La pandemia de COVID-19 ha sido una lección sobre la velocidad: la velocidad con que un nuevo virus se puede propagar entre los humanos; la velocidad con que puede acumular muertes y paralizar economías; la velocidad a la que se pueden desarrollar y producir vacunas, y la velocidad con que la desinformación puede perjudicar la salud pública. En medio de toda esa rapidez hay un tipo distinto de velocidad, que impulsa a las demás, como el motor que hace girar vertiginosamente las cabinas de las atracciones de feria: la velocidad de la evolución vírica.
El coronavirus, como muchos otros virus de su clase (virus de ARN con genomas muy variables), evoluciona deprisa. Se ha adaptado enseguida a nosotros. Ahora surge la pregunta fundamental de si los seres humanos y su ingenio pueden adaptarse más rápido.
A menos que la respuesta sea positiva, nos enfrentamos a un largo y lastimoso futuro de sufrimiento continuo. Algunos expertos calculan que la cifra de muertes a causa de la COVID-19 endémica podría situarse entre las 100.000 y las 250.000 anuales, solo en Estados Unidos. Millones de vidas dependen de que la ciencia, la gobernanza y la sabiduría humanas puedan superar el ritmo con que se las ingenia el SARS-CoV-2, un agente relativamente simple pero emprendedor compuesto de cuatro proteínas y un genoma de ARN.
Charles Darwin dijo que los mecanismos de la evolución nunca actúan rápidamente, pero Darwin no sabía nada de virus. “Admitimos por completo que la selección natural obra generalmente con lentitud extrema”, escribió en El origen de las especies, publicado en 1859. El primer virus descubierto de todos, el virus del mosaico del tabaco, no fue advertido por los científicos hasta décadas más tarde. Cuando se desarrolló la teoría evolutiva desde el trabajo de Darwin y a lo largo de buena parte del siglo XX, se basó principalmente en las pruebas procedentes de campos como la paleontología, la biogeografía, la embriología y la anatomía comparada: patrones visibles que pueden revelar cambios lentos a través de largos periodos de tiempo. Esos datos, por lo general, son mucho menos útiles para medir la evolución cuando ocurre muy deprisa.
Sin embargo, disponemos de un nuevo tipo de evidencia científica para estudiar la evolución: la secuenciación y comparación de los genomas. Unas máquinas alucinantes realizan la secuenciación —dan la lectura del código genético, letra por letra— y unas potentes computadoras ayudan a cotejarla, y es todo mucho más rápido y barato que nunca.
Los científicos pueden ahora hacer un seguimiento de los cambios, mutación a mutación, en el ADN o el ARN que codifica las instrucciones genéticas de cada criatura, observarlos y medirlos mientras algunas de esas mutaciones, las que le resulten útiles al virus, se propagan entre una población. Pueden componer un retrato en vivo incluso de las criaturas que más rápido evolucionan, como las bacterias y los virus. Cuando estas bacterias o virus son patógenos que pueden infectar a los humanos, a esta disciplina se le llama epidemiología genómica.
Una de las pioneras de la epidemiología genómica es Sharon Peacock, profesora de salud pública y microbiología en la Universidad de Cambridge y directora ejecutiva del COVID-19 Genomics UK Consortium. Se trata de un grupo de organismos de salud pública e institutos de investigación fundado en abril de 2020 para secuenciar y analizar los genomas del nuevo coronavirus. En este momento, la contribución de los laboratorios del Reino Unido asciende a casi 2,8 millones de las secuencias del SARS-CoV-2 reportadas a nivel mundial, casi el 23 por ciento del total.
Peacock y quienes la ayudaron a crear y financiar esta iniciativa supieron desde muy pronto que la información genética podría ser fundamental para la respuesta a la pandemia. Sin embargo, no basta con recopilar secuencias y ponerlas a disposición de otros científicos. Eso sería genómica sin epidemiología: la aplicación del conocimiento poblacional a la salud pública.
“Si hablamos de velocidad, la clave está en pensar en toda la cadena, desde un extremo a otro”, me dijo Peacock hace poco. La “cadena” a la que se refería es una serie de pasos físicos (como tomarle muestras a un paciente), procesos de laboratorio (como extraer material genético vírico y secuenciar el genoma de ese virus) y análisis (interpretar las diferencias entre un genoma y otro). Obtienen datos que pueden ayudar a orientar las terapias y la protección de la población.
Las herramientas de hardware son importantes para esa labor. También el software es fundamental. Durante el primer año de la pandemia de COVID-19, una joven estudiante universitaria llamada Áine O’Toole, junto con otros miembros del laboratorio de Andrew Rambaut en la Universidad de Edimburgo, desarrolló una herramienta llamada PANGOLIN (sigla en inglés de Asignación filogenética de linajes de brotes mundiales con nombre). Se convirtió en uno de los sistemas de referencia para situar los nuevos genomas en el árbol genealógico del SARS-CoV-2, asignarles etiquetas racionales, aunque imposibles de recordar (como B.1.1.7), y contextualizar las nuevas variantes del virus a medida que aparecían.
Fueron Rambaut, O’Toole y sus compañeros de laboratorio los que ayudaron a detectar y localizar la primera variante importante, ahora llamada alfa, cuando apareció en el sureste de Inglaterra y se extendió hacia Londres en el otoño de 2020. Un año más tarde, otros científicos de Sudáfrica y Botsuana que estaban secuenciando las muestras de los viajeros detectaron otra variante en ascenso, llamada ómicron.
