lunes, 16 de septiembre de 2019

P. Adolfo Franco, SJ: Comentario para el domingo 15 de Setiembre

DOMINGO XXIV del Tiempo Ordinario

Parábola del pastor que encuentra a su oveja

1 Todos los que cobraban impuestos para Roma, y otras gentes de mala fama, se acercaban a escuchar a Jesús. Y los fariseos y maestros de la ley le criticaban diciendo:

– Este recibe a los pecadoresb y come con ellos 

Entonces Jesús les contó esta parábola: “¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra la pone contento sobre sus hombros, y al llegar a casa junta a sus amigos y vecinos y les dice: ‘¡Felicitadme, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido!’ Os digo que hay también más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. 

Parábola de la mujer que encuentra su moneda 

“O bien, ¿qué mujer que tiene diez monedas y pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘¡Felicitadme, porque ya he encontrado la moneda que había perdido!’ 10 Os digo que así también hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se convierte." 

Parábola del padre que recobra a su hijo 

11 Contó Jesús esta otra parábola: “Un hombre tenía dos hijos. 12 El más joven le dijo: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.’ Y el padre repartió los bienes entre ellos. 13 Pocos días después, el hijo menor vendió su parte y se marchó lejos, a otro país, donde todo lo derrochó viviendo de manera desenfrenada. 14 Cuando ya no le quedaba nada, vino sobre aquella tierra una época de hambre terrible y él comenzó a pasar necesidad. 15 Fue a pedirle trabajo a uno del lugar, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. 16 Y él deseaba llenar el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. 17 Al fin se puso a pensar: ‘¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras que aquí yo me muero de hambre! 18 Volveré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, 19 y ya no merezco llamarme tu hijo: trátame como a uno de tus trabajadores.’ 20 Así que se puso en camino y regresó a casa de su padre.

“Todavía estaba lejos, cuando su padre le vio; y sintiendo compasión de él corrió a su encuentro y le recibió con abrazos y besos. 21 El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo.’ 22 Pero el padre ordenó a sus criados: ‘Sacad en seguida las mejores ropas y vestidlo; ponedle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. 23 Traed el becerro cebado y matadlo. ¡Vamos a comer y a hacer fiesta, 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y le hemos encontrado!’ Y comenzaron, pues, a hacer fiesta. 

25 “Entre tanto, el hijo mayor se hallaba en el campo. Al regresar, llegando ya cerca de la casa, oyó la música y el baile. 26 Llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba, 27 y el criado le contestó: ‘Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha mandado matar el becerro cebado, porque ha venido sano y salvo.’ 28 Tanto irritó esto al hermano mayor, que no quería entrar; así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciese. 29 Él respondió a su padre: ‘Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. 30 En cambio, llega ahora este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro cebado.’ 

31 “El padre le contestó: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. 32 Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado.’ ”
 
El Evangelista San Lucas agrupa en estos versículos tres parábolas sobre la misericordia. Quiere dejar bien establecido que Jesús ha venido a salvar, que su deseo es tener una fiesta por la salvación de sus hijos. Sobre todo quiere poner al descubierto el corazón tierno y amoroso de Dios. Estas tres parábolas tienen detalles hermosos, que pretenden subrayar la voluntad de misericordia, el deseo incontenible que tiene Dios de salvarnos. El pastor carga sobre sus hombros la oveja perdida, no la empuja golpeándola con la punta de su cayado. La mujer que enciende la lámpara, y que se afana incansablemente en buscar la moneda perdida, y que explota de alegría cuando termina su búsqueda. ¿Será verdad, Dios mío, que explotas de alegría cuando nos encuentras? ¿Será verdad que encendiste todas las luces para buscarnos? ¿Mi Dios, tú nos cargas sobre tus hombros? Señor, hazme entender que por mí haces fiesta.

Pero la que más se ha destacado siempre de las tres parábolas es la del hijo pródigo, y con razón, por la transparencia del amor, por la fuerza del dramatismo, y por la emoción dolida que surge en un padre que ve alejarse al hijo, y de un hijo que llega al extremo del fracaso. Y sobre todo destaca por el amor incondicional del Padre cuando vuelve a abrazar al hijo que se fue.

Lo primero que el Señor quiere inculcarnos es que alejarse de la casa del padre es caminar al fracaso. Una afirmación contundente, pero que es esencial: alejarse de Dios es arruinar la vida. La dignidad del hombre, sólo se salvaguarda en la casa del Padre. La felicidad que se pretende obtener lejos de Dios, termina siendo amargura y fracaso. El ser humano se realiza al calor de Dios, y se destruye cuando camina lejos de Dios. Con frecuencia se tiene (inconscientemente) la idea de que Dios hace la vida aburrida, y que para buscar la felicidad hay que liberarse de cada uno de los diez mandamientos. Se piensa que la felicidad se puede obtener cuando se borran de nuestro pensamiento las ideas religiosas. Se piensa que las orientaciones y las prácticas religiosas hacen la vida reprimida. Y que en la aventura del placer, en que uno rompe todos los esquemas de los “niños buenos”, es donde se encuentra la chispa de la vida, lo emocionante.

Y por eso la parábola nos presenta al hijo, cuando ya ha gastado todo; despierta de su sueño de felicidad equivocada; y se ve rodeado de animales inmundos, sucio, con hambre y sin dignidad. Pelea por quitarle su comida a los animales. Ese es el despertar del que ha equivocado el camino.

La segunda gran enseñanza que nos la da la parábola, es que Dios es Padre. Esto lo hemos dicho tantas veces todos, que parecen tópicos vacíos de significación; palabras que no se sienten y que se repiten por rutina. Decimos que Dios es nuestro Padre, y no nos llenamos de emoción. ¿Es verdad que Dios nos trae a la vida, y se llena de ternura con nosotros, y nos echa de menos cuando nos alejamos? ¿Es verdad que suspira por encontrarnos, que todos los días sale al camino para ver si en el horizonte al fin me ve a mí acercarme a su casa? ¿Es verdad que me llena de besos, que me pone su anillo, que me viste, y que prepara para mí un banquete? ¿Será verdad? ¿Será verdad que le gusta que le diga el Padre Nuestro? ¿Será verdad que mira a ver si este domingo he ido a verlo, a estar con El a solas, al menos un rato? ¿Es vedad que me amas así, Dios querido?

Otra enseñanza es que Dios vive impreso en nuestro corazón, su huella es imborrable (una chispa de su vida nos hizo vivir) y que no descansamos hasta que nos volvamos a El de todo corazón. San Agustín decía: “nos hiciste, Señor, para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en Ti”. Esto es lo que siente el hijo pródigo: una irresistible añoranza de Dios, de su Padre. Cuando ha pasado el torbellino de las aventuras que lo han tenido aturdido, cuando se ha disipado la niebla del placer, se siente sólo, tristemente sólo, necesitando el abrazo de su padre, su voz tranquilizadora. Cuando se sienta a pensar, en esa pocilga que es la descripción de su propia suciedad, siente una honda necesidad de llamar por su nombre a su Padre. Y este fuego interior lo va preparando para verse de nuevo con su Padre ¿cómo imaginaría este muchacho que sería ese encuentro? ¿Cómo soñaría con su padre, la última noche en la pocilga?

Dice San Agustín, ese hijo pródigo, salvado por las lágrimas de su madre: “Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo”.

Adolfo Franco, SJ