Podría haber comenzado así: una tarde del año pasado, en algún lugar de
la montañosa provincia de Yunnan, en China, un cazador entró en una
cueva de piedra caliza. Mientras caminaba con cuidado a lo largo de la
superficie resbaladiza y desigual, su lámpara de cabeza iluminó cortinas
con volantes de piedra y paredes salpicadas con protuberancias de
calcita. Continuó a través de una serie de cámaras más pequeñas hasta
llegar a un estrecho pasaje que apestaba a amoniaco, exactamente lo que
esperaba encontrar. Estiró una red de malla fina a través del pasaje, se
sentó en un área relativamente seca y esperó. Al anochecer, miles de
murciélagos de herradura —pequeños y ágiles, con barrocas narices
arrugadas— comenzaron a salir de la cueva para cazar insectos. Había
tantos que volaban tan cerca entre sí que algunos no pudieron evitar la
red. Una vez que la mayoría de los murciélagos se había ido, el cazador
desenredó la decena o más que atrapó, los dejó caer en un saco de tela y
recogió un poco de guano fresco del suelo de la cueva. La mañana
siguiente, llevó la mayoría de los murciélagos a los vendedores de un
mercado cercano, donde fueron almacenados en jaulas junto a pavos
reales, ranas toro, serpientes de rata, tortugas de caparazón blando,
ciervos ratones, tejones turón y zorros, todos apreciados por su carne,
pelaje o sus supuestas propiedades medicinales. Después de vender el
guano a los granjeros como fertilizante, llevó algunos de los
murciélagos más grandes a los restaurantes a los que él mismo había
suministrado durante años.
Aunque no se dio
cuenta, el cazador había atrapado mucho más que su presa. Como todos
los animales, los murciélagos eran planetas en sí mismos, repletos de
ecosistemas invisibles de hongos, bacterias y virus. Muchos de los virus
que se multiplicaron dentro de los murciélagos han circulado entre sus
anfitriones durante miles de años, si no más. Usan las células de los
murciélagos para replicarse, pero rara vez causan enfermedades graves. A
través de mutaciones fortuitas y el frecuente intercambio de genes, un
virus había adquirido la capacidad de infectar las células de otros
ciertos mamíferos además de los murciélagos, en caso de que alguna vez
surgiera la oportunidad. Cuando el cazador entró a la cueva de piedra
caliza, le proporcionó al virus un nuevo camino a seguir, uno que salía
de las grietas húmedas que siempre había conocido, fuera del campo,
hacia el ancho mundo.
Quizás el
cazador fue contaminado por el guano en la cueva, al transferir el virus
a su nariz o boca en un gesto distraído. Quizás un vendedor del mercado
o un cocinero fue infectado por una salpicadura de sangre o heces al
desollar y destripar un murciélago y transmitió el virus a sus
compañeros de trabajo y clientes en los siguientes días y semanas.
Mientras en el mercado los muchos animales estresados y heridos
sangraban, babeaban o defecaban los unos sobre los otros, el virus
podría haber saltado inicialmente desde los murciélagos a otra criatura
enjaulada, como un pangolín —un pequeño mamífero escamoso que se ve como
un armadillo vestido de alcachofa— y se iba hibridando con los virus de
ese animal antes de saltar de nuevo a los seres humanos. Cuando los
chefs, los curanderos y otros compradores exploraron el mercado,
pudieron haber inhalado gotículas infecciosas o tocado superficies
contaminadas, e iniciaron nuevas cadenas de infección en toda la región
al volver a sus hogares y lugares de trabajo.
Al principio, el virus pudo haber proliferado a una tasa adecuada para
mantenerse, pero no lo suficientemente alta para crear grupos notables
de infección. Finalmente, a través de vías de contagio vinculadas con el
comercio y el consumo de vida silvestre, el virus viajó desde las
aldeas de la China rural hasta la ciudad de Wuhan: una metrópoli moderna
en donde viven en densas aglomeraciones más de diez millones de
personas, cada una de las cuales era un posible huésped sin inmunidad.
Pronto se movía rápidamente de una persona a otra en restaurantes,
oficinas, complejos de apartamentos, hoteles y hospitales. A partir de
ahí, podría haber trepado fácilmente a la red ferroviaria de alta
velocidad de China, y llegar a Pekín y Shanghái en menos de seis horas.
En algún momento a fines de 2019 o inicios de 2020, el virus descubrió
una nueva forma de viajar: abordó un 747.
