MÁS INFORMACIÓN
Descubre el análisis más exhaustivo sobre el perfil psicológico del agresor sexual. En este libro, Midwar Olarte Sotomayor te guía a través de una exploración profunda y multifacética de la sexualidad humana, desde sus raíces históricas hasta las complejidades de las psicopatologías sexuales. La obra desglosa conceptos fundamentales como sexualidad, sexo y género, examinando su evolución y su impacto en la sociedad. Además, el autor profundiza en las etapas del desarrollo humano (niñez, adolescencia, juventud y adultez), revelando las características psicológicas de agresores sexuales conocidos y desconocidos. Incluye, además, un estudio fascinante sobre la sexualidad en el contexto andino. Imprescindible para profesionales de la salud mental, criminólogos, investigadores y todo aquel que busque una comprensión integral de esta compleja realidad.
CONTENIDO
MIDWAR OLARTE
Es psicólogo, perito forense, investigador y Doctor en Ciencias de la Salud por la Universidad Andina del Cusco. Con formación en Psicología Forense y Credibilidad de Testimonio por la Universidad Diego Portales de Chile, ha centrado su trayectoria en el análisis científico del delito, los trastornos de la personalidad y la valoración forense del testimonio. Es autor de obras como La afectación psicológica como componente del delito, Trastorno límite de la personalidad y su vinculación con los delitos contra la libertad sexual y otros delitos, y Veracidad de testimonio de la víctima, del imputado y del testigo: detrás de la cámara de Arnold Gesell. Actualmente se desempeña como Consultor Sénior en Criminalística.
MÁS INFORMACIÓN
Autor(es): Midwar Olarte
Editorial: Cemar
Páginas: 496
Tamaño: 17 x 24 cm.
Puede parecer duro decirlo, pero existe una flagrante disonancia en la acusación de que Israel está cometiendo un genocidio en Gaza. Concretamente: si las intenciones y acciones del gobierno israelí son realmente genocidas —si es tan malévolo que está comprometido con la aniquilación de los gazatíes—, ¿por qué no ha sido más metódico y mucho más mortífero? ¿Por qué no, digamos, cientos de miles de muertes, frente a las casi 60.000 que el ministerio de Salud de Gaza (dirigido por Hamás), que no distingue entre muertes de combatientes y civiles, ha citado hasta ahora en casi dos años de guerra?
No es que Israel carezca de capacidad para sembrar una destrucción mucho mayor que la que ha infligido hasta ahora. Es la principal potencia militar de su región, más fuerte ahora que ha diezmado a Hizbulá y dado una lección de humildad a Irán. Podría haber bombardeado sin previo aviso, en lugar de avisar sistemáticamente a los gazatíes para que evacuaran las zonas que pretendía atacar. Podría haber bombardeado sin poner en peligro a sus propios soldados, cientos de los cuales han muerto en combate.
Tampoco es que la presencia de sus rehenes en Gaza haya disuadido a Israel de golpear con más fuerza. Se dice que la inteligencia israelí tiene una idea bastante clara de dónde están retenidos esos rehenes, la cual es una de las razones por las que, con trágicas excepciones, relativamente pocos han muerto por fuego israelí. Y sabe que, por brutal que haya sido el cautiverio de los rehenes, Hamás tiene interés en mantenerlos con vida.
Ni tampoco es que Israel carezca de resguardo diplomático. El presidente Donald Trump ha contemplado abiertamente la posibilidad de exigir a todos los gazatíes que abandonen el territorio y ha advertido repetidamente de que podría “desatar el infierno” en Gaza si Hamás no devolvía a los rehenes. En cuanto a la amenaza de boicots económicos, la Bolsa de Tel Aviv ha sido el índice bursátil más rentable del mundo desde el 7 de octubre de 2023. Con el debido respeto al riesgo de boicots irlandeses, Israel no es un país que se enfrente a una amenaza económica fundamental. En todo caso, son los boicoteadores quienes salen perjudicados.
En resumen, la primera pregunta que debe responder el coro genocida anti-Israel es: ¿Por qué no es mayor el número de muertos?
La respuesta, por supuesto, es que Israel manifiestamente no está cometiendo genocidio, un término jurídicamente específico y moralmente cargado que la convención de las Naciones Unidas sobre el genocidio define como la “intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”.
