Durante siglos lo que hoy conocemos como Italia estuvo compuesta por un
número variable de principados en cuyo centro se encontraban los Estados
Pontificios gobernados personalmente por el Papa. Los habitantes de
aquellos principados hablaban dialectos emparentados entre sí y eran
culturalmente afines, pero pocos se planteaban unificar políticamente la
península ya que había muchos intereses, tanto internos como externos,
que lo hacían imposible. Tras las guerras napoleónicas el sentimiento
nacional italiano empezó a ganar partidarios. Se fueron conformando por
toda la península sociedades patrióticas, los llamados carbonarios, que
se identificaban con las nuevas ideas revolucionarias y liberales y que,
como en Alemania, aspiraban a formar un gran reino de Italia
independiente de las grandes potencias europeas.
Ese fue el origen del llamado “Risorgimento” o resurgencia, un
movimiento político y cultural que sacudió Italia durante buena parte
del siglo XIX. No fue un proceso ni rápido ni sencillo. Dejando a un
lado el hecho de que una parte de la península se encontraba entonces
bajo soberanía austríaca, el Papa tampoco quería que se realizasen
cambios fronterizos ya que eso supondría el final de su Estado. A partir
de 1848 el movimiento fue fortaleciéndose gracias a los aires de cambio
que llegaban desde otras partes de Europa. Las revueltas populares en
Francia y Alemania encendieron el sentimiento nacionalista de los
italianos, primero de los del norte, que se rebelaron contra el dominio
austriaco, y luego de los del sur, que vivían en el reino de las dos
Sicilias, heredero del antiguo reino de Nápoles que permanecía en manos
de una rama de la dinastía borbónica llevada desde España en el siglo
XVIII.
Los que abogaban por la unificación tenían por delante dos obstáculos
aparentemente insalvables. El primero era el statu quo de los
principados ya existentes. Ninguno de los monarcas italianos quería
dejar de serlo. El segundo eran los propios italianos que, aunque sabían
que Italia era una realidad histórica y cultural, no veían la necesidad
de que se transformase en un Estado independiente. La convulsión
napoleónica mostró a muchos que era posible no sólo unificar el país,
sino también hacer una revolución exitosa que trajese aparejada un
régimen liberal y una constitución como las que se habían promulgado en
Francia o España.
Quedaron así entrelazadas dos causas, la de la unidad nacional y la de
la revolución liberal, que empujaban en la misma dirección. Tras algunos
intentos fallidos, la revolución de 1848 hizo que ambas coincidiesen
levantando a media Italia en armas contra Austria, contra los príncipes
locales y hasta contra el Papa Pio IX, que se vio obligado a huir de
Roma para refugiarse en Nápoles. Fue en ese momento cuando Carlos
Alberto de Saboya, rey de Cerdeña, decidió que había llegado el momento
de unificar Italia desde el Piamonte. La suerte al principio no le
acompañó ya que el imperio austriaco era poderoso, pero la semilla
estaba plantada. De aquella revolución saldría unos años más tarde el
Reino de Italia proclamado por su hijo Víctor Manuel II.
En La ContraHistoria de hoy vamos a conocer más de cerca cómo Italia
pasó de ser un mosaico de reinos, repúblicas y principados, muchos de
ellos controlados por potencias extranjeras, a adquirir conciencia
nacional y lanzarse decididamente a por la unificación y la
independencia.
Fuente: La ContraHistoria
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