Hace
muchos años, allá por 1982, un joven alto, delgado, de barba negra y
mirada penetrante de intelectual se presentó en un periódico conservador
en el centro de Lima, La Prensa, y pidió trabajo. Dijo que se llamaba Álvaro Vargas Llosa,
era el hijo mayor del famoso escritor y había abandonado sus estudios
en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, porque quería ser
periodista y escritor, como su padre. También dijo que era de izquierdas
y simpatizaba con la revolución sandinista y la revolución cubana. El
director del periódico lo fichó de inmediato.
Contrariado porque su hijo mayor había suspendido sus estudios en Princeton, una de las mejores universidades del mundo, Mario Vargas Llosa le
exigió que se retirase de la casa familiar en Barranco, Lima, y
volviese de inmediato a Nueva Jersey para reanudar su vida académica.
Álvaro se negó a seguir estudiando. Después de vivir unas semanas en
casa del pintor Fernando de Szyszlo, se mudó al apartamento en el centro
de Lima de un fotógrafo del periódico, Jorge Seoane, Coco Seoane.
Siendo Coco homosexual y Álvaro heterosexual, encontraron la manera de
cohabitar sin intercambiar besos ni caricias.
Álvaro era extraordinariamente inteligente, aún más que su padre, y hacía gala de una prosa lúcida y aguerrida
cuando escribía editoriales en el periódico. Yo era columnista de ese
diario. No tardamos en hacernos amigos. Curiosamente, ambos decíamos
estar enamorados de la actriz Brooke Shields: Álvaro la había conocido
en el campus de Princeton, yo solo la había visto en sus películas.
Por
esos días Álvaro me contó que su padre estaba en Lima y lo había citado a
conversar en un parque de Miraflores. No sabía si debía reunirse con
él. Mario era estricto: si su hijo quería disfrutar de su protección
económica, debía retomar sus estudios en Princeton y abandonar la
bohemia periodística en Lima. Por su parte, Álvaro era porfiado: quería
ser un periodista, y decía que eso no se aprendía en Princeton ni en
ninguna universidad, sino en la vibrante redacción de un periódico como
“La Prensa”. Como Mario, en su juventud, había sido reportero de un
periódico y luego jefe de noticias de una radio, temía que el ejercicio
del periodismo hundiera en la mediocridad intelectual y la ruina
económica a su hijo mayor, que, de sus tres hijos, era ciertamente quien
más se le parecía, por su curiosidad intelectual, su pasión por la
política y su familiaridad con las ideas, las palabras y las historias.
Álvaro
salió una tarde del periódico, tras decirme que se reuniría con su
padre donde este lo había citado: no en la casa familiar de Barranco, ni
en la del pintor de Szyszlo en San Isidro, sino en un parque de
Miraflores. Le aconsejé que hablase con su padre, tal vez porque yo no
hablaba con mi padre, a quien no quería ver más. Unas horas después,
Álvaro regresó al periódico ofuscado, tembloroso y con el ojo morado. Me
dijo que su padre y él habían discutido acaloradamente en el parque,
que él se había negado a volver a Princeton y que Mario, en un momento de amargura y frustración, le había dado un puñetazo.
Recordé entonces que seis años atrás, en 1976, en un teatro de la capital mexicana, Vargas Llosa le había dado una trompada a Gabriel García Márquez, dejándolo nocaut, inconsciente, con el ojo morado, después de decirle:
-Esto es por lo que le hiciste a Patricia.
Yo
había leído los libros de Vargas Llosa. Sus mejores novelas me parecían
“Conversación en La Catedral” y “La guerra del fin del mundo”. Sabía
que había tenido un padre, Ernesto Vargas, que lo insultaba y le pegaba,
como hizo mi padre conmigo. Sabía que había aprendido a pelear a golpes
en el colegio militar: mi padre amenazó con meterme en ese colegio,
pero no lo hizo. Sabía por qué le había pegado a su hijo Álvaro, por no
volver a la universidad de Princeton, pero no por qué le había dado una
trompada a García Márquez. Por supuesto, se lo pregunté a Álvaro, quien
me dijo, sin entrar en detalles, replegándose, ensimismándose, que Gabo le había hecho una cosa muy fea a Mario y por eso Mario lo había derribado de un puñetazo en un evento público en el D.F.