Obsérvense las palabras “intención” y “como tal”. Genocidio no significa simplemente “demasiadas muertes de civiles”, un hecho desgarrador de casi todas las guerras, incluida la de Gaza. Significa intentar exterminar a una categoría de personas sin otra razón que la de pertenecer a esa categoría: los nazis y sus aliados asesinaron judíos en el Holocausto por ser judíos, o los hutus masacraron a los tutsis en el genocidio de Ruanda por ser tutsis. Cuando Hamás invadió el 7 de octubre, masacrando intencionadamente a familias en sus casas y a jóvenes en un festival de música, también asesinó a israelíes “como tales”.
Por el contrario, el hecho de que más de un millón de civiles alemanes murieran en la Segunda Guerra Mundial —miles de ellos en atroces bombardeos de ciudades como Hamburgo y Dresde— los convirtió en víctimas de la guerra, pero no del genocidio. El objetivo de los Aliados era derrotar a los nazis por llevar a Alemania a la guerra, no acabar con los alemanes simplemente por ser alemanes.
En respuesta, los críticos empedernidos de Israel señalan la magnitud de la destrucción en Gaza. También señalan un puñado de comentarios de algunos políticos israelíes que deshumanizan a los gazatíes y prometen represalias brutales. Pero los comentarios furibundos tras las atrocidades cometidas por Hamás el 7 de octubre difícilmente equivalen a una conferencia de Wannsee, y no conozco ninguna prueba de un plan israelí para atacar y matar deliberadamente a civiles gazatíes.
En cuanto a la destrucción en Gaza, es verdad que es inmensa. Hay preguntas importantes que plantearse sobre las tácticas que ha utilizado Israel, más recientemente en lo que se refiere al caótico sistema de distribución de alimentos que ha intentado establecer como forma de privar a Hamás del control del suministro de alimentos. Y casi ningún ejército en la historia ha ido a la guerra sin que al menos algunos de sus soldados cometieran crímenes de guerra. Eso incluye a Israel en esta guerra, y a Estados Unidos en casi todas nuestras guerras, incluida la Segunda Guerra Mundial, cuando algunos de nuestra generación más grandiosa bombardearon escuelas accidentalmente o asesinaron a prisioneros de guerra a sangre fría.
Pero los planes humanitarios fallidos o los soldados de gatillo fácil o los ataques que alcanzan el objetivo equivocado o los políticos que utilizan frases mediáticas vengativas no llegan a significar un genocidio. Son la guerra en sus trágicas dimensiones habituales.
Lo que no es habitual acerca de Gaza es la forma cínica y criminal que Hamás ha elegido para librar la guerra. En Ucrania, cuando Rusia ataca con misiles, drones o artillería, los civiles se refugian en el subsuelo mientras los militares ucranianos se quedan en la superficie para luchar. En Gaza, es al revés: Hamás se esconde, se alimenta y se resguarda en su vasta madriguera de túneles en lugar de abrirlos a los civiles para su protección.
Estas tácticas, que son crímenes de guerra en sí mismas, dificultan que Israel alcance sus objetivos bélicos: la devolución de sus rehenes y la eliminación de Hamás como fuerza militar y política para que Israel no vuelva a verse amenazado con otro 7 de octubre. Esos dos objetivos eran y siguen siendo totalmente justificables, y pondrían fin a la matanza en Gaza si Hamás simplemente entregara a los rehenes y se rindiera. Son exigencias que casi nunca se oyen de los acusadores supuestamente imparciales de Israel.
También vale la pena preguntarse cómo actuaría Estados Unidos en circunstancias similares. Resulta que lo sabemos. En 2016 y 2017, bajo Barack Obama y Trump, Estados Unidos ayudó al gobierno de Irak a recuperar la ciudad de Mosul, capturada por el Estado Islámico tres años antes y convertida en una fortaleza subterránea con trampas explosivas. He aquí una descripción en el Times de la forma en que se libró la guerra para eliminar al ISIS.
A medida que las fuerzas iraquíes han avanzado, los ataques aéreos estadounidenses han arrasado a veces cuadras enteras, como el que se produjo este mes en Mosul Jidideh y que, según los residentes, causó la muerte de hasta 200 civiles. Al mismo tiempo, los combatientes del Estado Islámico han utilizado masas de civiles como escudos humanos y han disparado indiscriminadamente con francotiradores y morteros.
Esta lucha, llevada a cabo durante nueve meses, contó con un amplio apoyo bipartidista e internacional. Según algunas estimaciones, dejó hasta 11.000 civiles muertos. No recuerdo ninguna protesta en los campus.
