En algunas ocasiones la potencia de un personaje es capaz de difuminar a su autor. Maurice Leblanc murió en Perpigñán el 6 de noviembre de 1941, víctima de una neumonía, y, según algunos, preso de una insondable tristeza por haber abandonado en los albores de la Segunda Guerra Mundial su mansión. El Clos Lupin, sito en Ètretat, donde su héroe, resucitado estos últimos tiempos por la superproducción de Netflix, se apoderó del secreto de los reyes de Francia, poseedores de una inmensa fortuna en la aguja hueca de esta localidad normanda, un impresionante obelisco calcáreo.
La visita al refugio del creador del caballero ladrón es apacible como cualquier actividad en este pueblo costero, agitado los meses de verano al aunar la belleza de sus parajes con un turismo demencial de selfi y marisco caducado. El Clos Lupin es un remanso de paz apartado, con su jardín y el goce de imaginar al escritor tranquilo en su cometido en esa casa de pan de madera, tan distinta al 221B de Baker Street, uno de esos domicilios mágicos del mundo al corresponder a un personaje de ficción: Sherlock Holmes.
El detective británico y su contrapunto francés son productos de una era acelerada a causa de un incipiente predominio tecnológico y la natural creencia en el progreso humano a través de la ciencia. No en vano, Holmes, como esgrime Michael Sims en 'Arthur y Sherlock' (Alpha Decay), se inspira en Joseph Bell, galeno y profesor de la Universidad de Edimburgo. Arthur Conan Doyle estudió medicina en dicha institución imbuyéndose de los métodos de su mentor, fiel defensor de la observación racional del paciente, cualquier minucia podía desvelar hábitos, e incluso de la experimentación directa con sustancias tóxicas, de ahí la pasión cocainómana del investigador londinense.
En el caso de Arsène Lupin, su origen, más allá de su similitud nominal con un diputado del Partido Radical o la inspiración directa en la vida de un atribulado anarquista, puede cifrarse en el Segundo Imperio Francés, con la eclosión de la prensa. Sus mecanismos para atraer lectores desde el anzuelo de la novedad y la introducción en las narrativas folletinescas de los avances del periodo, incomprensibles para muchos y por ello más fascinantes si cabe al ahondar en el misterio y dirigirlo desde premisas fantásticas, con Jules Verne a las puertas y en otra dimensión dentro de estos mecanismos por tierra, mar y aire.
El tránsito entre un universo preindustrial y otro metido de lleno en los engranajes de la Modernidad puede expresarse en el salto de 'Los misterios de París' de Eugène Sue a 'Las aventuras de Rocambole', anticipador de tantos héroes futuros entre lo enrevesado de las tramas, cierto dandismo del protagonista urdido por Pierre Alexis Ponson du Terrail y un regusto al pasado pese a toda la velocidad contenida en sus andanzas. Como si la mezcla de la lentitud pretérita y la rapidez contemporánea asegurara el mantenimiento de unos claroscuros, inherentes al contexto histórico y esenciales para formular este tipo de intrigas.
El detective, los objetos y el doble
Los matices, no nos cansamos de repetirlo, son importantes. El surgimiento de la figura literaria del detective de la mano del Auguste Dupin de E.A. Poe en 1842 no es en absoluto casual, entroncándose con el nacimiento de un universo donde el anonimato ha mutado, integrándose en una multitud visible en las grandes ciudades. Este enjambre humano, estas vidas de imprescindible estadística en el censo municipal muestran cómo el siglo XIX posnapoleónico alteró las premisas a través de movientes sobre todo económicos, bien rentabilizados por la triunfal burguesía.
Dupin y la rue Morgue abren una senda aprovechada 'a posteriori' por sus sucesores. La elección de París como centro para inaugurar lo detectivesco se apoya tanto en el embrujo de la Ciudad de la Luz como en su identificación con la hegemonía burguesa, santo y seña del progreso decimonónico. Durante la monarquía de Luis Felipe este grupo social, alentado por el 'enrichissez-vous' de François Guizot, se quitó la máscara y exhibió una opulencia remarcada en los objetos, y sin ellos Sherlock Holmes o Arsène Lupin apenas tendrían razón de ser.
Al diseccionarlos, Walter Benjamin comentaba la sofisticación de las fundas y envoltorios de los mismos, objetos de objetos, como si así su valor se protegiera en grado superlativo. E.A. Poe, en su célebre 'Otra carta robada', se burlaba de su trascendencia y acumulación en los hogares de ringorrango, aunque si lo analizáramos desde una perspectiva presente esa búsqueda de una epístola guarda muchas afinidades con nuestros despliegues para dar con el mando a distancia o esas gafas bien asentadas donde les corresponde.
Los objetos pueden manejarnos a su antojo, además de ser cruciales para la resolución de muchos delitos. La mayoría de ellos, perpetrados en el silencio de los hogares acomodados, donde de repente lo inanimado esconde muertes, robos y truculencias.