Hay mucho que no sabemos sobre los
orígenes de la pandemia en curso y algunos detalles de los que quizás
nunca vamos a enterarnos. Aunque la secuencia genética actualmente
indica que los murciélagos de herradura son la fuente principal de SARS-CoV-2,
es posible que se pruebe en algún momento que otro animal fue el
vector. Los murciélagos pueden haber infectado inicialmente al ganado o a
criaturas cautivas más exóticas criadas en una de las muchas granjas de
vida silvestre de China. Quizás los murciélagos (u otro vector) fueron
contrabandeados a través de la frontera sur desde un país vecino, como
Birmania o Vietnam. O quizás el virus infectó intermitentemente a
animales y personas en áreas rurales durante años antes de hallar
finalmente una ruta hacia una ciudad importante. Independientemente de
la trayectoria precisa del SARS-CoV-2, los expertos concuerdan en que la
COVID-19 es una zoonosis, una enfermedad que saltó de animales a seres
humanos.
Entre el 60 y el 75 por ciento
de las enfermedades infecciosas emergentes en los seres humanos
provienen de otros animales. Muchas zoonosis —la rabia, la enfermedad de
Lyme, el ántrax, la enfermedad de las vacas locas, el Nilo Occidental,
el zika— son importantes en la conciencia pública; otras son menos
conocidas: la fiebre Q, el orf, la fiebre del valle del Rift, la
enfermedad de la selva de Kyasanur. Más de unas pocas, incluidas la
gripe, el sida y la peste bubónica, han causado algunos de los brotes
más mortales registrados en la historia. Aunque las zoonosis son
antiguas —se cree que se hace referencia a ellas en las tablillas mesopotámicas y en la Biblia— se han incrementado en las últimas décadas, junto con la frecuencia de los brotes.
Los patógenos
zoonóticos generalmente no nos buscan ni se encuentran con nosotros por
pura coincidencia. Cuando las enfermedades se trasladan de animales a
seres humanos, y viceversa, generalmente se debe a que hemos
reconfigurado nuestros ecosistemas compartidos de forma que la
transición sea mucho más probable. La deforestación, la minería, la
agricultura intensiva y la expansión urbana destruyen los hábitats
naturales, y obligan a las criaturas salvajes a aventurarse en las
comunidades humanas. La caza excesiva, el comercio y el consumo de vida
silvestre aumentan significativamente la probabilidad de infección entre
especies. El transporte moderno puede dispersar microbios peligrosos
por el mundo en cuestión de horas. “Las presiones e interrupciones
ecológicas causadas por el ser humano ponen a los patógenos animales más
en contacto que nunca con las poblaciones humanas”, escribió David
Quammen en su libro de 2012, Spillover, “mientras que la tecnología y el comportamiento humano propagan esos patógenos cada vez más amplia y rápidamente”.
Incluso
en Yunnan, una de las provincias más rurales y con mayor biodiversidad
de China, la rápida urbanización ha perturbado notablemente los
ecosistemas locales. Desde 1958 hasta 2010, la población de Yunnan, que
era de 19 millones, creció a 46 millones. La tala y los incendios
provocados por los seres humanos han destruido cientos de miles de
hectáreas de selva. Casas, árboles frutales y plantaciones de caucho han
desplazado a la selva tropical. Cerca de un tercio de los hogares en
las áreas altas reportan que no disponen de alimentos suficientes
durante, al menos, un tercio del año. Como recurso, a menudo cazan
animales salvajes para comer o vender. A pesar de las leyes contra la
caza furtiva, y el establecimiento de numerosas reservas naturales
protegidas, la recolección y caza de especies silvestres aún es común, y
a menudo representan del 25 al 80 por ciento de los ingresos de un
hogar rural.
En 2015, un equipo internacional de científicos recolectó muestras de sangre
de 218 aldeanos en Yunnan que vivían a seis kilómetros de cuevas de
murciélagos. Seis de ellos tenían anticuerpos para el SARS-CoV-1, el
virus que causó el brote original de SARS a inicios de la década del
2000. Ninguno de los seis individuos tenía antecedentes conocidos de
SARS o contacto con pacientes de SARS, pero todos habían observado
murciélagos que volaban sobre sus aldeas, lo que sugiere la posibilidad
de una infección directa. Algunos científicos creen que esa exposición
es rutinaria en la provincia. El hecho de que no se hayan registrado
brotes de SARS anteriormente se debió probablemente a la lejanía de los
asentamientos más rurales de Yunnan respecto a los mayores centros
urbanos de China. Con el tiempo, sin embargo, las mejores carreteras y
las nuevas líneas férreas de alta velocidad han reducido la distancia
entre el campo y la ciudad.
Los
expertos en enfermedades infecciosas tienen un término para las especies
en las que generalmente reside un patógeno sin causar enfermedades
graves: reservorio natural. Es inevitable que exista cierta cantidad de
trasvase entre especies, pero la frecuencia y la gravedad de los brotes
zoonóticos en las poblaciones humanas no pueden ser explicados solo por
la casualidad. Hemos vinculado los depósitos de agentes patógenos
desconocidos con los nuestros a través de vastas redes de afluentes
accidentales. Sumergimos nuestras redes en las piscinas nativas de
criaturas exóticas y arrojamos lo que atrapamos en congregaciones antes
imposibles, lo que permite que sus microbios se mezclen y muten.
