El lobo estepario es una de las lectura más impactantes y que más suelen recordar quienes la emprenden. Por un lado, la historia que narra es un alucinante viaje a los temores, angustias y miedos a los que se ve abocado el hombre contemporáneo. Pero por otro, la pericia narrativa de Hesse llega en esta novela a su punto culminante, pues mediante la combinación de voces narrativas y de puntos de vista nos ofrece diversas dimensiones de un personaje que intenta vivir al margen de las convenciones sociales. Es sin duda la obra a que más estrechamente ha quedado asociado el nombre de Hesse. Un libro de Hesse es siempre un acontecimiento, y la reciente aparición de sus Relatos esenciales, también publicado en Edhasa, fue objeto de una calurosa recepción por parte de la crítica. Quizá entre lo más singular de esta novela esté que se trata de una obra muy leída por los adolescentes, que descubre un modo duro de enfrentarse a la sociedad, a las relaciones sentimentales y a la muerte. Está considerada como la obra cumbre de un gran autor.
LAS METAMORFOSIS DEL LOBO ESTEPARIO
Leí El lobo estepario por primera vez cuando era casi un niño,
porque un amigo mayor, devoto de Hesse, me lo puso en las manos y me
urgió a hacerlo. Me costó mucho esfuerzo y estoy seguro de no haber sido
capaz de entrar en las complejas interioridades del libro. Ni ésta ni
ninguna de las otras novelas de Hermann Hesse figuraron entre mis libros
de cabecera, en mis años universitarios; mis preferencias iban hacia
historias donde se reflexionaba menos y se actuaba más, hacia novelas en
las que las ideas eran el sustrato, no el sustituto, de la acción.
A mediados de los sesenta hubo en todo el Occidente un redescubrimiento
de Hermann Hesse. Eran los tiempos de la revolución psicodélica y de los
flower children, de la sociedad tolerante y la evaporación de
los tabúes sexuales, del espiritualismo salvaje y la religión pacifista.
Al autor de Der Steppenwolf, que acababa de morir en Suiza —el 9
de agosto de 1962— le sucedió entonces lo más gratificante que puede
sucederle a un escritor: ser adoptado por los jóvenes rebeldes de medio
mundo y convertido en su mentor. Yo veía todo aquello prácticamente al
otro lado de mi ventana —vivía entonces en Londres, y en el corazón del swing,
Earl's Court— entretenido por el espectáculo, aunque con cierto
escepticismo sobre los alcances de una revolución que se proponía
mejorar el mundo a soplidos de marihuana, visiones de ácido lisérgico y
música de los Beatles. Pero el culto de los jóvenes novísimos por el
autor suizo-alemán me intrigó y volví a leerlo.
Era verdad, tenían todo el derecho del mundo a entronizar a Hesse como
su precursor y su gurú. El ermitaño de Montagnola —en cuya puerta, al
parecer, atajaba a los visitantes un cartel del sabio chino Meng Hsich
proclamando que un hombre tiene derecho a estar a solas con la muerte
sin que lo importunen los extraños— los había precedido en su condena
del materialismo de la vida moderna y su rechazo de la sociedad
industrial; en su fascinación por el Oriente y sus religiones
contemplativas y esotéricas; en su amor a la Naturaleza; en la nostalgia
de una vida elemental; en la pasión por la música y la creencia en que
los estupefacientes podían enriquecer el conocimiento del mundo y la
sociabilidad de la gente.
Tal vez El lobo estepario no sea la novela que represente mejor,
en la obra de Hesse, aquellos rasgos que la conectaron tan íntimamente
con el sentir de los jóvenes inconformes de Europa occidental y de
Estados Unidos en los sesenta porque en ella, por ejemplo, no aparece el
orientalismo que impregna otros de sus libros. Pero se trata de la
novela que muestra mejor la densa singularidad del mundo que creó a lo
largo de su vasta vida (tenía ochenta y cinco cuando murió) y de esa
extensa obra en la que, salvo el teatro, cultivó todos los géneros
(incluido el epistolar).
