DOMINGO XXX del Tiempo Ordinario
El gran mandamiento
34 Entonces los fariseos, oyendo que había hecho callar a los saduceos, se juntaron a una.
35 Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó por tentarle, diciendo:
36 Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?
37 Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.
38 Este es el primero y grande mandamiento.
39 Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
40 De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.
Los diversos grupos de prestigio y de poder en la sociedad judía, se han hecho enemigos de Jesús; les incomoda que un pobre hombre de la plebe tenga tanto ascendiente sobre el pueblo; les incomoda que las multitudes se asombren de su sabiduría y de sus palabras. Les incomoda que ponga al descubierto su falta de sinceridad y su vanidad; les fastidia que les hable de forma tan directa, porque no les gusta la verdad.
Por eso varias veces le buscaron para hacerle preguntas capciosas para desautorizarlo. Y en esta ocasión le van a hacer una pregunta especialmente difícil: de todos los mandamientos (innumerables) del buen judío ¿cuál es el más importante? Y Jesús, en respuesta, les recuerda lo que ya sabían: El primer mandamiento es “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y el segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo, como a ti mismo”. De hecho los fariseos ya lo sabían, la pregunta era ociosa; pero querían ver hasta qué punto ese Maestro había penetrado la esencia de lo que Dios mandó a su pueblo.
Así que éste es el principal mandamiento. Y a nosotros también Jesús, con este motivo nos recuerda lo principal del ser cristiano: Amar a Dios sobre todas las cosas y amar totalmente al prójimo.
En esto consiste la esencia de la Religión, la esencia del ser cristiano. Pero examinando lo que este mandamiento dice, nos podemos preguntar: ¿es verdad que se puede amar a Dios? O cuando se habla de amor a Dios ¿no nos estaremos refiriendo a una relación imprecisa, indefinida, que sólo llamamos amor por costumbre, dando en este caso un significado diferente a esta palabra “amor”?
Cuando hablamos del amor humano, entre seres humanos, sabemos a qué nos referimos. Y todos entendemos que este amor es algo real, preciso. Cuando se habla del amor que una madre o un padre sienten por su hijo, sabemos de qué hablamos. Hablamos del amor entre amigos, como una realidad que enriquece la vida de las personas. Hablamos del amor entre hombre y mujer, como una exultación, algo verdadero, palpable y específico. ¿Se parece a esto lo que debemos tener para con Dios? ¿El corazón, y su lenguaje de afectos, de sueños y de atracción, se emociona por Dios?
En la Biblia Dios mismo nos responde a esa pregunta, sobre si el amor a Dios es de verdad amor. El nos habla de su ternura para con nosotros, de cómo nos cuida. Se compara a una madre que no puede olvidar el fruto de sus entrañas. Es un Padre que todas las tardes sale para ver si llega el hijo que se fue. Es un esposo que busca a su amada en los campos, entre las flores. Es un amigo fiel, que defiende a sus amigos. Y en la plenitud de los tiempos, es Alguien que tanto desborda de amor por nosotros, que nos da lo mejor que tiene: su Hijo, el único que tiene.
Esto por lo que hace al amor de Dios a nosotros, pero ¿y el amor de nosotros con El? El amor de una persona a Dios se puede convertir en manantial de gozo ¿es verdad? ¿Se le pueda amar tanto que este afecto nos llene hasta incluso los latidos: de modo que digamos que ese amor nos hace volar por encima de todas las cosas? Es absolutamente verdad. Se puede tener una plenitud incomparable, experimentando que el corazón se nos escapa hacia Dios, y que El es el descanso donde me siento tranquilo y sosegado. Y esto no es una idea que se piensa, sino algo que se experimenta, y que hace florecer la vida. Y esta verdadera experiencia no es una creación subjetiva de la imaginación, sino lo más real de lo real.
Se puede experimentar la certeza de su presencia. Hay formas de saber muy diferentes; diversas formas de certeza: los objetos y los métodos del conocimiento varían mucho; y también varían mucho los efectos que estos distintos saberes producen en nosotros. Pero el saber que más alegría nos da es el conocimiento cierto de que Aquel a quien amamos está junto a nosotros (el amor busca la presencia). A veces se llega a esta gran alegría por una certeza descubierta de repente: Dios me envuelve, como una atmósfera en la que vivo abrigado y protegido; Dios es presente porque me invade, y se expande dentro de mí, como la sangre que me recorre de pies a cabeza.
Amar a Dios es posible para todo ser humano, y especialmente para un cristiano. Y no solo es una posibilidad, sino que es la meta a la que deberíamos tender todos los que tenemos el don incomparable de la fe en Dios. Y cuando este amor es concedido por Dios, El hace que rebalse hacia fuera, que en el prójimo le manifestemos la verdad de nuestro amor.
Adolfo Franco, SJ