Llenamos las áreas interiores del país con océanos artificiales de
cerdos y aves de corral, que se convierten en recipientes de mezcla para
virus de humanos, ganado y vida silvestre. Drenamos las cuencas
biológicas de la diversidad que normalmente mantendrían los contagios
bajo control. Las enfermedades de otros animales no han saltado sobre
nosotros tanto como han entrado en nosotros a través de los canales que
les suministramos.
Los seres humanos no son
las primeras criaturas en transformar los ecosistemas globales, pero
ninguna otra especie ha cambiado tan profundamente el planeta en formas
tan diversas en tan poco tiempo. Durante la mayor parte de la historia
humana, las personas vivieron en pequeñas comunidades rurales y
utilizaron colectivamente menos del cinco por ciento de la tierra
habitable del mundo para la agricultura. La humanidad tardó miles de
años en llegar a mil millones,
un hito alcanzado alrededor de 1800. Desde entonces, en apenas 220
años, la población mundial se ha disparado a casi ocho mil millones.
Entre 1950 y 2018, a medida que las personas se mudaron de las áreas
rurales a las ciudades en expansión, la población urbana del mundo
aumentó de 751 millones a 4,2 miles de millones. A partir de 2007, los
centros urbanos han reemplazado a las comunidades rurales como la forma
predominante de habitación humana. Dependiendo de las definiciones, hoy
se estima que entre un 55 por ciento y un 85 por ciento de la humanidad
vive en un área urbana.
El crecimiento sin precedentes de nuestra especie ha alterado
radicalmente la abundancia y distribución de otros animales. En 1700, los verdaderos territorios salvajes aún cubrían
casi la mitad de los continentes. Ahora hemos modificado más del 70 por
ciento de la tierra libre de hielo. Más de un tercio de los bosques que
existían antes del inicio de la agricultura se han ido. Algunas
especies seleccionadas han proliferado en el nuevo mundo
antropocéntrico, principalmente para satisfacer nuestras necesidades:
trigo, maíz, pollos, ganado. Ciertas criaturas obstinadas prosperan en y
alrededor de nuestras casas. En general, sin embargo, el ascenso
meteórico de los seres humanos ha traído el declive cataclísmico de la
vida silvestre. Actualmente el planeta pierde su biodiversidad entre 100
y 1000 veces la tasa de extinción pre-humana. Hemos reducido la masa
total de mamíferos salvajes en un 82,5 por ciento, la de los peces en un
83,75 por ciento y la de las plantas, a la mitad.
Al mismo tiempo
que devastamos la vida silvestre y eliminamos especies enteras,
exprimimos a las criaturas que aún quedan en configuraciones perversas y
peligrosas, poniendo en peligro nuestra propia salud. Las zoonosis
revelan que la administración ambiental no está simplemente relacionada
con la salud pública; en muchos casos, son lo mismo. “Necesitamos dejar
de mirar a las personas en el vacío”, dijo Jonathan Epstein, ecólogo de
enfermedades y vicepresidente de ciencia y divulgación de la
organización sin fines de lucro EcoHealth Alliance. “Todo lo que hacemos
para alterar los sistemas naturales, manipular el medio ambiente que
nos rodea, influye en nuestra salud. No hemos pensado en eso con el
cuidado suficiente”.
En medio del
brote original de SARS, los científicos comenzaron a buscar los
reservorios de SARS-CoV-1 en los mercados de animales vivos. La evidencia preliminar
apuntaba a las civetas de las palmeras, unos carnívoros parecidos a un
hurón apreciados por su almizcle y carne. Miles de civetas fueron
quemadas, hervidas, ahogadas y electrocutadas por orden de las
autoridades de salud de Guangdong. La investigación adicional reveló
que, aunque el virus probablemente había pasado a los seres humanos a
través de las civetas, ellas no eran la fuente original. En 2017,
después de un trabajo detectivesco y colaborativo entre investigadores de todo el mundo, la viróloga Zheng-Li Shi y sus colegas publicaron un estudio
que identifica el probable lugar de nacimiento del SARS-CoV-1: una
cueva de murciélagos en la provincia de Yunnan. Colectivamente, los
murciélagos de herradura en esa cueva albergaban coronavirus con todos
los elementos genéticos que componen la cepa que infectó a los seres
humanos. Si el virus o su progenitor no se formaron en esa cueva exacta,
es casi seguro que evolucionó entre los murciélagos de la región y
viajó a Guangdong a través de cadenas de personas conectadas de diversas
maneras al comercio de vida silvestre.