Apareció en 1927 y la fecha es importante porque el sombrío fulgor de
sus páginas refleja muy bien la atmósfera de esos países europeos que
acababan de salir del apocalipsis de la primera guerra mundial y se
alistaban a repetir la catástrofe. Se trata de un libro expresionista,
que recuerda por momentos la disolución y los excesos de esas
caricaturas feroces contra los burgueses que pintaba por aquellos años,
en Berlín, George Grosz, y también las pesadillas y delirios —el triunfo
de lo irracional— que, a partir de esa década, la de la proliferación
de los ismos, inundarían toda la literatura.
Como no se trata de una novela que finja el realismo, sino de una
ficción que describe un mundo simbólico, donde las reflexiones, las
visiones y las impresiones son lo verdaderamente importante y los hechos
objetivos meros pretextos o apariencias, es difícil resumirla sin
omitir algo y esencial de su contenido. Su estructura es muy simple: dos
cajas chinas. Un narrador innominado escribe un prefacio introduciendo
el manuscrito del lobo estepario, Harry Haller, un cincuentón con el
cráneo rasurado que fue pensionista por unos meses en casa de su tía, en
la que dejó ese texto que es el tronco de su novela. Dentro del
manuscrito de Harry Haller surge otro, una suerte de rama, supuestamente
transcrito también: el Tractat del Lobo Estepario, que misteriosamente le alcanza a aquél, en la calle, un individuo anónimo.
La novela no transcurre en un mismo nivel de realidad. Comienza en uno
objetivo, «realista», y termina en lo fantástico, en una suerte de happening
en el curso del cual Harry Haller tiene ocasión de dialogar con uno de
aquellos espíritus inmarcesibles a los que tiene por modelos: Mozart
(antes lo había hecho con Goethe). A lo largo de la historia hay, pues,
varias mudas cualitativas en las que la narración salta de lo objetivo a
lo subjetivo o, para permanecer dentro de lo literario, del realismo al
género fantástico.
Pero la racionalidad no se altera en estas mudanzas. Por el contrario:
los tres narradores de la novela —el que introduce el libro, Harry
Haller y el autor del Tractat— son racionalistas a ultranza,
encarnizados espectadores y averiguadores de sí mismos. Y es esta
aptitud, o, acaso, maldición —no poder dejar de pensar, no escapar nunca
a esa perpetua introspección en la que vive— lo que, sin duda, ha
convertido a Harry Haller en un lobo estepario. Con esta fórmula, Hesse
creó un prototipo al que se pliegan innumerables individuos de nuestro
tiempo: solitarios acérrimos, confinados en alguna forma de neurastenia
que dificulta o anula su posibilidad de comunicarse con los demás, su
vida es un exilio en el que rumian su amargura y su cólera contra un
mundo que no aceptan y del que se sienten también rechazados.
Sin embargo, curiosamente, esta novela que se ha convertido en una
biblia del incomprendido y del soberbio, del que se siente superior o
simplemente divorciado de su sociedad y de su tiempo, o del adolescente
en el difícil trance de entrar en la edad adulta, no fue escrita con el
propósito de reivindicar semejante condición. Más bien, para mostrar su
vanidad y criticarla. Con El lobo estepario, Hesse hacía una
autocrítica. Había en él, como lo revela su correspondencia, una
predisposición a transmutarse en lobo salvaje y, como a su personaje,
también lo tentó el suicidio (cuando era todavía un niño). Pero, en su
caso, ese perfil arisco y auto-destructivo de su personalidad estuvo
siempre compensado por otro, el de un idealista, amante de las cosas
sencillas, del orden natural, empeñado en cultivar su espíritu y
alcanzar, a través del conocimiento de sí mismo, la paz interior.
Lo que fue el anverso y el reverso de la personalidad de Hermann Hesse
son, en la biografía de Harry Haller, dos instancias de un proceso. En
el transcurrir de la ficción, El lobo estepario va perdiendo sus
colmillos y sus garras, desaparecen sus arrebatos sanguinarios contra
esa humanidad a la que desea «una muerte violenta y digna» y va
aprendiendo, gracias a su descenso a los abismos de la bohemia, el
desarreglo de los sentidos y su encuentro con los inmortales, a aceptar
la vida también en lo que tiene de más liviano y trivial. Cabe suponer
que, al reanudar su existencia, luego de la fantasmagoría final en el
teatro mágico, Harry Haller seguirá el mandato de Mozart: «Usted ha de
acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír.»