También
se lo pregunté, en aquellos años, a un periodista peruano de origen
vasco, Francisco Igartua, Paco Igartua, director de la revista Oiga,
donde yo colaboraba como columnista, tras la quiebra del diario La
Prensa. De bigotes y con ponchos de colores que le daban un aire
sacerdotal, Igartua era un periodista culto, valeroso, insobornable.
Había estado con Vargas Llosa, en el teatro de la capital mexicana, en
febrero de 1976, cuando este le dio el puñetazo a García Márquez. Luego
del incidente, cenó esa misma noche con Mario y Patricia Llosa, la
esposa del escritor. Paco Igartua creía saber qué había pasado entre
los dos talentosos escritores para que uno hubiese acusado al otro de
traidor, dándole a continuación un derechazo fulminante. Paco
Igartua me contó su versión, que en cierto modo reivindicaba el honor de
Vargas Llosa y dejaba mal parado a García Márquez.
Yo
tenía entonces solo dos versiones, y ambas se parecían bastante: la de
Paco Igartua y la de Álvaro. Conocía ya a Vargas Llosa, pero no me
atrevía a preguntarle por qué se había peleado con Gabo. Se lo mencioné
tímidamente una vez, a mediados de los ochenta, en su auto BMW dorado,
manejando por las playas de Paracas, al sur de Lima, pero sonrió con
gran elegancia y me dijo que no hablaría nunca de ese tema, que eso
debían averiguarlo sus biógrafos, y enseguida me contó que García
Márquez había enfermado de cáncer. Unos años después, entrevisté a Patricia Llosa en la televisión, pero no encontré valor para preguntarle por qué su esposo
le había pegado a García Márquez y por qué eran enemigos
irreconciliables desde entonces. No quise incomodar a Patricia, una
señora elegante y reservada, que ya bastante se arriesgó dándome una
entrevista en la televisión.
A
García Márquez lo conocí unos años más tarde, en Washington DC, cuando
Clinton era presidente. Clinton había leído varias novelas de Gabo y era
capaz de citar párrafos de memoria. Con frecuencia invitaba a cenar a
Gabo y a Carlos Fuentes, que hacía de traductor, porque Gabo no hablaba
en inglés, aunque había tratado de aprenderlo en Londres. Me lo presentó
un amigo, César Gaviria, expresidente colombiano, un político raro,
sensible al arte, a la cultura, a las novelas. Cuando le pregunté a
Gabo, en un aparte, por qué se había peleado con Vargas Llosa, sonrió
con aires de mago magnánimo y me dijo:
-Yo no me peleé con él. Él se peleó conmigo.
Luego
le pregunté cuál había sido el origen de la pelea. Astuto, evasivo,
encantador, me dijo que había comprado mi novela “No se lo digas a
nadie” en una librería en París y le había gustado mucho. Nos reímos.
Después me sugirió que hablase con sus amigos, porque él no me diría
nada. Le tomé la palabra. Invité a mi programa de entrevistas en Miami,
todos los gastos pagados, incluyendo hotel cinco estrellas y limusina, a
algunos de sus mejores amigos, tres escritores de gran talento: el
colombiano afincado en el DF, Álvaro Mutis; el profesor argentino en
Nueva Jersey, Tomás Eloy Martínez; y el colombiano itinerante, varias
veces embajador de su país, Plinio Apuleyo Mendoza. A los tres los leí,
los entrevisté en la televisión y después, en el hotel, tomando unos
tragos, les pregunté, off the record, por qué Vargas Llosa le había
pegado a García Márquez en 1976, dando por terminada una amistad que
había sido legendaria, una amistad que duró nueve años, una amistad que
los tuvo casi como vecinos en Barcelona, pues vivían a una cuadra de
distancia, y que hizo de Gabo el padrino de Gonzalo Vargas Llosa, el
segundo hijo de Mario y Patricia. Escuchando las versiones de Mutis, de
Tomás Eloy y de Plinio, que no siempre coincidían, pero que dejaban bien
parado a García Márquez, empecé a armar el rompecabezas.
También me ayudó conversar con el gran escritor chileno Jorge Edwards,
quien, como Plinio Apuleyo Mendoza, había obrado el milagro de seguir
siendo amigo de Mario y de Gabo al mismo tiempo, sin que ninguno
desconfiara de él ni lo acusara de desleal: a Edwards lo invité a mi
programa de televisión en Miami y después escuché su versión caballerosa
y diplomática sobre el pleito entre los genios literarios, una
cuidadosa narración que me obsequió tanto en el vestíbulo de un hotel en
Miami, como en el restaurante de un hotel en Santiago de Chile, donde
cenamos tiempo después.