Si
bien la atención renovada a los peligros de los mercados de vida
silvestre está completamente justificada, muchas vías de contagio entre
animales y personas no son tan sangrientas o explícitas. En el otoño de
1998, los criadores de cerdos en Malasia comenzaron a desarrollar una
enfermedad grave caracterizada por fiebres, confusión y convulsiones.
Algunos cayeron en coma. Entre septiembre y mayo, el brote infectó
a 265 personas y mató a 105, una tasa de mortalidad de casi el 40 por
ciento. Inicialmente, muchos expertos sospecharon que era encefalitis
japonesa. Sin embargo, a inicios de 1999, Kaw Bing Chua, entonces
virólogo en entrenamiento en la Universidad de Malaya, guardó cuidadosamente
muestras del patógeno en su equipaje de mano y voló a una sucursal de
los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades en Fort
Collins, Colorado, para usar su potente microscopio electrónico. Bajo
gran aumento, pudo ver que no era el virus de la encefalitis japonesa.
No parecía ser una coincidencia exacta de ningún patógeno conocido. Chua
y sus colegas lo llamaron virus de Nipah, por el pueblo donde se habían
originado las muestras.
Las cuatro
décadas anteriores al brote de Nipah fueron una época de gran
crecimiento económico y cataclismo ambiental en Malasia. De 1960 a 1990,
la población urbana casi se duplicó y la producción agrícola general se
multiplicó por ocho. Grandes extensiones de bosque fueron taladas,
quemadas o reemplazadas con casas, granjas, huertos y plantaciones de
caucho y aceite de palma. En 1966, el bosque de tierras secas cubría el
64 por ciento de Malasia peninsular; hacia 1990 había disminuido a menos
del 50 por ciento, principalmente debido a la agricultura. En 1965,
Malasia cosechó 10,6 millones de metros cúbicos de madera dura tropical.
En la década de 1980, registraba aproximadamente el triple y se había
convertido en uno de los principales exportadores mundiales de madera
tropical. Aunque no fue inmediatamente obvio para los investigadores, la
salud de los bosques de Malasia sería crucial para comprender por qué
tantos de sus ciudadanos habían contraído este virus mortal.
Más
tarde, en 1999, Chua comenzó a buscar el reservorio natural de Nipah.
Investigaciones anteriores del epidemiólogo Hume Field revelaron que los
murciélagos de la fruta eran el reservorio para el virus Hendra en
Australia, así que el equipo de Chua en Malasia también se enfocó en los
murciélagos. Extendieron láminas de plástico debajo de los sitios de
descanso para recolectar gotas de orina y trozos de fruta mordisqueada
por murciélagos, como mangos o manzanas de Java. El virus vivo y aislado
de las muestras coincidió estrechamente con las cepas que causaron el
brote, y se confirmó en un estudio de 2002 que los murciélagos de la
fruta eran el reservorio.
Rabia,
ébola, Marburgo, SARS, MERS, Hendra, Nipah: los murciélagos son una
fuente definitiva o probable de los virus zoonóticos más letales que
ingresan a las poblaciones humanas. ¿Por qué? Hay muchas razones. Los
murciélagos son un linaje antiguo y diverso: casi una de cada cuatro
especies de mamíferos es un murciélago; como grupo, han co-evolucionado
con una gran cantidad de virus por alrededor de 50 millones de años.
Muchas especies de murciélago son sociales: se posan en grandes
cantidades, se acurrucan para abrigarse, acicalan y dan de mamar a sus
crías, y brindan numerosas oportunidades para que los patógenos circulen
entre ellos. Los murciélagos son altamente móviles, algunas veces
viajan decenas de kilómetros entre sitios de descanso o migran cientos
de kilómetros durante una estación, y llevan sus virus con ellos.
Los murciélagos también tienen un sistema inmune único, muy probablemente como una adaptación
a un talento que ningún otro mamífero tiene. Para volar, los
murciélagos deben aumentar significativamente su tasa metabólica, lo que
crea subproductos moleculares peligrosos, como los iones reactivos que
dañan las células y el ADN. Durante el vuelo, fragmentos de ADN fracturado escapan del núcleo
de las células del murciélago y vagan alrededor, pareciéndose a la
presencia de invasores virales. En la mayoría de los animales, todo ese
caos y ADN fuera de lugar provocaría una fuerte respuesta inmune e
inflamación crónica, que dañaría innecesariamente el tejido sano. Como
resultado de estas presiones, los murciélagos han desarrollado varias contramedidas,
incluidas reacciones inflamatorias moderadas. A su vez, estas
adaptaciones los han hecho más resistentes a los virus reales y menos
propensos a iniciar el tipo de respuesta inmune excesivamente celosa que
a menudo mata a otros animales infectados.