«Casi todas las obras en prosa que he escrito son biografías del alma
—afirmó Hesse en uno de sus textos autobiográficos—; ninguna de ellas se
ocupa de historias, complicaciones ni tensiones. Por el contrario,
todas ellas son básicamente un discurso en el que una persona singular
—aquella figura mítica— es observada en sus relaciones con el mundo y
con su propio yo.» Es una afirmación certera. El lobo estepario narra un conflicto espiritual, un drama cuyo asiento no es el mundo exterior sino el alma del protagonista.
¿Quién es Harry Haller? Aunque su vida anterior apenas es mencionada,
algunos datos transpiran de sus reflexiones que permiten reconstruirla.
Fue un estudioso de religiones y mitologías antiguas, cuyos libros lo
hicieron conocido; su pacifismo y sus ideas hostiles al nacionalismo le
ganan ataques y vituperios de la prensa reaccionaria; sus convicciones
políticas equidistan por igual de «los ideales americano y bolchevique»
que «simplifican la vida de una forma pueril». Estuvo casado pero su
mujer lo abandonó; tuvo una amante, a la que no ve casi nunca. Sus
únicos entusiasmos, ahora, son la música —sobre todo Mozart— y los
libros. Ha llegado a la mitad de la vida y está, al comenzar su
manuscrito, al borde de la desesperación, tanto que lo ronda la idea de
poner fin a sus días con una navaja de afeitar.
¿Cuáles son las razones de la incompatibilidad entre El lobo estepario
y el mundo? Que éste ha tomado un rumbo para él inaceptable. Las cosas,
que objeta son incontables: la prédica guerrerista y el materialismo
rampante; la mentalidad conformista y el espíritu práctico de los
burgueses; el filisteísmo que domina la cultura y las máquinas y
productos manufacturados de la sociedad industrial en los que presiente
un riesgo de esclavización para el hombre. En el mundo que lo rodea,
Harry Haller ve destruidos o encanallados todos esos principios e
ideales que animaron antes su vida: la búsqueda de la perfección moral e
intelectual, las proezas artísticas, las realizaciones de aquellos
seres superiores a los que llama «los inmortales». Cuando mira en torno,
Harry Haller sólo ve estupidez, vulgaridad y enajenación.
Pero cuando contempla el interior de sí mismo, el espectáculo no es más
estimulante: un pozo de desesperanza y de exasperación, una incapacidad
radical para interesarse por nada de lo que colma la vida de los demás.
Quien rescata a Harry Haller de esta crisis existencial y metafísica no
es un filósofo ni un sacerdote sino una alegre cortesana, Armanda, a la
que encuentra en una taberna, en una de sus incesantes correrías
nocturnas. Ella, con mano firme y sabias coqueterías le hace descubrir
—o, tal vez redescubrir— los encantos de lo banal y los olvidos dichosos
que brinda la sensualidad. El lobo estepario aprende a bailar los
bailes de moda, a frecuentar las salas de fiesta, a gustar del jazz y
vive un enredo sexual triangular con Armanda y su amiga María. Conducido
por ellas asiste a ese baile de máscaras en el que, transformado el
mundo real en mágico, en pura fantasía, vivirá la ilusión y podrá
dialogar con los inmortales. Así descubre que estos grandes creadores de
sabiduría y de belleza no dieron la espalda a la vida sino que
construyeron sus mundos admirables mediante una sublimación amorosa de
las menudencias que, también, componen la existencia.