Algunos lectores dirán que, aunque la guerra en Gaza no sea un genocidio, ha durado demasiado y debe terminar. Es un punto de vista justo, compartido por la mayoría de los israelíes. Entonces, ¿por qué importa la discusión sobre la palabra “genocidio”? Por dos razones.
En primer lugar, aunque algunos expertos y estudiosos pueden creer sinceramente en la acusación de genocidio, los antisionistas y antisemitas también la utilizan para equiparar el Israel moderno con la Alemania nazi. El efecto es autorizar una nueva oleada de odio a los judíos, lo que despierta la enemistad no solo hacia el gobierno israelí, sino también hacia cualquier judío que apoye a Israel como partidario del genocidio. Es una táctica que los que odian a Israel han seguido durante años con acusaciones infladas o falsas de masacres israelíes o crímenes de guerra que, bien mirados, no lo fueron. La acusación de genocidio es más de lo mismo, pero con efectos más mortíferos.
En segundo lugar, si el genocidio —una palabra acuñada apenas en la década de 1940— ha de conservar su estatus de crimen singularmente horrible, entonces el término no puede aplicarse promiscuamente a cualquier situación militar que no nos guste. Las guerras ya son bastante horribles. Pero el abuso del término “genocidio” corre el riesgo de acabar cegándonos ante los verdaderos genocidios cuando se producen.
Hay que poner fin a la guerra en Gaza de forma que se garantice que nunca se repita. Calificarla de genocidio no contribuye en nada a ese objetivo, salvo a diluir el significado de una palabra que no podemos permitirnos abaratar.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Bret Stephens es columnista de Opinión del Times y escribe sobre política exterior, política interna y cuestiones culturales.
CADENA DE CITAS
Este libro es una reinterpretación de la historia del derecho en el Perú dirigida, sobre todo, a los estudiantes universitarios y al público en general que quieran iniciarse en esta disciplina. En primer lugar, realiza un balance historiográfico de la historia del derecho producida en el Perú. Luego explica los recientes aportes metodológicos que han renovado la historiografía jurídica desde una perspectiva global. A continuación, aborda las diferentes etapas de la historia del derecho en el Perú, prehispánica, colonial y republicana, y en cada una de ellas analiza temáticas novedosas y brinda nuevas interpretaciones sobre hechos usualmente desarrollados por los historiadores del derecho en nuestro país.
DAMIAN AUGUSTO GONZALES ESCUDERO
Es profesor del Departamento Académico de Derecho en la Pontificia
Universidad Católica del Perú (PUCP). Realizó sus estudios doctorales en
el Instituto Max Planck de Historia y Teoría del Derecho (Fráncfort del
Meno, Alemania). Es magíster en Derecho Civil y en Historia por la
PUCP, donde también recibió su título de abogado. Ha sido profesor de
Derecho Comparado en la Universidad de Monterrey y profesor invitado en
la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de
Valparaíso. Es miembro del Instituto Internacional de Historia del
Derecho Indiano y miembro asociado del Instituto Riva-Agüero de la PUCP
(IRA-PUCP). Ha sido fundador del Grupo de Historia del Derecho del
IRA-PUCP.
MÁS INFORMACIÓN
Autor(es): Damian Augusto Gonzales Escudero
Editorial: Fondo Editorial PUCP
Páginas: 164
Tamaño: 14.5 x 20.5 cm.
Un mes después del ataque de Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023, pensé que había evidencias de que el ejército israelí había cometido crímenes de guerra y potencialmente crímenes contra la humanidad en su contraataque en Gaza. Pero, contrariamente a los reclamos de los críticos más acérrimos de Israel, no me parecía que las evidencias se elevaran al crimen de genocidio.
Para mayo de 2024, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) habían ordenado a cerca de un millón de palestinos refugiados en Rafah —la ciudad más al sur y la última que quedaba relativamente indemne en la Franja de Gaza— que se trasladaran a la zona de playa de Al-Mawasi, donde apenas había refugio. El ejército procedió entonces a destruir gran parte de Rafah, y lo logró en su mayor parte en agosto.
En ese momento ya no parecía posible negar que el método de las operaciones de las FDI era coherente con las declaraciones que denotaban una intención genocida realizadas por los dirigentes israelíes en los días posteriores al ataque de Hamás. El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, había prometido que el enemigo pagaría un “precio enorme” por el ataque y que las FDI convertirían partes de Gaza, donde operaba Hamás, “en escombros”, y pidió a “los residentes de Gaza” que “se fueran ahora porque operaremos con fuerza en todas partes”.