Los murciélagos generalmente no se
mezclan con otros animales o inician potenciales efectos de contagio; a
pesar de sus asociaciones literarias góticas, solo tres especies de
murciélagos se alimentan exclusivamente de sangre. Los brotes de virus
de murciélago generalmente comienzan cuando un humano lleva a un
murciélago a un lugar al que nunca iría o se mete en su hogar. Nipah es
un excelente ejemplo. Desde el verano de 1997 hasta el verano de 1998,
los incendios provocados por seres humanos en el sudeste asiático
incineraron al menos cinco millones de hectáreas de bosque afectado por
la sequía y generaron una enorme capa de neblina a la deriva, lo que
causó problemas de salud generalizados y oscureció la luz solar, lo que
dificultó la fotosíntesis en la región. Con gran parte de su hábitat
natural talado o en cenizas, y con los árboles frutales silvestres menos
productivos de lo habitual, los murciélagos comenzaron a alimentarse en
huertos que bordeaban el bosque. Cuando Chua y sus colegas examinaron las granjas
en el área donde ocurrieron los primeros casos, descubrieron árboles de
mango, durian y manzanas de Java adyacentes o encima de los cercados de
los cerdos. Mientras los murciélagos se alimentaban entre los árboles
de las granjas, trozos de fruta empapados de saliva habrían caído en los
chiqueros, lo que proporcionó a los cerdos bocados irresistibles y
dosis repetidas del virus. Los granjeros en contacto cercano con cerdos
infectados posteriormente contrajeron el virus. Si este escenario
resulta familiar, probablemente sea porque inspiró las escenas finales
de la película de 2011 Contagion.
Pocas personas han
pasado tanto tiempo inspeccionando garrapatas por voluntad propia como
los ecologistas Felicia Keesing y Richard Ostfeld. Colaboradores
científicos de larga data, que también están casados, capturan y
examinan habitualmente mamíferos del bosque como ardillas, ardillas
listadas, musarañas, zarigüellas y comadrejas en el valle del Hudson en
Estados Unidos. Una gran parte de su investigación consiste en poner
trampas con cebo de avena para atrapar a estos animales y poder realizar
un censo local de garrapatas. Con movimientos hábiles, perfeccionados
por décadas de práctica, sacan a sus presas de las trampas para
examinarlas. Si es un animal más pequeño —digamos, un ratón— lo
sostienen por la piel del cuello y cuentan entre 20 y 200 garrapatas del
tamaño de semillas de amapola en su cara y orejas, separando suavemente
el pelaje con el aliento para verlas mejor. (Por ahora, durante la
epidemia, usan pinzas).
En más de dos décadas de investigación, Ostfeld y Keesing han descubierto que la abundancia de ciertos mamíferos del bosque
predice el tamaño de las poblaciones de garrapatas al año siguiente y
el riesgo de enfermedad de Lyme para las personas que viven cerca.
Cuando las larvas de garrapata eclosionan, aún no llevan las bacterias
Borrelia en forma de sacacorchos que causan la enfermedad de Lyme;
adquieren los patógenos de la amplia gama de pequeñas criaturas de las
que se alimentan. Por razones de fisiología y comportamiento, la
probabilidad de que estos animales transmitan Borrelia a una garrapata
varía enormemente. Algunas especies parecen tener reacciones inmunes
especialmente fuertes a las garrapatas y las matan antes de que puedan
terminar el festín. Otros frustran a los parásitos con su fastidioso
acicalamiento: una zarigüeya puede deshacerse de más de 5000 garrapatas
en una sola semana, mientras que un ratón se saca solo 50. Los ratones
de patas blancas son, por mucho, los más tolerantes a las garrapatas y
tienen más probabilidades de propagar la bacteria Borrelia, e infectan
alrededor del 90 por ciento de las garrapatas que se alimentan de ellos.
Dondequiera que se multiplique el ratón de patas blancas, también lo
hace la amenaza de la enfermedad de Lyme.
Los
ratones de patas blancas son lo que los biólogos llaman una especie
generalista: son resistentes, omnívoros y adaptables y, a diferencia de
especies más especializadas, son capaces de prosperar en hábitats
estrechos y degradados creados por la continua invasión de casas, campos
de golf y centros comerciales. Las poblaciones humanas en expansión
fracturan los bosques en islas verdes cada vez más pequeñas en todo el
noreste del país. La extensión promedio de bosque continuo en gran parte
del valle del Hudson ahora es de solo 33 hectáreas, un poco más del 20
por ciento del tamaño de Central Park. Esas astillas de bosque carecen
del espacio y la diversidad de recursos requeridos por muchos mamíferos
grandes, como lobos y linces, y por criaturas altamente especializadas,
como los pájaros carpinteros y los polinizadores que se alimentan
exclusivamente de unas pocas especies de plantas. En la naturaleza fragmentada, donde
muchas criaturas no pueden sobrevivir y la diversidad de especies es
baja, las poblaciones de ratones de patas blancas crece e infecta a un
enorme número de garrapatas con la bacteria que causa la enfermedad de
Lyme, lo que aumenta el riesgo para los seres humanos. Por el contrario,
en áreas de alta diversidad,
las poblaciones de ratones de patas blancas están limitadas por
numerosos competidores y depredadores, la mayoría de los cuales son
mucho menos propensos a infectar a las garrapatas con Borrelia, lo que
mitiga el riesgo de contagio, un fenómeno conocido como el efecto de dilución.
