ROBERTO CASTILLO SANDOVAL
Escritor chileno. Creció en las poblaciones bravas de San Miguel, en
Santiago de Chile, durante los últimos años del alessandrismo, la
llamada "revolución en libertad" de la década de los sesenta y el
gobierno popular a principios de los 70. Por aquel tiempo la historia la
contaban los protagonistas y esa fue la realidad percibida por Roberto
Castillo.
Entre 1975 y 1976 el autor fue becado como estudiante de
intercambio de AFS en los Estados Unidos, país al que volvió tres años
después, en 1979, esta vez como exiliado político. Allí obtuvo su grado
de bachiller en Sociología en el Kenyon College, de donde pasó a la
Universidad de Vanderbilt para hacer estudios de Literatura, ampliados
posteriormente con un doctorado en Lenguas y Literaturas Románicas en
la Universidad de Harvard, donde fue alumno y ayudante del novelista
mexicano Carlos Fuentes.
Se especializó en literatura colonial hispanoamericana, con una tesis doctoral sobre el Cautiverio feliz de Pineda y Bascuñán.
Después de una breve docencia como instructor en Harvard, se ha
desempeñado desde 1991 como profesor en la universidad de Haverford, en
Pennsylvania.
Ha publicado artículos en publicaciones académicas
en Chile, Estados Unidos y Venezuela, además de poesía y narrativa breve
en revistas literarias norteamericanas. Otras publicaciones suyas son Muriendo por la dulce patria mía y el cuento Acabo de mundo.
LLÁMENME CHILESAURUS DIEGOSUAREZI
Por tanto tiempo deseé
que llegaran un día a descubrirme
y sacarme las piedras de los ojos,
el pesado cascote del Jurásico
que sellaba mi párpado y mi fauce.chilesauro
Yo tengo algunas cosas que contar
a pesar de mi quietud de siglos.
No soy cualquier reptil embalsamado
pues me dieron nombre de persona
y como tal reclamo que me llamen
por lo que soy, ni más ni menos,
con mi nombre completo y apellido.
Así es, yo soy el grado cero,
el chilesauro taciturno que yacía
en el limo de una pampa muerta.
El cielo estaba despejado,
la mar hervía de cabrillas,
el viento me secaba la garganta,
mi corazón no sabía qué pasaba
ni qué era ese dolor que se venía encima.
Todo fue tan breve, pero miento,
todo es siempre breve en la memoria
y más breve todavía si el cerebro
es breve como breve, y poca, es esta lengua.
Dicen que hubo una gran bola de fuego: no la vi.
Sólo sentí una resolana
posar su hálito en mi cuello de culebra,
la huella de una lengua seca y sin lamido.
Volví la mirada hacia los cielos
y luego a los demás lagartos:
es demasiado tarde, ya mudos, me dijeron.
No sé bien cómo hablar de aquellos tiempos.
Lo mejor será que ya me olvide y que disfrute
del nuevo aire que abre mi esqueleto,
de la nueva agua desvaída,
de esta luz que quema y deja nada,
de la hoja vuelta piedra que aún chupo
en el intersticio de mis dientes elongados.
Me tomaron por otro, confundieron mi pelvis
con la de saurios gallináceos,
me llamaron pájaro y me dibujaron
volando torpe como pterodáctilo.
Yo quisiera por lo menos dejar esta constancia:
El primero en encontrarme fue un huemul.
En su ojo negro temblaron las aguas al olerme
y dejar su camuflaje de estiércol,
mi mojón duro, mi único epitafio, estas palabras:
Aquí yace Chilesauro, dragón bueno,
algo ingenuo, buen amigo,
poeta entre poetas disfrazado,
algo chico de porte, como un perro,
aunque igual pudiese ser un lobo
de tamaño regular y de gran cola.
El gran logro de su vida fue morirse
con la vista pegada al firmamento.
Sus deudos lamentaron su partida
y la propia al mismo tiempo,
pues las cosas se dan de esa manera
en los llanos de Aysén tan señalada
en regiones jurásicas famosas.
Se alimentaba bien, de hojas, ramas y raíces,
y bien se defendía, porque siempre portaba
brazo fuerte y una larga uña acerada.
Firmado: un huemul de estas tierras incendiadas
que concluye su mierda de elegía.
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