Netanyahu había instado a sus ciudadanos a recordar “lo que Amalec hizo contigo”, una cita que muchos interpretaron como una referencia a la exigencia de un pasaje bíblico que pedía a los israelitas matar “hombres, mujeres y niños, aun los de pecho”, de su enemigo ancestral. Funcionarios gubernamentales y militares dijeron que luchaban contra “animales humanos” y, más tarde, pidieron la “aniquilación total”. Nissim Vaturi, portavoz adjunto del Parlamento, dijo en X que la tarea de Israel debía ser “borrar la Franja de Gaza de la faz de la tierra”. Las acciones de Israel solo pueden entenderse como la puesta en práctica de la intención expresa de hacer que la Franja de Gaza sea inhabitable para su población palestina. Creo que el objetivo era —y sigue siendo hoy— obligar a la población a abandonar la franja por completo o, considerando que no tiene adónde ir, debilitar el enclave mediante bombardeos y una grave privación de alimentos, agua potable, instalaciones de salud y ayuda médica hasta tal punto que sea imposible para los palestinos de Gaza mantener o reconstituir su existencia como grupo.
Mi conclusión ineludible ha llegado a ser que Israel está cometiendo un genocidio contra el pueblo palestino. Como alguien que creció en un hogar sionista, vivió la primera mitad de su vida en Israel, que sirvió en las FDI como soldado y oficial y ha pasado la mayor parte de su carrera investigando y escribiendo sobre crímenes de guerra y el Holocausto, esta fue una conclusión dolorosa a la que llegué y a la que me resistí todo lo que pude. Pero llevo un cuarto de siglo dando clases sobre el genocidio. Sé reconocer uno cuando lo veo.
No es solo una conclusión mía. Un número cada vez mayor de expertos en estudios sobre genocidio y derecho internacional ha llegado a la conclusión de que las acciones de Israel en Gaza solo pueden definirse como genocidio. También lo han hecho Francesca Albanese, relatora especial de la ONU para Cisjordania y Gaza, y Amnistía Internacional. Sudáfrica ha presentado una demanda por genocidio contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia.
La negación continua de esta designación por parte de Estados, organizaciones internacionales y expertos jurídicos y académicos causará un daño sin paliativos no solo a la población de Gaza e Israel, sino también al sistema de derecho internacional establecido a raíz de los horrores del Holocausto, concebido para impedir que vuelvan a producirse tales atrocidades. Es una amenaza para los fundamentos mismos del orden moral del que todos dependemos.
El delito de genocidio fue definido en 1948 por las Naciones Unidas como la “intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Por tanto, para determinar lo que constituye genocidio, hay que establecer la intención y demostrar que se está llevando a cabo. En el caso de Israel, esa intención ha sido expresada públicamente por numerosos funcionarios y dirigentes. Pero la intención también puede deducirse de las regularidades en las operaciones sobre el terreno, y estas regularidades quedaron claras para mayo de 2024 —y desde entonces se han hecho cada vez más claras— a medida que las FDI han ido destruyendo sistemáticamente la Franja de Gaza.
La mayoría de los estudiosos del genocidio se muestran cautelosos a la hora de aplicar este término a acontecimientos contemporáneos, precisamente por la tendencia a atribuirlo a cualquier caso de masacre o inhumanidad desde que fue acuñado por el jurista judío-polaco Raphael Lemkin en 1944. De hecho, algunos sostienen que la categorización debería descartarse por completo, porque a menudo sirve más para expresar indignación que para identificar un crimen concreto.
Sin embargo, como reconoció Lemkin, y como acordaron posteriormente las Naciones Unidas, es crucial poder distinguir el intento de destruir a un grupo concreto de personas de otros crímenes del derecho internacional, como los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. Esto se debe a que, mientras que otros crímenes implican el asesinato indiscriminado o deliberado de civiles como individuos, el genocidio denota el asesinato de personas como miembros de un grupo, orientado a destruir irreparablemente al propio grupo para que nunca pueda reconstituirse como entidad política, social o cultural. Y, como señaló la comunidad internacional al adoptar la convención, incumbe a todos los Estados signatarios impedir tal intento, hacer todo lo posible para detenerlo mientras se esté produciendo y castigar posteriormente a quien haya participado en este crimen de crímenes, aunque haya ocurrido dentro de las fronteras de un Estado soberano.