Desde la década de 1990, cuando Ostfeld y Keesing comenzaron sus estudios, los investigadores que trabajan en muchos diferentes ecosistemas
han descubierto que contar con una alta biodiversidad a menudo reduce
el riesgo de enfermedades infecciosas. “Los mejores huéspedes para
muchas enfermedades son habitualmente las especies que prosperan cuando
los seres humanos perturban los hábitats y disminuye la diversidad”, me
dijo Keesing. “Finalmente nos dimos cuenta de que lo que creíamos que
era una peculiaridad del sistema de la enfermedad de Lyme sucedía en
todo el planeta”.
En el verano de 1999, comenzaron a caer cuervos en el suelo del
Zoológico del Bronx, como si hubieran perdido el control en pleno vuelo.
Las personas en toda la ciudad informaban de un inusual número de
pájaros muertos en el césped y las aceras. Cuando Tracey McNamara,
entonces directora de patología en el Zoológico del Bronx, examinó
algunos de los cuervos muertos, descubrió células anormales, hemorragias
y lesiones inflamatorias en sus cerebros, características de una
infección viral. Los médicos en Nueva York, mientras tanto, habían
documentado grupos de pacientes humanos con fiebre, confusión y
debilidad muscular, algunos de los cuales murieron. Inicialmente, los
oficiales de salud sospecharon de la encefalitis de San Luis, una
enfermedad viral transmitida por mosquitos que causa inflamación
cerebral.
Para el fin de semana del Día del
Trabajo, lo que había estado afligiendo a los cuervos contagió a los
pájaros del zoológico: un cormorán nadaba en bucles perpetuos, y los
cuellos de los flamencos se doblaban como tulipanes marchitos. Pronto,
esas aves murieron así como gaviotas reidoras y buhos nivales. Muchos de
ellos tenían el tipo de inflamación cerebral que revelaba que la causa
era un virus. McNamara se preguntó si los brotes de los seres humanos y
los pájaros estarían relacionados con un solo patógeno. Si lo fueran, la
encefalitis de San Luis no podría ser el diagnóstico correcto, porque
no produce síntomas en los pájaros. Quizás esto era algo nuevo.
Preocupada por las implicaciones, llamó a los CDC y fue derivada a un
epidemiólogo jefe en el laboratorio de Fort Collins. “Llegué a la mitad
de mi historia y fui despedida sumariamente y se me dijo que no había un
vínculo posible entre la muerte de mis pájaros y las personas”, recordó
McNamara.
Varias semanas después,
nuevas investigaciones y resultados de cinco laboratorios diferentes,
incluido el de Fort Collins, demostraron que McNamara tenía razón: los
cuervos, los pájaros del zoológico y los seres humanos estaban
infectados con el virus del Nilo Occidental, un patógeno zoonótico que
generalmente circulaba en pájaros, pero pudo pasar a las personas a
través de los mosquitos. El virus del Nilo Occidental nunca antes se
había documentado en América del Norte. Es posible que haya llegado en
el cuerpo de un pájaro o un mosquito, infectado a las poblaciones
locales de pájaros y finalmente se haya propagado a los humanos. El
virus del Nilo Occidental aún infecta a miles de personas en Estados Unidos cada año,
con una tasa de mortalidad promedio del cinco por ciento entre los
casos conocidos. El número de casos y muertes conocidos varía
considerablemente de un año a otro y de una región del país a otra.
Aunque
parte de esta variación se debe al clima, científicos como Brian Allan,
de la Universidad de Illinois, y John Swaddle, de William y Mary,
también han descubierto explicaciones ecológicas más complejas. Solo
unas pocas especies de aves de América del Norte son transmisores eficientes
del virus del Nilo Occidental, en particular los petirrojos americanos,
que a menudo se alimentan en el suelo, al alcance de los mosquitos, y
toleran grandes cantidades del virus sin síntomas graves. Por el
contrario, muchas otras especies
—faisanes, pájaros carpinteros, gansos, gallaretas y codornices— no son
anfitriones particularmente adecuados. En regiones con comunidades
diversas de aves, el virus tiene dificultad para establecerse, lo que disminuye el riesgo de transmisión a los seres humanos.
En áreas en las que la diversidad de aves es baja, en especial en
entornos altamente urbanizados donde prosperan especies generalistas
como los petirrojos, el riesgo para los seres humanos es
significativamente mayor.
