Difícil es, para quien no ha recorrido por sí mismo las tres grandes regiones del Perú, formarse un concepto exacto de su variada y compleja topografía. Extendido de norte a sur, en plena zona tropical, a lo largo de más de 18 grados geográficos, el territorio insume un borde occidental en las aguas inmensas del Pacífico, mientras por los otros tres lados el semicírculo tortuoso de la línea de fronteras contornea la vecindad de cinco pueblos amigos: Ecuador, Colombia, Bolivia, Brasil y Chile.
Costa, sierra y montaña se suceden, en fajas paralelas al mar, como tres zonas símbolos de la quietud perezosa, de la encrespada rebeldía y de la lujuria opulenta de la naturaleza.
—La costa—
Cuando, desde el avión, domina el pasajero el perfil de la costa, se ofrece a sus ojos una sobria perspectiva, que se diría pobre y cansada si no fuera original y solemne. Trazan las olas sinuosas líneas de espuma sobre la arena de las playas o al pie de los acantilados de la orilla. Islotes y escollos ponen toques blanquinegros sobre el azul acerado del océano. Yermos desiertos, rojizos o grisáceos, extienden su desolada monotonía hacia los confines de Levante.
Grandes campos de cultivo muellen el hecho de la hondonada; y aquí y allá la campiña se salpica con el blancor de los caseríos y el humo de las chimeneas. Simétricas e interminables, las plantaciones de caña de azúcar, de algodón y de viña ponen en cada zona su nota distintiva.
Así son los valles de la costa peruana y así se suceden, unos tras otros, en esquiva alternativa con nuestra yerma y obsesionante planicie occidental.
—La sierra—
La faja de la costa es de limitada anchura. Desde algunas millas tierra adentro, en dirección al oeste, la topografía se hace rugosa y compleja. La planicie de arena comienza a encabritarse, primero en suaves esguinces y luego en saltos gigantescos. Lomadas sucesivas prolongan sobre el territorio la ondulación del mar. Hierbecillas silvestres verdean en las faldas. Más allá, la pendiente se acentúa y se alzan, cada vez más audaces, los contrafuertes andinos. Quebradas profundas y sinuosas dislocan el paisaje.
Sierra fuerte y bravía. Distensión atormentada de los músculos de América. Milagro de la cordillera, ante cuya grandeza inmensurable la presunción humana se morigera y purifica.
La cordillera es un ser vivo. Razona, actúa, siente, dormita. Tiene arrobamientos y pasiones, decepciones y anhelos, grandezas y derrotas. Hay en ellas gestos de cesarismo y blanduras de esclava.
Sus inmensos tesoros minerales, se diría que escondidos con deliberada avaricia en los parajes más recónditos de su masa, poco menos que impenetrable.
—La montaña—
Los Andes miran a Oriente. Sus nieves han rodado desde las altas cumbres, liquidados los ventisqueros bajos, los colores estivales. Las fallas del terreno son allí profundas e imponentes. El lecho de las quebradas, en rápido declive, está sembrado de peñones romos y de grandes rodados cuyas aristas carcomieron las avenidas prehistóricas.
Luego, ya más abajo, la pendiente se suaviza y se serena el torrente. Su móvil superficie cobra anchura y el mugido se hace murmullo de cristal. El río discurre entonces por tierras planas y tibias. Súmense sus aguas bajo la pródiga vegetación del trópico. Delante el llano inmenso se abre, como una mano en ademán de invitación. Y allí comienza la montaña.
El bosque es color y movimiento: lujo de guacamayos, arcoíris de mariposas, rojo penacho de cardenal; lentitud de la tortuga y vivaz ligereza de la ardilla, abanicarse de las palmeras, saltos elásticos del tigre, balanceo de los simios en las hamacas del ramaje.
El hombre de los bosques es el señor de la espesura: dominador, bohemio y temerario. En un ayer no remoto, la leyenda del caucho le obsedía y fue tras ella hollando con planta inerme, pero firme, el rostro de las víboras. Hoy, su ambición persigue otros objetivos alucinantes: el cube, la castaña y las pepitas de oro. Le subyuga la meta remota y en busca suya tantea en el misterio del boscaje con el instintivo presentimiento de lo desconocido.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 28 de julio de 1958.
Fuente: https://elcomercio.pe
Por: José Luis Bustamante y Rivero
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