En Holmes conectan con aquello invisible y prohibido para preservar la doble moral victoriana. Lewis Carroll y su 'Alicia en el País de las Maravillas' desmienten la carga corrosiva del relato convirtiéndolo en un sueño. Robert Louis Stevenson, amigo de Conan Doyle, advierte del lado oscuro con el 'Doctor Jekyll y Mister Hyde', mientras el detective de detectives reniega de una comprensión clásica de lo cotidiano al ser muy consciente de cómo el diablo está en los detalles: lo normal tiende a ser anormal, y para corroborarlo se impone mirar, diseccionar y romper las barreras del orden, porque no existen crímenes perfectos, sino investigaciones fallidas.
En Lupin tienen otra vinculación, mucho más jocosa. La derrota de 1870-71 contra Prusia sumió a Francia en un letargo de desconfianza, ni siquiera disimulado por la ostentación de las clases dominantes, resguardadas del pánico a tanto cambio en los balcones de sus viviendas construidas en el París haussmaniano, todas ellas idénticas en su fachada, pero con interiores vanidosos acordes a la personalidad de sus propietarios, muchos de ellos enfrascados en asuntos de turbio cariz, bien fuera por chanchullos de los ancestros, bien por corrupciones republicanas. El primer caballero ladrón, cuyas peripecias han recuperado para el lector español editoriales como Roca o Duomo, tiene un carácter más libertino y libertario, como si enlazara con los terroristas finiseculares, como si a su vertiente de Robin Hood se añadiera la de justiciero contra aquellos ricos tan cínicos como para querer añadir más ceros a sus ya de por sí opíparas cuentas corrientes. Tras la Primera Guerra Mundial, en consonancia con la evolución de su padre, se enamoró de la bandera tricolor porque todos, hasta Lupin, podemos equivocarnos en algún instante de nuestra existencia.
La frustración y el duelo
Conan Doyle y Leblanc lamentaron los motivos de su coronación como emblemas de la cultura popular literaria a caballo entre dos centurias porque, en realidad, anhelaban con toda su alma un reconocimiento elitista, y de nada servía el dinero en el banco o las condecoraciones oficiales. El galo, conocido de Flaubert y Maupassant en su adolescencia, desarrolló una carrera más bien discreta antes de Lupin, catapulta para elevarla a sugerencia de Pierre Laffite, quien en 1905 le encargó una historia al estilo de las de Sherlock Holmes para la revista mensual 'Je sais tout'. 'La detención de Arsène Lupin' tuvo una clamorosa aceptación entre el público, destacándose el nuevo ídolo por sus rocambolescas habilidades, asunción de infinitas identidades y su pugna con un rival bastante torpe al admirar a su oponente: el inspector Ganimard de la policía francesa, brillante al detener al hombre del monóculo e inútil ante tanta resignación frente al talento ajeno.
La gloria de Lupin desbordó a Leblanc. En 1908 le nombraron Caballero de la Legión de Honor. Ese mismo año publicó el volumen 'Arsène Lupin contra Herlock Sholmès'. Sí, así quedó el nombre para la posteridad, sin ir más lejos ahora lo empleó un videojuego para saltarse el preceptivo copyright, porque en 1906 el francés escribió 'Sherlock Holmes llega demasiado tarde'. A Conan Doyle no le gustó la introducción de su criatura en otros textos y la solución ideada fue alterar el orden de los fonemas, pues al fin y al cabo todos conocían la referencia al tipo de la pipa con espectaculares dones deductivos.
La lucha entre los dos más bien se asemeja a un contraste de pareceres entre naciones y autores. Pecaríamos de profundos si viéramos en la misma una consecuencia de las difíciles relaciones franco-británicas antes de la Primera Guerra Mundial, con el incidente de Fachoda de 1897 como ejemplo supremo, e iríamos menos desencaminados si juzgáramos la pelea como una estrategia comercial de Leblanc para aumentar su ya nutrido grupo de lectores y cabrear en grado sumo a Conan Doyle, enfurecido por la parodia esperpéntica tejida por su némesis.
Las apariciones de Sholmès y Wilson en el ciclo Lupin son un truco y un reírse a la cara del maestro al tomarse demasiado en serio la partida. La pareja británica, adaptación moderna de Quijote y Sancho, viaja a Francia contratada por nobles y burgueses, enemigos declarados de Arsène Lupin, arquetipo del mal para las mentes pudientes. Aquí el dúo extranjero no tiene ninguna preocupación social, se apuntan al bombardeo desde el reto por el reto. Leblanc ejerce de titiritero y escoge a esas marionetas en su repertorio para vender más ejemplares y divertirse en la labor de moldearlas, sin cultivar un apego por eternizar el enredo.
Sholmès, inteligente, aunque demasiado obtuso, y Wilson, casi un mayordomo sin participación, dejarán una herencia para el destino de su adversario. En 'La aguja hueca', asimismo perteneciente a estas correrías iniciales de Lupin, el inglés asesinará de modo fortuito a Raymonde, la amante del camaleón con indescriptibles trucos en su chistera. Será el tiro de gracia de su relación, recuperada en 1910 por el séptimo arte y quién sabe si a retomar en breve con un 'crossover' seriéfilo que junte, la inmediatez poco suele inventar, a Omar Sy y Benedict Cumberbatch para deleite de millones de espectadores.
Fuente: https://www.elconfidencial.com
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