Nuestra
incesante reorganización de los ecosistemas se repite para alterar
nuestra salud de maneras aún más tortuosas, de formas que muchas
personas jamás imaginarían. En 2007, California experimentó el brote de
la fiebre del Nilo Occidental concentrado cerca de Bakersfield. Un
invierno y una primavera inusualmente cálidos y secos habían reducido
inicialmente las poblaciones locales de pájaros y mosquitos, lo que
debió haber disminuido el riesgo del virus del Nilo Occidental. Sin
embargo, cuando los investigadores que indagaron el brote condujeron una
investigación aérea, descubrieron muchas piscinas y jacuzzis
descuidados. Esa primavera el condado de Kern registró un aumento del
300 por ciento en la morosidad hipotecaria, la vanguardia de la crisis
de préstamos de alto riesgo. El cloro se evaporó, las algas florecieron y
los mosquitos proliferaron en sus nuevas zonas de reproducción, y se
amplificó la amenaza de una infección en la región. Si los depredadores
de mosquitos, como las ranas, las salamandras y las tortugas, hubieran
aparecido, habrían encontrado paredes demasiado lisas y empinadas para
navegar, hubieran quedado atrapados y potencialmente ahogados. Gracias a
la magia financiera que finalmente destruyó la economía, los mosquitos
de Bakersfield fueron más libres que nunca para reproducirse y propagar
el virus.
Eliminar las zoonosis
es efectivamente imposible. Nuestra supervivencia depende de una
intrincada red de conexiones con otras criaturas vivientes, incluidos
los microorganismos. No podemos desinfectar el planeta o vivir en
burbujas herméticamente selladas. No podemos prevenir que nuevos virus
aparezcan. Pero podemos reducir significativamente el riesgo de
patógenos peligrosos que se contagien de animales a poblaciones humanas.
A raíz del SARS y en las primeras etapas de la COVID-19, el objetivo
más obvio para la reforma es el comercio de vida silvestre.
El
comercio de vida silvestre es una aberración ecológica: empuja especies
que de otro modo nunca se encontrarían a convivir en una tensa
intimidad. Ya que los animales cautivos a menudo están desnutridos y
estresados, son más susceptibles a la infección. Cuando son masacrados
en el acto, lo que ocurre en ciertos mercados de animales vivos, sus
fluidos salpican y potencialmente exponen a otros animales, así como a
los seres humanos. Es una encrucijada incomparable para los patógenos
infecciosos. La urbanización, el aumento de la riqueza y la mejora de la
infraestructura, como las nuevas carreteras hacia áreas silvestres
antes inaccesibles, han impulsado la expansión y comercialización del
comercio de animales vivos en todo el mundo.
Por
supuesto, en algunos casos, las personas dependen de la vida silvestre
para su sustento. Unos 150 millones de hogares en América Latina, Asia y
África cazan animales salvajes, principalmente para consumo personal,
según un estimado de 2017; los hogares más pobres tienden a depender más
fuertemente de la carne de animales salvajes. Entre las clases medias y
altas de la creciente población urbana de China, la tendencia a comer
criaturas salvajes tiene menos que ver con la supervivencia que con el
estatus: es una forma de mostrar riqueza y agasajar a los invitados.
Según otro estudio de 2017, el consumo de carne en China ha crecido en
un tercio desde 2000, más rápidamente que en cualquier otra economía, y
la demanda por productos de vida silvestre de todo tipo ha aumentado. La
carne exótica también es atractiva en Occidente: muchos miles de kilos
de carne de monte
—primates, antílopes, roedores, pájaros y reptiles— se introducen de
contrabando en Europa y América del Norte cada año. En Estados Unidos, 11,5 millones de personas cazan y
a veces comen animales como venados, ciervos, alces, osos, mapaches,
puercoespines, palomas, codornices, faisanes, armadillos, ardillas y
caimanes.
Claramente, las
prohibiciones globales no son necesariamente la estrategia más realista o
juiciosa. Una regulación más estricta, una higiene mejorada y vedas de
criaturas salvajes que presentan el mayor riesgo zoonótico —murciélagos,
roedores y primates— podrían hacer que los mercado de animales vivos
sean mucho más seguros. Algunos investigadores defienden soluciones que
aborden los problemas socioeconómicos subyacentes: desarrollar fuentes
alternativas de ingreso para los cazadores y comerciantes de animales,
invertir en seguridad alimentaria y promover cultivos de vegetales ricos
en proteínas. Pero incluso hoy en día, las familias dispersas en las
áreas rurales que tratan de alimentarse no representan tanto riesgo como
el comercio organizado de vida silvestre que atiende a clientes
adinerados motivados por la indulgencia en lugar de la necesidad.