La designación tiene importantes ramificaciones políticas, jurídicas y morales. Las naciones, los políticos y el personal militar sospechosos, imputados o declarados culpables de genocidio se consideran inaceptables para la humanidad y pueden arriesgar o perder su derecho a seguir siendo miembros de la comunidad internacional. La declaración de la Corte Internacional de Justicia de que un Estado concreto está implicado en un genocidio, especialmente si la aplica el Consejo de Seguridad de la ONU, puede dar lugar a sanciones severas.
Los políticos o generales imputados o declarados culpables de genocidio u otras infracciones del derecho internacional humanitario por la Corte Penal Internacional pueden ser detenidos fuera de su país. Y una sociedad que condona y es cómplice de genocidio, sea cual sea la postura de sus ciudadanos individuales, llevará esta marca de Caín mucho después de que se apaguen los fuegos del odio y la violencia.
Israel ha negado todas las acusaciones de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Las FDI afirman que investigan las denuncias de crímenes, aunque rara vez han hecho públicas sus conclusiones, y cuando se reconocen infracciones de la disciplina o del protocolo, por lo general han impuesto reprimendas ligeras a su personal. Los dirigentes militares y políticos israelíes describen repetidamente que las FDI actúan bajo la legalidad, afirman que emiten advertencias a la población civil para que evacúe los lugares que están a punto de ser atacados y culpan a Hamás de utilizar a los civiles como escudos humanos.
De hecho, la destrucción sistemática en Gaza no solo de viviendas, sino también de otras infraestructuras —edificios gubernamentales, hospitales, universidades, escuelas, mezquitas, lugares de patrimonio cultural, plantas de tratamiento de agua, zonas agrícolas y parques— refleja una política destinada a hacer muy improbable la reactivación de la vida palestina en el territorio.
Según una reciente investigación de Haaretz, se calcula que 174.000 edificios han sido destruidos o dañados, lo que representa hasta el 70 por ciento de todas las estructuras de la Franja de Gaza. Hasta ahora han muerto más de 58.000 personas, según las autoridades sanitarias gazatíes, entre ellas más de 17.000 niños, que constituyen casi un tercio del total de víctimas mortales. Más de 870 de esos niños tenían menos de un año.
Más de 2000 familias han desaparecido, dijeron las autoridades de salud. Además, 5600 familias cuentan ahora con un solo superviviente. Se cree que al menos 10.000 personas siguen sepultadas bajo las ruinas de sus casas. Más de 138.000 han resultado heridas y mutiladas.
Gaza tiene ahora la triste distinción de tener el mayor número de niños amputados per cápita del mundo. Toda una generación de niños sometidos a continuos ataques militares, a la pérdida de sus padres y a una desnutrición prolongada sufrirá graves repercusiones físicas y mentales durante el resto de su vida. Otros miles incalculables de enfermos crónicos han tenido escaso acceso a la atención hospitalaria.
El horror de lo que ha estado ocurriendo en Gaza sigue siendo descrito por la mayoría de los observadores como una guerra. Pero se trata de un término erróneo. Durante el último año, las FDI no han estado luchando contra un cuerpo militar organizado. La versión de Hamás que planeó y llevó a cabo los atentados del 7 de octubre ha sido destruida, aunque el debilitado grupo siga luchando contra las fuerzas israelíes y conserve el control sobre la población en las zonas que no están en manos del ejército israelí.
En la actualidad, las FDI se dedican principalmente a una operación de demolición y limpieza étnica. Así es como el propio ex jefe de gabinete y ministro de Defensa de Netanyahu, el defensor de la línea dura Moshe Yaalon, describió en noviembre en la televisión israelí Democrat TV y en artículos y entrevistas posteriores el intento de remover la población del norte de Gaza.
El 19 de enero, bajo la presión de Donald Trump, quien estaba a un día de reasumir la presidencia, entró en vigor un alto al fuego que facilitó el intercambio de rehenes en Gaza por prisioneros palestinos en Israel. Pero después de que Israel rompiera el alto al fuego el 18 de marzo, las FDI han estado ejecutando un plan muy publicitado para concentrar a toda la población gazatí en una cuarta parte del territorio en tres zonas: la ciudad de Gaza, los campos de refugiados centrales y la costa de Al-Mawasi, en el extremo suroccidental de la Franja de Gaza.
Utilizando un gran número de excavadoras y enormes bombas aéreas suministradas por Estados Unidos, el ejército parece estar intentando demoler todas las estructuras restantes y establecer el control sobre las otras tres cuartas partes del territorio.
