de especie. Por ejemplo, los humanos somos Homo sapiens, el «humano sabio o conocedor».
Imaginemos nacer y no recibir un nombre. ¡Los nombres nos dan la vida! En el rito del bautismo cristiano, el celebrante pregunta a los padres: «¿Qué nombre habéis elegido para este/a niño/a?». Con este nombre somos bautizados en el nombre de la Trinidad: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Somos nombrados a la vida por nuestros padres, luego somos nombrados a la vida de Cristo y al cuerpo vivo de Cristo, la Iglesia.
Un nombre permite una relación. El otro ya no es desconocido, sino que ahora se le nombra y se le da un lugar de honor. La reciprocidad y el amor son posibles. Recordemos al Cristo resucitado con María Magdalena. Ella reconoce a Jesús solo cuando pronuncia su nombre. Entonces, el corazón de María brota a la vida en amor y reconocimiento. Nunca tomemos el nombre de nuestro Señor en vano, o los nombres de los demás, para el caso. Los nombres son poderosos más allá de nuestra imaginación.
Trabajando con colegas de Norteamérica y Europa, tengo el privilegio de ayudar a dar nombre a nuevas especies de líquenes. El liquenólogo alemán Christian Printzen y yo dimos nombre a Biatora terrae-novae, un liquen que crece en la corteza de árboles coníferos y que, hasta la fecha, solo se conoce en la provincia de Terranova, Canadá. Un colega británico-estadounidense, Alan Fryday, y yo dimos nombre a Hymenelia parva, una especie de liquen que crece en rocas sedimentarias a lo largo de los ríos de la costa de Terranova. Varios otros taxones de líquenes esperan un nombre.
La gente me pregunta a menudo: «¿Para qué sirven los líquenes?». Aunque los líquenes tienen su propia función ecológica especial y su potencial farmacéutico, y se utilizan con éxito para rastrear y vigilar la contaminación, prefiero señalar que los líquenes son «buenos» por su propia existencia, que, en sí misma, da gloria a Dios, el Creador. De hecho, la vocación de toda la creación, incluidos nosotros mismos, es dar gloria a Dios.
En el Credo de Nicea profesamos la fe en la Trinidad creadora: en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles; en Jesucristo, por quien fueron hechas todas las cosas; y en el Espíritu Santo, el Señor, dador de vida. Dios se revela como Creador. Toda la creación expresa algo del amor, la belleza y la gracia de Dios, incluso los líquenes.
En Laudato si’, el Papa Francisco subraya la importancia de cuidar todas las formas de vida del planeta. ¿Cuántas especies viven con nosotros en la Tierra? No lo sabemos. Hemos puesto nombre a unos 2,13 millones de especies. Existen millones más sin nombre. Unos 20.000 líquenes tienen nombre. Continuamente se describen y nombran nuevas especies. Nos queda un largo camino por recorrer antes de que podamos nombrar siquiera una fracción de la biodiversidad de la Tierra.
Esta diversidad de vida y forma no es otra cosa que la variada expresión de la generosidad sin límites de Dios. Cada criatura revela algo del misterio creativo de la Trinidad. Poner nombre a las especies da palabra y sentido al expresivo amor de Dios.
El Libro de la Naturaleza es la escritura del mundo. La creación revela las innumerables dimensiones de la belleza y el amor de Dios. Se nos invita a nombrar estos misterios de Dios y a contemplar su belleza única. La maravilla y el asombro nos adentran en el latido del corazón de Dios. Allí, en el corazón del diverso mundo viviente, descubrimos algo de la bondad y la belleza de la Trinidad creadora. Que nuestra única respuesta sea la de san Francisco de Asís: laudato si’, mi’ Signore; alabado seas, mi Señor.
Fuente: https://www.jesuits.global
Por: John McCarthy, SJ | Provincia de Canadá. [De la publicación “Jesuitas 2024 - La Compañía de Jesús en el mundo”]
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