Fue entonces, hace veinticinco años, cuando comprendí que estaba fatalmente condenado a escribir una novela sobre los tiempos gloriosos en que Vargas Llosa y García Márquez
fueron amigos, vecinos y compadres, mucho antes de que ambos ganaran el
premio Nobel, y sobre las circunstancias íntimas que envenenaron
aquella relación que parecía inquebrantable y dieron origen al puñetazo
que Mario le dio a Gabo, dejándolo nocaut y sepultando para siempre la
amistad, pues nunca más se vieron ni se hablaron, a pesar de los
esfuerzos de su agente literaria Carmen Balcells para reconciliarlos.
La novela se titula “Los genios” y saldrá en los próximos días en España y América,
editada por Galaxia Gutenberg. En ella he armado por fin el
rompecabezas, he postulado mi visión literaria de los años en que los
genios fueron amigos, he descrito los hechos más o menos íntimos que
Vargas Llosa entendió como una traición y he tratado de explicar por qué
se jodió lo que nunca debió joderse: la amistad entre los genios.
Jaime Bayly
García Márquez y Vargas Llosa se conocieron en el aeropuerto de Caracas,
en agosto de 1967. Con apenas treinta y un años, Vargas Llosa era ya un
escritor aclamado por la crítica. García Márquez, cuarenta años
cumplidos, encontraba por fin el éxito editorial con Cien años de
soledad, publicada ese año en Buenos Aires. Antes de confundirse en un
abrazo en el aeropuerto de Caracas que dio inicio formal a la amistad,
los dos genios de la literatura se habían escrito cartas y leído
mutuamente con admiración. Se hicieron amigos entrañables, vecinos en el
barrio de Sarrià en Barcelona y hasta compadres. Vargas Llosa publicó
en 1971 un libro en homenaje a García Márquez, titulado Historia de un
deicidio. Contra todo pronóstico, la amistad se envenenó y estropeó para
siempre. En febrero de 1976, Vargas Llosa le dio una trompada a García
Márquez en un teatro en Ciudad de México, derribándolo y dejándolo
aturdido, con un ojo morado y la nariz rota, al tiempo que le decía:
'Esto es por lo que le hiciste a Patricia'. ¿Qué le hizo García Márquez a
Patricia Llosa, la esposa de Mario? ¿Por qué Vargas Llosa le asestó un
puñetazo a García Márquez? ¿Qué circunstancias íntimas corrompieron
aquella amistad que parecía inquebrantable? ¿Por qué no volvieron a
reunirse ni hablarse durante décadas? ¿Por qué se volvieron enemigos
irreconciliables, incapaces de perdonarse, a pesar de los esfuerzos de
su agente literaria Carmen Balcells? Los genios, la novela más ambiciosa
y fascinante de Jaime Bayly, recrea con formidables bríos narrativos
los años gloriosos en que García Márquez y Vargas Llosa fueron grandes
amigos y explora, desde las licencias de la ficción, los secretos, las
felonías, las delaciones y las iras volcánicas que dinamitaron
estruendosamente esa amistad que parecía irrompible.
JAIME BAYLY
Jaime Bayly Letts (Lima, 19 de febrero de 1965) es un escritor, presentador de televisión y periodista peruano naturalizado estadounidense, radicado en Miami. Su trayectoria televisiva comenzó en 1983, como entrevistador de
celebridades y políticos. Se le reconoció por un característico estilo
irreverente e incisivo influenciado por el de Truman Capote. Ganó fama rápidamente por su corta edad y su posición conservadora en temas de la política peruana. Bayly ha resultado ganador en tres ocasiones del premio Emmy,
por su labor en diferentes televisoras estadounidenses. Se dio a
conocer como escritor en 1994; ha publicado una serie de novelas de
estilo hedonista
y casi documental (con los que la crítica tiene una relación
contradictoria). Dos de ellas han servido como base para películas
internacionales.
MÁS INFORMACIÓN
Autor(es): Jaime Bayly
Editorial: Revuelta Editores
Páginas: 240
Tamaño: 14 x 21 cm.
Año: 2023