Esto también está siendo facilitado por un plan que proporciona —de forma intermitente— suministros de ayuda limitados en unos pocos puntos de distribución vigilados por el ejército israelí, atrayendo a la población hacia el sur. Muchos gazatíes mueren en un intento desesperado de obtener alimentos, y la crisis de hambre se agrava. El 7 de julio, el ministro de Defensa, Israel Katz, dijo que las FDI construirían una “ciudad humanitaria” sobre las ruinas de Rafah para alojar inicialmente a 600.000 palestinos de la zona de Al-Mawasi, a quienes los abastecerían organismos internacionales y no se les permitiría salir.
Algunos podrían describir esta campaña como un caso de limpieza étnica, no de genocidio. Pero existe una relación entre ambos crímenes. Cuando un grupo étnico no tiene adónde ir y está siendo desplazado constantemente de una llamada zona segura a otra, se le bombardea sin asedio y es privado de alimentos, la limpieza étnica puede transformarse en genocidio.
Así ocurrió en varios genocidios bien estudiados del siglo XX, como el de los herero y los nama en la África del Sudoeste alemana —ahora Namibia—, que comenzó en 1904, el de los armenios en la Primera Guerra Mundial y, de hecho, incluso en el Holocausto, que inició con el intento de Alemania de expulsar a los judíos y terminó con su matanza.
A día de hoy, solo unos pocos estudiosos del Holocausto —y ninguna institución dedicada a investigarlo y conmemorarlo— han advertido de que Israel podría ser acusado de llevar a cabo crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, limpieza étnica o genocidio. Este silencio ha puesto en ridículo el eslogan “Nunca más”, transformando su significado de una afirmación de resistencia a la inhumanidad dondequiera que se perpetre en una excusa, una disculpa, de hecho, incluso una carta blanca para destruir a otros invocando el propio victimismo pasado.
Este es otro de los muchos costos incalculables de la catástrofe actual. Mientras Israel intenta literalmente acabar con la existencia palestina en Gaza y ejerce una violencia cada vez mayor contra los palestinos en Cisjordania, el crédito moral e histórico del que el Estado judío ha hecho uso hasta ahora se está agotando.
Israel, creado a raíz del Holocausto como respuesta al genocidio nazi de los judíos, siempre ha insistido en que cualquier amenaza a su seguridad debe considerarse como potencialmente conducente a otro Auschwitz. Esto proporciona a Israel licencia para presentar como nazis a quienes percibe como sus enemigos, término utilizado repetidamente por figuras de los medios de comunicación israelíes para describir a Hamás y, por extensión, a todos los gazatíes, basándose en la afirmación popular de que ninguno de ellos es “ajeno”, ni siquiera los niños, que crecerían para convertirse en militantes.
No se trata de un fenómeno nuevo. Ya durante la invasión israelí del Líbano en 1982, el primer ministro Menachem Begin comparó a Yasir Arafat, entonces escondido en Beirut, con Adolf Hitler en su búnker de Berlín. Esta vez, la analogía se utiliza en relación con una política destinada a desarraigar y eliminar a toda la población de Gaza.
Las escenas diarias de horror en Gaza, de las que el público israelí está protegido por la autocensura de sus propios medios de comunicación, ponen al descubierto las mentiras de la propaganda israelí de que se trata de una guerra de defensa contra un enemigo de tipo nazi. Uno se estremece cuando los portavoces israelíes pronuncian descaradamente el eslogan hueco de que las FDI son el “ejército más moral del mundo”.
Algunas naciones europeas, como Francia, Reino Unido y Alemania, así como Canadá, han protestado discretamente por las acciones israelíes, especialmente desde que violó el alto al fuego en marzo. Pero no han suspendido los envíos de armas ni han tomado muchas medidas económicas o políticas concretas y significativas que pudieran disuadir al gobierno de Netanyahu.
Durante un tiempo, el gobierno de Estados Unidos pareció haber perdido interés en Gaza, ya que el presidente Trump anunció inicialmente en febrero que Estados Unidos se haría cargo de Gaza, prometiendo convertirla en la “Riviera de Medio Oriente”, y luego dejó que Israel continuara con la destrucción de la Franja de Gaza y centró su atención en Irán. Por el momento, solo cabe esperar que Trump vuelva a presionar a un reticente Netanyahu para que, al menos, concrete un nuevo alto al fuego y ponga fin a la incesante matanza.