El 24 de febrero, la legislatura de China prohibió
la caza, el comercio y el transporte de vida silvestre terrestre para
el consumo; una excepción permite el uso continuo de animales salvajes
para pieles, cueros y medicina tradicional. Aunque prohibiciones
similares después de brotes zoonóticos anteriores fueron temporales,
algunos expertos son optimistas. “Creo que esta vez será diferente”,
dice Grace Ge Gabriel, directora regional de Asia en el Fondo
Internacional para el Bienestar Animal. “Estoy muy segura de eso, debido
a la gravedad y la protesta. Siento que un cambio social ocurre”. Una encuesta en línea reciente de la Universidad de Pekín
sugirió que aún más público podría estar volviéndose contra las
prácticas ya controvertidas. “Si esto no es una llamada de atención,
nada lo será”, dice Tony Goldberg, ecólogo de enfermedades infecciosas y
profesor de epidemiología en la Universidad de Wisconsin, Madison.
Muchos
de los otros motores principales de las zoonosis son los mismos
problemas insuperables con que los conservacionistas han lidiado durante
décadas: deforestación, pérdida de biodiversidad, agotamiento de los
recursos naturales. Sin embargo, incluso cambios relativamente simples
en las interacciones entre los seres humanos y otros animales pueden
tener grandes efectos en la probabilidad de un contagio. Tras el brote
de 1998 del virus Nipah en Malasia, se prohibió la cría de cerdos
en áreas de alto riesgo; los granjeros separaron los chiqueros de los
árboles frutales, mantuvieron a los cerdos en grupos más pequeños
aislados de las personas y otros animales, y comenzaron a usar más
equipo de protección y desinfectantes. Hasta ahora la enfermedad no ha
resurgido en Malasia, aunque ha habido brotes repetidos en países
vecinos, en parte porque los murciélagos contaminan la savia de la palmera datilera, una
bebida popular. Según un estudio, los recolectores de savia que
protegieron a los árboles de los murciélagos con el uso de faldas de
bambú simples y asequibles redujeron la contaminación hasta en un 81 por
ciento.
La educación y la conciencia pública
sobre el riesgo zoonótico también son primordiales. Aunque los brotes
zoonóticos son generalmente alentados por problemas sistémicos, el
gatillo suele ser la acción de un individuo. “Una sola persona con un
fósforo puede encender fuego en Australia”, dice Goldberg. “Una sola
persona que toma una decisión no informada puede desencadenar una
pandemia”. La pandemia de VIH/sida,
que ha infectado a 75 millones de personas y mató a 32 millones, puede
haber comenzado a inicios del siglo XX, con uno o más cazadores que
mataron a un chimpancé en lo que hoy es Camerún. Algunos investigadores
piensan que el brote de ébola en África Occidental de 2013 a 2016
—el más grave de la historia, que infectó a más de 28.000 personas y
mató a más de 11.000— puede haber comenzado con un niño de dos años que
jugaba en un árbol hueco habitado por murciélagos.
En
última instancia, la prevención de las zoonosis exige más que
intervenciones prácticas; requiere un cambio fundamental en la
perspectiva. Los seres humanos tenemos una larga historia de tratar al
mundo como nuestro escenario y a las otras criaturas como nuestros
accesorios. Extraemos orquídeas raras de pantanos remotos y las enviamos
al otro lado del mundo, no porque lo necesitemos sino porque
simplemente nos gusta cómo lucen en nuestros alféizares. Matamos tigres
salvajes por miedo o por deporte y simultáneamente los criamos en
cautiverio para que podamos llevar a cachorros maullantes a zoológicos
interactivos y posar con ellos para sesiones de fotos en centros
comerciales. Dondequiera que nos instalemos, erradicamos las especies
nativas y las reemplazamos con organismos completamente desconocidos
para ese ecosistema. Cuando una de nuestras introducciones accidentales
se vuelve demasiado problemática como para ignorarla, frecuentemente
importamos otra criatura exótica para derrotar a la primera, una
estrategia que ha fallado de forma repetida y espectacular.
Más
que cualquier otra entidad, los virus y microorganismos exponen la
falacia de nuestra coreografía tiránica. Estamos acostumbrados a pensar
en nosotros mismos como los protagonistas de cada paisaje, pero desde la
perspectiva de los microbios infecciosos, nosotros y otras grandes
criaturas somos el paisaje. A medida que reestructuramos la biósfera de
la Tierra para adaptarla a nuestros caprichos, abrimos conductos ocultos
entre los microbiomas de otros animales y los nuestros. Una vez que
estos canales están en su lugar, los patógenos ya no pueden evitar
derramarse sobre nosotros así como el agua no puede evitar correr cuesta
abajo. No podemos culpar a los murciélagos, los mosquitos y los virus.
No podemos esperar que vayan contra su naturaleza. El desafío que
tenemos ante nosotros es la mejor manera de gobernarnos y obstaculizar
la inundación que desatamos.
Fuente: https://www.nytimes.com
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