Por una de esas paradojas que abundan en la historia de la literatura,
esta novela que fue escrita con la intención de promover la vida, de
mostrar la ceguera de quienes, como Harry Haller, prisionero del
intelecto y de la abstracción, pierden el sentido de lo cotidiano, el
don de la comunicación y de la sociabilidad, el goce de los sentidos, ha
quedado entronizada como un manual para ermitaños y hoscos. A él siguen
acudiendo, como a un texto religioso, los insatisfechos y los
desesperados de este mundo que, además, se sienten escépticos sobre la
realidad de cualquier otro. Este tipo de hombre, que Hesse radiografió
magistralmente, es un producto de nuestro tiempo y de nuestra cultura.
No se dio nunca antes y esperemos que no se dé tampoco en el futuro, en
la hipótesis de que la historia humana tenga un porvenir.
¿Es esta desnaturalización que ha operado la lectura que dieron sus
lectores a este libro, algo que debamos lamentar? De ningún modo. Lo
ocurrido con El lobo estepario debe más bien aleccionarnos sobre
esta verdad incómoda de la literatura: un novelista nunca sabe para
quien trabaja. Ni el más racional y deliberado de ellos —y Hesse no lo
era—, ni aquel que revisa el detalle hasta la manía y pule con
encarnizamiento sus palabras, puede evitar que sus historias, una vez
emancipadas de él, adoptadas por un público, adquieran una
significación, generen una mitología o entreguen un mensaje que él no
previo ni, acaso, aprobaría. Ocurre que un novelista puede extraviarse y
ser manejado extrañamente por aquellas fuerzas que pone en marcha al
escribir. Como, en la soledad de la creación, no sólo vuelca su lucidez
sino también los fantasmas de su espíritu, éstos, a veces, desarreglan
lo que su voluntad quiere arreglar, contradicen o matizan sus ideas, y
establecen órdenes secretos distintos al orden que él pretendió imponer a
su historia. Bajo su apariencia racional, toda novela domicilia
materiales que proceden de los fondos más secretos de la personalidad
del autor. A ese envolvimiento total del creador en el acto de inventar,
debe la buena literatura su perennidad: porque los demonios que acosan a
los seres humanos suelen ser más perdurables que los otros accidentes
de sus biografías. Fraguando una fábula que él quiso amuleto contra el
pesimismo y la angustia de un mundo que salía de una tragedia y vivía la
inminencia de otra, Hermann Hesse anticipó un retrato con el que iban a
identificarse los jóvenes inconformes de la sociedad afluente de medio
siglo después.
Mario Vargas Llosa. La verdad de las mentiras. Londres, febrero de 1987
HERMAN HESSE
Hermann Karl Hesse (pronunciado /ˈhɛɐman ˈhɛsə/; Calw, Reino de Wurtemberg, Imperio alemán; 2 de julio de 1877-Montagnola, cantón del Tesino, Suiza; 9 de agosto de 1962) fue un escritor, poeta, novelista y pintor alemán, nacionalizado suizo en 1924, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1946. De su obra de cuarenta volúmenes —entre novelas, relatos,
poemarios y meditaciones— se han vendido más de 30 millones de
ejemplares, de los cuales solo una quinta parte corresponde a ediciones
en alemán. Además, publicó títulos de autores, antiguos y modernos, así
como monografías, antologías y varias revistas. Editó también casi 3000 recensiones.
A esta obra se suma una copiosa correspondencia: al menos 35 000
respuestas a cartas de lectores, y su actividad pictórica: centenares de
acuarelas de sesgo expresionista e intenso cromatismo. Según el biógrafo Volker Michels
«nos enfrentamos con una obra que, por su copiosidad, su personalidad y
su vasta influencia, no tiene paralelo en la historia de la cultura del
siglo XX». Hasta el centenario de su nacimiento, se habían escrito más de
200 tesis doctorales, unos 5000 artículos y 50 libros sobre su vida.
Para dicha fecha, era también el europeo más leído en Estados Unidos y Japón, y sus libros traducidos a más de 40 idiomas, sin contar dialectos hindúes. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1946, como reconocimiento a su trayectoria literaria.
MÁS INFORMACIÓN
Autor(es): Herman Hesse
Editorial: Dodi
Páginas: 270
Tamaño: 15 x 20.5 cm.
Año: 2021