¿Cómo afectará al futuro de Israel la demolición inevitable de su moralidad incontestable, derivada de su nacimiento de las cenizas del Holocausto?
Los dirigentes políticos de Israel y su ciudadanía tendrán que decidirlo. Parece haber poca presión interna para el cambio de paradigma que se necesita urgentemente: el reconocimiento de que no hay más solución a este conflicto que un acuerdo palestino-israelí para compartir la tierra bajo los parámetros que acuerden ambas partes, ya sean dos Estados, un Estado o una confederación. También parece improbable una fuerte presión externa de los aliados del país. Me preocupa profundamente que Israel persista en su rumbo desastroso y se convierta, tal vez de forma irreversible, en un Estado autoritario de apartheid en toda regla. Tales Estados, como nos ha enseñado la historia, no duran.
Surge otra pregunta: ¿qué consecuencias tendrá el retroceso moral de Israel para la cultura de la conmemoración del Holocausto y la política de la memoria, la educación y la academia, cuando tantos de sus líderes intelectuales y administrativos se han negado hasta ahora a asumir su responsabilidad de denunciar la inhumanidad y el genocidio dondequiera que se produzcan?
Quienes participan en la cultura mundial de conmemoración y recuerdo construida en torno al Holocausto tendrán que enfrentarse a un ajuste de cuentas moral. La comunidad más extensa de estudiosos del genocidio —los que se dedican al estudio del genocidio comparado o de cualquiera de los muchos otros genocidios que han empañado la historia de la humanidad— se acerca cada vez más a un consenso sobre la calificación de los acontecimientos de Gaza como genocidio.
En noviembre, cuando había transcurrido poco más de un año desde el inicio de la guerra, el académico israelí especializado en genocidios Shmuel Lederman se unió al coro de opinión cada vez mayor que afirma que Israel participó en acciones genocidas. El abogado internacional canadiense William Schabas llegó a la misma conclusión el año pasado y hace poco describió la campaña militar de Israel en Gaza como “absolutamente” un genocidio.
Otros expertos en genocidio, como Melanie O’Brien, presidenta de la Asociación Internacional de Estudiosos del Genocidio, y el especialista británico Martin Shaw (quien también ha dicho que el ataque de Hamás fue genocida), han llegado a la misma conclusión, mientras que el académico australiano A. Dirk Moses, de la Universidad Municipal de Nueva York, describió estos hechos en la publicación neerlandesa NRC como una “mezcla de lógica genocida y militar”. En el mismo artículo, Uğur Ümit Üngör, profesor del Instituto NIOD de Estudios sobre la Guerra, el Holocausto y el Genocidio, con sede en Ámsterdam, dijo que probablemente existan estudiosos que sigan sin pensar que se trata de un genocidio, pero “no los conozco”.
La mayoría de los estudiosos del Holocausto que conozco no sostienen, o al menos no expresan públicamente, esta opinión. Con algunas excepciones notables, como el israelí Raz Segal, director del programa de estudios sobre el Holocausto y el genocidio de la Universidad de Stockton, en Nueva Jersey, y los historiadores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Amos Goldberg y Daniel Blatman, la mayoría de los académicos dedicados a la historia del genocidio nazi de los judíos han guardado un silencio sorprendente, mientras que algunos han negado abiertamente los crímenes de Israel en Gaza, o han acusado a sus colegas más críticos de usar retórica incendiaria, exageración salvaje, de envenenar el pozo y de antisemitismo.
En diciembre, el estudioso del Holocausto Norman JW Goda opinó que “acusaciones de genocidio como esta se han utilizado por mucho tiempo como algo que oculta impugnaciones más generales sobre la legitimidad de Israel”, y expresó su preocupación de que “hayan degradado la gravedad de la palabra genocidio”. Este “libelo de genocidio”, como lo denominó Goda en un ensayo, “despliega toda una serie de tropos antisemitas”, incluido “el acoplamiento de la acusación de genocidio con el asesinato deliberado de niños, cuyas imágenes son omnipresentes en organizaciones no gubernamentales, redes sociales y otras plataformas que acusan a Israel de genocidio”.
En otras palabras, mostrar imágenes de niños palestinos despedazados por bombas de fabricación estadounidense lanzadas por pilotos israelíes es, desde este punto de vista, un acto antisemita.