Esa detección rápida de las variantes es muy valiosa, pero solo si los datos se transforman sin demora en una orientación clara que se pueda aplicar a la práctica. “Aún nos faltan algunas cosas para poder llevarlos al ámbito clínico”, dijo Peacock. Entre ellas, conseguir que a la sanidad pública y al personal médico sin conocimientos de secuenciación les resulte fácil utilizar los datos y que los centros de atención médica, como los hospitales, financien dicho trabajo. “Por el momento, la mayoría de la secuenciación más allá de la COVID-19 la están financiando los organismos de sanidad pública y los fondos para la investigación”, señaló Peacock.
Esto no ha cambiado desde 2014, cuando Pardis Sabeti, genetista computacional de la Universidad de Harvard, dirigió un equipo de científicos para responder al terrible brote del virus del Ébola en África Occidental. Secuenciaron 99 genomas del virus a partir de las muestras tomadas a los pacientes de un hospital de Sierra Leona. Un cotejo de las secuencias reveló que todos los casos se debieron probablemente a un contagio de persona a persona, y no a un desbordamiento desde un huésped del mundo animal.
El brote de África Occidental terminó después de 28.000 casos de ébola y 11.000 muertes, momento en el que la epidemiología había demostrado su utilidad al revelar cómo se estaba propagando el virus. Con la COVID-19, ha habido 589 millones de casos conocidos y más de 6 millones de muertes hasta la fecha. La nueva disciplina apenas puede seguirle el ritmo al virus, y menos aún adelantarse a él. Sarah Cobey, bióloga evolutiva de la Universidad de Chicago que trabaja en una intersección de la inmunología, la evolución vírica y la epidemiología, ve “grandes agujeros” en la vigilancia genética de la COVID-19.
“A pesar de que tenemos montones y montones de secuencias, corresponden a demasiado pocos lugares”, me dijo Cobey. Durante el primer año de la pandemia, el Reino Unido, Nueva Zelanda, Australia e Islandia estuvieron entre los primeros países que secuenciaron una alta proporción de los casos. Los Países Bajos y la República Democrática del Congo también destacaron por su prontitud en la secuenciación. A medida que avanzó la pandemia, los científicos de Sudáfrica organizaron una importante iniciativa de secuenciación —como reflejó la detección de la variante beta y, después, de la ómicron—, y también mejoró la cobertura en Canadá y Escandinavia. Otras partes del mundo siguen siendo “puntos ciegos”, dijo Cobey.
Un dato lamentable, aunque no sorprendente, es que los países de renta alta secuenciaron una proporción de genomas del coronavirus en relación con los casos 16 veces mayor que los países de renta media y baja. El dinero es un factor limitante, pero no el único. “Creo que el problema fundamental es una verdadera falta de liderazgo científico para coordinar este tipo de recopilación de datos”, dijo Cobey. Pocos países tienen a su Sharon Peacock, o unos gobernantes que presten atención y apoyo a los líderes científicos.
El mundo necesita ese liderazgo, que amplíe y pague la vigilancia por medio de la secuenciación de este coronavirus y sus cambios, allá donde vaya el virus. Pero necesitamos mucho más, como advierten Cobey, Peacock y otros científicos.
Necesitamos unos estudios ambiciosos sobre la seroprevalencia —la revisión de las muestras de sangre para detectar indicios de contagios previos— que ayuden a los científicos a saber cuántos contagios no detectados se han producido. ¿Cuál es el verdadero total de casos en un país y en todo el mundo?
Necesitamos una investigación previsora y bien financiada sobre plataformas de vacunas que se puedan adaptar rápidamente para su uso contra patógenos nuevos, y no solo el desarrollo apresurado de dosis de refuerzo para la variante que acabe de aparecer. Necesitamos una vacuna universal contra el coronavirus y una vacuna universal contra la gripe, aunque no se pueda conseguir ninguna, dada la tremenda capacidad evolutiva de esos virus.
Más simple: necesitamos vacunas termoestables y administradas sin agujas que puedan reducir los problemas de rechazo en los países de renta alta y de escasez en los países cálidos de renta baja. Necesitamos mejores medicamentos antivirales, incluso para los virus raros pero peligrosos (como el virus de Nipah), lo que conlleva esfuerzos de desarrollo que quizá nunca sean rentables para las compañías farmacéuticas.
Todavía más simple, como señaló Cobey: necesitamos invertir en unos sistemas mucho mejores de ventilación y filtración del aire en nuestros edificios públicos, y reducir la propagación del coronavirus y otros patógenos transmitidos por el aire. Eso no es muy emocionante desde el punto de vista científico, admitió; solo es importante y eficaz en relación con su costo.
El viaje evolutivo de este coronavirus ha sido funesto e impresionante. Se podría decir que las transformaciones del SARS-CoV-2 medidas a lo largo de los últimos 31 meses, desde la cepa original hasta las subvariantes de la ómicron, proporcionan una de las imágenes más precisas de una rapidísima evolución a escala mundial en estado salvaje. En estado salvaje: es decir, no en vasos de precipitación y matraces, no en los laboratorios, sino en nosotros. Negacionistas de la evolución: tomen nota.
Todos deberíamos tomar nota. Tenemos 12 millones de instantáneas de esta cosa en movimiento, lo cual es suficiente, a la velocidad estándar de 24 fotogramas por segundo, para hacer una película sobre la evolución del SARS-CoV-2 de 138 horas de duración. Puesto que la biología evolutiva es una ciencia descriptiva, y no predictiva, todavía no sabemos cómo podría acabar la historia. Probablemente no acabe. Y los epidemiólogos genómicos, a pesar de lo inteligentes que son, no pueden salvarnos de lo que sigue viniendo. Tenemos que salvarnos nosotros.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: David Quammen escribe sobre ciencia. Su nuevo libro, Breathless: The Scientific Race to Defeat a Deadly Virus, se publicará en octubre.
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