A mediados de los años veinte, los periódicos estadounidenses decidieron crear un movimiento literario. Lo eligieron muy bien, rescataron a dos expatriados como Ezra Pound y Gertrude Stein, y escogieron una serie de escritores, hoy día muchos de ellos sin pena ni gloria, entre los que destacaba el autor de “Fiesta” (“The Sun Also Rises”, título original en inglés, aunque en Inglaterra apareció con el mismo título con el que luego se publicó en español). Había sido un plan muy cuidadoso, dentro del que cabían muchos oscuros profesionales que vivían a tres dobles y un repique, alimentados por sus parientes estadounidenses, que les enviaban dinero. Lo que no habían postulado era el extraordinario éxito que tendría Hemingway, al que la prensa ensalzó, y el público respondió adquiriendo miles de ejemplares de “Fiesta”, su primera novela, que he tenido el placer de releer después de mucho tiempo. En ella, Hemingway reflejó la bohemia, entendida según las pautas de los fomentadores de este estilo de vida, como no se había hecho antes. Con su venta extraordinaria entre lectores de distintos estratos, la obra, publicada por Scribner’s en Estados Unidos, fue a formar parte de las bibliotecas particulares de muchos estadounidenses.
Hemingway había presentado sus servicios al frente italiano durante la Primera Guerra Mundial, donde fue malherido y tuvo que pasar varios meses en un hospital de la Cruz Roja. Tras regresar por un tiempo a Estados Unidos, se instaló luego en París como corresponsal y visitó España varias veces. París y los viajes a Pamplona le suministraron los materiales con los que fabuló su novela.
Hemingway salió del éxito literario alcanzado en poco tiempo convertido en un millonario que pudo dar cuenta, sin riesgos, de su pasión por la aventura, como la caza mayor africana. También se enamoró de los cayos del sur de la Florida, donde pasó largas temporadas, y vivió un tiempo en Cuba (su casa de Key West, poblada con los descendientes de los gatos que tuvo en Cuba, es una atracción turística). También recorrió otros lugares ideales para pescar, que con el tiempo se volvieron legendarios gracias a él. Olvidándose de la mujer de la que estaba enamorado, emprendió, por ejemplo, una excursión a Cabo Blanco, en la costa norte del Perú, probablemente una de las primeras expediciones al lugar de norteamericanos miserables, y, entre ellos, un escritor de genio. El lugar era conocido por sus peces de enorme tamaño, al punto que allí se filmaron algunas escenas de la película basada en “El viejo y el mar”.
Poderosa, intensa, visualmente magnífica, “Fiesta” es una novela que convierte a su autor en un verdadero genio, como lo calificaron muchos críticos (el “New York Herald Tribune” llegó a decir que el libro contenía los mejores diálogos de la literatura en inglés).
Desde esta primera novela ya salta a la vista el célebre estilo de Hemingway. Qué importa que otros escritores llamaran la atención por sus audacias experimentales. Hemingway estaba al alcance de cualquiera con su estilo castigado y minimalista, desprovisto de florituras y sentimentalismos, que él mismo comparó con el “iceberg” porque escondía casi tanto como lo que se veía en la superficie.
Parte de la historia transcurre en España, donde Jake, el protagonista, y un grupo de expatriados afincados en París deciden pasar un tiempo para asistir a las fiestas de San Fermín, y hay que decir que esa no era todavía la España de hoy, sino un mundo rural, provinciano y pobre. Las magníficas carreteras de la actualidad no existían y la excursión que hacen los personajes no es nada envidiable. Parecen mentira las condiciones de precariedad en las que este grupo de excursionistas pasan días y noches en su viaje a Pamplona, en el que Jake debe renunciar a su amor y en el que todos los hombres del grupo, además de un torero, se disputan las atenciones de Brett, la inglesa que encarna la liberación de los “locos” años 20.
Como se sabe, el autor tuvo predilección por los toros. Pamplona, donde ocurre la segunda parte de la novela, es presentada como un mundo de pasiones en el que los excursionistas, que encarnan la “generación perdida” y han atravesado los difíciles caminos de esa España miserable en busca de estas fiestas, vuelcan sus demonios. Jake, como había ocurrido en la vida real con el propio Hemingway, pretende contagiar su pasión por los toros a los expatriados norteamericanos e ingleses. Y lo logra, pues la fiesta de los toros vuelve locos a los gringos, que, en medio del alboroto y el desorden que reinaban en la plaza y las calles de Pamplona, dan rienda suelta a todos los excesos, mientras las relaciones entre unos y otros se componen y descomponen violentamente.
La novela delata un conocimiento muy cuidadoso del autor. Jake conoce todos los secretos de la lidia y va instruyendo a sus amigos, entre copas de whisky, sobre el arte de citar a los toros bravos y eludirlos. Un caos reinaba en las calles y son los norteamericanos los que, a pesar de sus desenfrenos alcohólicos, dan cierto sentido a ese mundo disperso mientras gozan íntimamente con esas maromas taurinas y las banderillas de los toros.
Algunos de los personajes son fascinantes. Entre ellos, la misteriosa aristócrata Brett Ashley, cuya irresistible belleza deja abandonado a Jake por el camino, aunque al final de la novela ella lo llamará, en un momento de soledad, porque necesita su presencia y ambos harán conjeturas sobre la relación que habría podido ser y no fue. Jake, a quien la guerra había dejado impotente, no es, a pesar de ser abandonado por Brett, un fracasado. A diferencia de otros personajes, vive de su trabajo y su relación con el mundo de los toros, fiesta de la que sabe más que nadie en el grupo, lo reivindica. Porque “Fiesta” es una novela que retrata a la “generación perdida” (término atribuido a Gertrude Stein) con su desorientación y decadencia, pero también su capacidad de supervivencia, como ninguna otra.
No sé si Hemingway disfrutó en sus correrías tanto como se cree. Pero la verdad es que desde entonces fue el más popular de los escritores norteamericanos y se fue gestando el mito que vive todavía. Los toros no fueron las únicas fieras que adoró. Tiempo después, Hemingway proclamaría que el África era la tierra de las fieras que él quería cargarse a balazos, y por qué no adorar a aquellos leones y cebras que iba encontrando en el camino.
Hasta poco antes de su muerte, pasó tiempo en Cuba, donde había ido sin conocer para nada las feroces realizaciones de Batista y las heroicas resistencias de Fidel Castro (que luego acabó expropiando su finca). Terminó pegándose un tiro, cuando ya estaba muy enfermo tras una vida de excesos y accidentes, con el fusil que lo acompañaba siempre. El delirio que lo ofuscó se lo llevó como una alegoría de los toros y, seguramente, es el mundo taurino el que inspiró sus mejores frases. Ese pistoletazo final fue la culminación de tantos desvaríos por los que pagó un alto precio.
España no era España todavía cuando él regaló a los norteamericanos esa imagen fáustica de la corrida y, aunque nadie los haya contado, son millares los estadounidenses a los que su prédica de los toros convirtió a la pasión por la lidia y acercó a la península ibérica. He ahí un escritor que marcó de manera indeleble a su generación y al que los críticos, aburridos, le inventaron un personaje caricatural y fantástico, con el nombre de París Hemingway.
Lima, 15 de noviembre del 2023.
Fuente: © Mario Vargas Llosa, 2023. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones El País, SL, 2023.
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