Más recientemente, Goda y un respetado historiador de Europa, Jeffrey Herf, escribieron en The Washington Post que “la acusación de genocidio lanzada contra Israel se nutre de profundos pozos de miedo y odio” que se encuentran en “interpretaciones radicales tanto del cristianismo como del islam”. Ha “desplazado el oprobio de los judíos como grupo religioso/étnico al Estado de Israel, al que describe como intrínsecamente malvado”.
¿Cuáles son las ramificaciones de esta brecha entre los estudiosos del genocidio y los historiadores del Holocausto? No se trata simplemente de una disputa en el mundo académico. La cultura de la memoria creada en las últimas décadas en torno al Holocausto abarca mucho más que el genocidio a los judíos. Ha llegado a desempeñar un papel crucial en la política, la educación y la identidad.
Los museos dedicados al Holocausto han servido de modelo para las representaciones de otros genocidios en todo el mundo. La insistencia en que las lecciones del Holocausto exigen la promoción de la tolerancia, la diversidad, el antirracismo y el apoyo a los migrantes y refugiados, por no hablar de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, tiene sus raíces en la comprensión de las implicaciones universales de este crimen en el epicentro de la civilización occidental en el apogeo de la modernidad.
Desacreditar a los estudiosos del genocidio que señalan el genocidio de Israel en Gaza al presentarlos como antisemitas amenaza con erosionar el fundamento de los estudios sobre el genocidio: la necesidad permanente de definir, prevenir, castigar y reconstruir la historia del genocidio. Sugerir que este esfuerzo está motivado por intereses y sentimientos malignos —que está impulsado por el odio y los prejuicios que estuvieron en la raíz del Holocausto— no solo es moralmente escandaloso, sino que también da pie a una política de negacionismo y a la impunidad.
Del mismo modo, cuando quienes han dedicado sus carreras a enseñar y conmemorar el Holocausto insisten en ignorar o negar las acciones genocidas de Israel en Gaza, amenazan con debilitar todo lo que el conocimiento acumulado y la conmemoración del Holocausto han defendido en las últimas décadas. Es decir, la dignidad de todo ser humano, el respeto del Estado de derecho y la urgente necesidad de no permitir nunca que la inhumanidad se apodere de los corazones de las personas y dirija las acciones de las naciones en nombre de la seguridad, el interés nacional y la pura venganza.
Lo que temo es que, tras el genocidio en Gaza, ya no sea posible seguir enseñando e investigando el Holocausto de la misma manera que antes. Dado que el Estado de Israel y sus defensores han invocado el Holocausto de forma tan implacable para encubrir los crímenes de las FDI, el estudio y la memoria del Holocausto podrían perder su pretensión de preocuparse por la justicia universal y retroceder al mismo gueto étnico en el que comenzó su vida al final de la Segunda Guerra Mundial: como una preocupación marginada de los restos de un pueblo marginado, un acontecimiento étnicamente específico, antes de que consiguiera, décadas más tarde, encontrar el lugar que le corresponde como lección y advertencia para la humanidad en su conjunto.
Igual de preocupante es la perspectiva de que el estudio del genocidio en su conjunto no sobreviva a las acusaciones de antisemitismo, dejándonos sin la comunidad crucial de académicos y juristas internacionales que se mantengan al pie del cañón en un momento en el que el auge de la intolerancia, el odio racial, el populismo y el autoritarismo amenaza los valores que constituían el núcleo de estos esfuerzos intelectuales, culturales y políticos del siglo XX.
Quizá la única luz al final de este túnel tan oscuro sea la posibilidad de que una nueva generación de israelíes afronte su futuro sin refugiarse en la sombra del Holocausto, aunque tengan que soportar la mancha del genocidio en Gaza perpetrado en su nombre. Israel tendrá que aprender a vivir sin recurrir al Holocausto como justificación de la inhumanidad. Eso, a pesar de todo el terrible sufrimiento que estamos presenciando ahora, es algo valioso, y puede que, a largo plazo, ayude a Israel a afrontar el futuro de un modo más sano, más racional y menos temeroso y violento.
Esto no compensará en nada la enorme cantidad de muerte y sufrimiento de los palestinos. Pero un Israel liberado de la abrumadora carga del Holocausto podrá aceptar por fin la necesidad ineludible de que sus siete millones de ciudadanos judíos compartan el territorio con los siete millones de palestinos que viven en Israel, Gaza y Cisjordania en paz, igualdad y dignidad. Ese será el único ajuste de cuentas justo.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Omer Bartov es profesor de estudios sobre el Holocausto y el genocidio en la Universidad Brown.
CADENA DE CITAS