A grandes rasgos, las adaptaciones de la novela de Mary Shelley se dividen en dos grupos: las que presentan a la criatura como un monstruo bruto, agresivo y elemental, y aquellas (las menos) que lo presentan con rasgos de humanidad alterados. Acorde con el habitual estilo de Guillermo del Toro, no sorprende que su adaptación pertenezca más al segundo grupo, que en definitiva responde a las verdaderas intenciones de Mary Shelley. En este sentido, Del Toro toma un camino interesante al seguir los trazos esenciales de la novela para desviarse luego por cuestiones formales y estéticas que se corresponden con el cine contemporáneo.
Los minutos iniciales del film tienen un lejano eco de la excelente primera temporada de la serie The Terror. Estamos en 1857 y un barco danés se halla encallado en el hielo ártico, durante una expedición al Polo Norte. Su capitán (Lars Mikkelsen) hace esfuerzos denodados para mantener en orden a la tripulación, cuando descubre un fuego en la lejanía y el cuerpo de un hombre con una pierna amputada. Los suboficiales del capitán Andersen trasladan al hombre al barco. Casi inconsciente, el hombre, el barón Víctor Frankenstein (Oscar Isaac), comienza a contar su historia cuando otra figura aparece en el horizonte. Es esta una figura completamente distinta, un monstruo gigante que arremete contra la tripulación del barco.
La siguiente parte del film incluye los elementos clásicos de la novela: la clase magistral donde el barón expone, ante un público escéptico, la posibilidad de crear vida, con su consecuente expulsión de la academia; la aparición de un mecenas (Herr Harlander, interpretado por un desaprovechado Christoph Waltz); el noviazgo de su hermano William (Felix Kammerer) con la bella y enigmática Elizabeth (Mia Goth), que despierta los celos en Víctor y una consecuente serie de vicios megalomaníacos que culminan en la creación de la criatura. Más que el habitual retrato de “científico loco”, del Toro muestra a Frankenstein como una persona mezquina, carente de alma: algo que le corresponderá a su criatura. En este sentido, en lugar del prototipo amo y sirviente del que suelen servirse todas las adaptaciones, el film de del Toro explora (o, mejor dicho, acentúa) la polarización de los personajes, revirtiendo la humanidad al monstruo y la monstruosidad al hombre.
En plena narración de los hechos (todo, por supuesto, presentado como una especie de extenso flashback), el monstruo inmortal emerge de las profundidades e irrumpe en la cámara del barco, interrumpiendo el relato de su creador. Esta es la jugada maestra de del Toro en un clásico de clásicos: un enroque narrativo. Porque la criatura pide la palabra para contar su propia versión. Del Toro presenta aquí una narración más próxima a la obra de Shelley. Ya no se trata del monstruo que berrea una o dos palabras, sino de un ser con sentimientos, alguien que, esencialmente, por desconocer cómo fue creado, rastrea sus orígenes, y por eso busca al barón Frankenstein, un semidios “abandónico”.
Aparte de contar con un cuidadoso tratamiento estético, con un uso medido de las imágenes digitales, lo interesante de Frankenstein es cómo Guillermo del Toro logra moldear un clásico canónico imponiéndole un tratamiento arriesgado, con tiempos y formas que pueden sorprender al espectador. El fan ortodoxo quizá pueda sentirse traicionado, pero el realizador mexicano pudo exhibir una vez más su impronta en un espectáculo que no decepciona.
Fuente: https://www.clarin.com
Por: Jorge Luis Fernández
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